Hay una sorprendente continuidad de experiencia profunda en la poesía de Mark Strand que consiste en que en ella la existencia se percibe como esencialmente frágil y efímera, amenazada siempre por el vacío, la nada y la más absoluta incertidumbre, incluida la de la propia identidad. Las cosas son más o menos así desde un libro temprano como Reasons for Moving (1968) hasta Casi invisible (2012). Sin embargo, junto a ello se alza otra dimensión en su poesía, más luminosa, mucho más celebrativa, por no decir en ocasiones iluminativa (Wordsworth, Stevens, Wright).
Por un lado: “La puesta de sol. Los prados ardiendo. / El día perdido, perdida la luz. / ¿Por qué amo lo que huye? /... Guardián de mi muerte, / custodia mi ausencia”. Por otro: “El paisaje / nos ha abierto sus brazos y entregado santuarios maravillosos / a los que acudir”.
Ciertamente “sufrimos la enfermedad de ser”, como ocurre en la pintura de su admirado Hopper: “Se quedaron callados y no supieron cómo empezar / el diálogo que era necesario. / Las palabras fueron las primeras en crear divisiones, / en crear soledad. / Esperaron. / Pasaban las páginas con la esperanza / de que algo sucediese /... No hicieron nada”. Pero, no menos ciertamente, tenemos acceso al amor, la salvación: “La llegada del amor, la llegada de la luz… / Incluso… los huesos del cuerpo brillan / y el polvo venidero resplandece en el aliento”.
Conviene recordar que su poesía se expresa de una manera en cierto modo engañosa: la claridad de las enunciaciones esconde una complejidad de los trasfondos, como ocurre en la mejor poesía; traspasa la muerte física del poeta y donde se produce “la luminosa conjunción de la nada y el todo”.
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