ASÍ EL MUNDO
EMPEZARÍA
Y
MORIRÍA CONMIGO
Deambulé
por las calles bajo el calor del agobiante día y escudriñé dentro de
habitaciones llenas de niños chillones y colchones putrefactos amontonados en el
suelo, viejos y enfermos tendidos exánimes en sus camas, o encorvados en sus
sillones. En los callejones sin salida, observé a niñas en grupo, riéndose. Miré
a los niños vocingleros que jugaban a la pelota en los descampados, vi a los
paralíticos y los drogados tirados por las aceras, obstáculos vivientes para los
ciegos y los retrasados. Observé a los niños mugrientos estampando botellas de
cristal contra cubos de basura que nunca se vaciaban, persiguiendo gatos y
perros y persiguiéndose entre ellos alrededor de coches abandonados a los que
insistentes ladronzuelos habían despojado de todo objeto de valor y hasta del
último jirón de caucho y tela.
Yo envidiaba a quienes vivían allí y
parecían tan libres, sin nada que lamentar y sin nada que esperar. En el mundo
de las partidas de nacimiento, los reconocimientos médicos, las tarjetas
perforadas y los ordenadores, en el mundo de los listines telefónicos, los
pasaportes, las cuentas bancarias, los seguros de enfermedad, las tarjetas de
crédito, las pensiones, las hipotecas y los préstamos, vivían sin ataduras, cada
uno consciente solo de sí mismo.
Si por arte de magia yo pudiera
hablar su idioma y cambiar el color de mi piel, la forma de mi cráneo y la
textura de mi pelo, me transformaría en uno de ellos. Así apartaría de mí la
imagen de lo que en otro tiempo fui y lo que podía llegar a ser, apartaría el
miedo a la ley que había aprendido, la idea de lo que significa el trabajo, el
rasero del éxito; expulsaría el sueño de la posesión, de las cosas en propiedad,
de las cosas usadas y consumidas, y los símbolos de la propiedad: las
credenciales, los diplomas, las escrituras. Este cambio no me daría más opción
que permanecer vivo.
Así el mundo empezaría y moriría
conmigo. Vería la ciudad como un mutante entre las maravillas del mundo,
contaminando el aire con sus chimeneas, envenenando la tierra con sus raíces,
indisponiendo a un hombre contra otro y estrangulándolos a los dos en su
desesperada competición con sus tentáculos. Trazaría un plano de las calles y
los túneles y los puentes de la ciudad, sus metros y canales, sus barrios
adornados con casas bonitas llenas de objetos de valor inestimable, raras
bibliotecas y magníficas habitaciones, sus ingeniosas redes de cañerías y cables
bajo las calles, sus departamentos de policía y sus centros de comunicaciones,
sus hospitales, iglesias y templos, sus edificios administrativos, abarrotados
de ordenadores, teléfonos y oficinistas serviles, todos saturados de trabajo.
Libraría una guerra contra esta ciudad como si fuera un organismo
vivo.
Daría la bienvenida a la noche,
hermana de mi piel, prima de mi sombra, y le pediría que me diera cobijo y me
ayudara en mi batalla. Levantaría las tapas de acero de las cloacas y echaría
explosivos en los pozos negros. Después huiría y me ocultaría, esperando el
trueno que atraparía en los cables mudos de teléfono millones de palabras no
oídas, que oscurecería las habitaciones llenas de luz blanca y personas
temerosas”.
Esperaría la tempestad de la
medianoche que azota las calles y hace borrosos todos los contornos y usaría mi
cuchillo contra la espalda de un conserje que bosteza en su uniforme con
alamares de oro y lo obligaría a guiarme escaleras arriba, donde le hundiría el
cuchillo en el cuerpo. Visitaría al rico y al cómodo y al negligente y sofocaría
sus últimos gemidos con sus ornamentadas cortinas, sus viejos tapices y sus
inestimables alfombras. Sus cadáveres, sujetos al suelo por estatuas rotas,
serán contemplados por retratos de familia rasgados a cuchilladas.
Luego, correría a las carreteras y
autopistas que avanzan hacia la ciudad. Llevaría conmigo bolsas de clavos
doblados para vaciarlos sobre el asfalto. Esperaría el alba para ver
automóviles, camiones y autobuses que se acercaran a gran velocidad y para oír
reventar sus neumáticos, rechinar sus ruedas, atronar sus cuerpos de acero…
debilitados repentinamente al golpearse unos contra los otros como vasos de vino
arrojados de la mesas.
Y, por la mañana, me dormiría,
sonriendo ante el día, el hermano de mi enemigo.
Jerzy
Kosinski
PasosBuenos Aires, Losada, 1969
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