Gustavo Faverón Patriau
Jerzy Kosinski —por su vida más que por su
obra— fue uno de los personajes más polémicos de la literatura contemporánea.
Su novela Desde el jardín será sin duda
la mejor defensa de su memoria en el futuro.
Autodestructivo y, sin embargo, vivificante;
depresivo pero inventor de fantasías cristalinas: Jerzy Kosinski fue un sujeto
esquizoide que ocultó durante casi toda su vida una sombría tendencia al sadomasoquismo,
una mitomanía que hoy se ha vuelto legendaria, una sordidez implacable y un
esclavizante, tortuoso complejo de inferioridad. Colocado por azar y
fingimiento en el centro del escenario del jet set americano desde
principios de los setenta, este personaje huidizo fue descrito por algunos como
el hombre más simpático del mundo, y el más brillante, y logró encandilar en
poco tiempo —mediaron trece años entre su salida de Polonia, su tierra natal, y
el éxito crítico que obtuvo con Desde el jardín— a una legión consistente
y numerosa de lectores.
Irónicamente, sin embargo, y pocos años antes
de su muerte, ocurrida por propia mano en 1991, Kosinski conoció también la
cara más detestable de la luz pública: tras descubrirse en los ochenta que su
pobre manejo del inglés escrito hacía improbable que fuera el verdadero (o el
único) autor de sus ficciones, y pese a la ardorosa defensa de instituciones
tan serias como la Universidad de Yale y el New York Times, Kosinski
debió eclipsar su presencia en el mundillo cultural americano y ver cómo
llovían sobre mojado otras acusaciones igualmente demoledoras: se dijo y se
probó que largos pasajes de su obra narrativa eran extractos y traducciones de
fábulas populares polacas, de sagas antiguas, de piezas folclóricas de la
Europa oriental; que sus argumentos reproducían en mucho las historias de
autores anónimos que, en lengua polaca y en hebreo, él había escuchado y leído
durante su juventud; que a su servicio trabajaba un pequeño ejército de lo que
la jerga del oficio llama negros literarios, es decir, autores
primerizos o veteranos de poca monta que reescribían sus textos, preparaban
versiones preliminares o corregían minuciosamente los borradores de Kosinski, y
que el polaco sólo ensayaba sobre esos papeles correcciones de estructura
narrativa, de concepto, como un capataz que verifica cada mañana, preocupado,
sí, pero no mucho, qué tal marchan las cosas en la plantación.
El viento posmoderno, que ya ha restado
preponderancia a la idea del individuo como autor único en el teatro y en las
artes plásticas, parece soplar ahora en la literatura. Lo hace en favor de la
memoria de Kosinski, y es, por ejemplo, la causa de que denuncias similares
acerca de Raymond Carver no mellen la celebridad del americano. Los libros de
Kosinski vuelven a leerse al cabo de los años, pasada la tormenta, y hoy parece
lo de menos si fue su mano la creadora o si sus libros fueron el fruto de un
encubierto trabajo de equipo: sus personajes, los cruelmente sardónicos y los
monstruosos, los travestidos y los desbordados de bondad o de irónica inocencia
—tal es el caso del protagonista de Desde el jardín—, son demasiado
apelativos para el lector contemporáneo como para que uno se pierda de
disfrutarlos en función de una sospecha sobre su origen adulterado.
Y es bueno reconocer, además, que incluso si
el escritor polaco no fue su único padre, sí supo elegirlos o reconstruirlos de
modo que fueran finalmente una expresión desgarradora de su propia naturaleza:
Kosinski fue forzado desde la infancia, como el abrumado señor Chance,
personaje central de esta novela, a omitir su pasado, a carecer de historia, a
vivir en un perpetuo presente, a adoptar un nombre ajeno y perseverar en la
mentira. En el caso del escritor, se trató de un desesperado recurso familiar
para escapar del holocausto en Varsovia; en el caso de Chance, la impostura se
confunde con la verdad, y es el infortunado producto de la ceguera paterna y su
indolente sobreprotección: Kosinski, al cabo de varias décadas, parece acusar a
su propio padre por haberlo condenado a la despersonalización, pero también
hace que su personaje luzca como una reivindicación de sí mismo. Con la breve
vida pública de Chance, con la manera tragicómica en que la estupidez ajena lo
encumbra y lo promueve, Kosinski parece decirnos que, finalmente, aunque todo
en su vida fuera falso, eso no era gran problema, pues la falsedad, al fin y al
cabo, en un escenario caótico como forzosamente es el mundo, no es sino una
forma más de la existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario