Trump, una debacle moral
Una mayoría del electorado decidió hacerse la vista gorda frente al hecho de haber elegido a un delincuente convicto cuya campaña fue un festival de calumnias, mentiras y amenazas
La clara victoria de Donald Trump la madrugada del miércoles es el triunfo de un líder carismático, pero también de un movimiento radical de derecha, como no se había visto en Estados Unidos. Trump fue el mensajero de una agenda política basada en el control del gobierno de un conjunto de minorías conectadas entre sí por frustraciones y resentimientos desatendidos por el statu quo político, pero magistralmente interpretados y manipulados por el caudillo populista. En eso Trump tomó, tal vez sin saberlo, varias páginas del manual de estilo de líderes latinoamericanos como Perón, Chávez o López Obrador. Todos estos caudillos captaron el malestar popular, lo inflaron con una retórica volcánica y lo inflamaron a través de una narrativa polarizante que retrata al rival político, no como un adversario con el que se puede llegar a acuerdos en una contienda democrática, sino como un enemigo al que hay que demonizar, deshumanizar y, en última instancia, eliminar. Y eso fue exactamente lo que hizo Trump con su rival Kamala Harris. Pero hay algo más. Estos caudillos han llegado al poder democráticamente para socavar la democracia, destruirla desde adentro.
Las encuestas de los últimos meses no mentían. Pintaban un empate técnico con una diferencia a favor de uno y otro dentro del margen de error. Pero esas eran excelentes noticias para Trump y pésimas para Harris, quien se estancó luego de un arranque muy auspicioso. Por esa razón es también necesario reconocer lo que cada candidato hizo bien y mal a nivel estratégico. La campaña del candidato republicano fue despiadada y titánica. Trump nunca bajó la guardia. Como buen narcisista, su mayor talento consiste en robarle el oxígeno a cualquier cosa que no sea él, atrayendo toda la atención –no importa si es buena o mala– sobre sí mismo. De hecho, la campaña fue apenas el episodio en esteroides de la ubicua presencia que ha mantenido en la escena política de su país desde que se lanzó por primera a la presidencia en 2015. Solo que esta vez tuvo más suerte. Los atentados que sufrió jugaron a su favor, haciéndolo ver como un ser semidivino y tocado por la suerte, y el apoyo de Elon Musk, con sus toneladas de dinero, le dio un toque de futurismo a su retrógrado movimiento MAGA.
Kamala Harris tiene méritos indiscutibles como candidata. En solo tres meses y medio logró recoger los destrozos que dejó el primer debate del presidente Joe Biden y se posicionó como una contendora de peso para Trump, a quien derrotó de modo contundente en el único debate que sostuvieron. Pero cometió tres errores serios.
Primero, se apoyó quizás demasiado en la defensa de los derechos reproductivos de la mujer descuidando a sus electores hombres, sobre todo a los de la clase trabajadora y rural, muchos de ellos socialmente conservadores y temerosos de un mayor deterioro de su situación económica y sus privilegios de género. Entre estos se encuentran también los hombres latinos que le restaron un apoyo histórico que había sido clave para la coalición demócrata. Según un análisis de The Economist, la brecha de género entre los votantes hispanos se pronunció más en esta elección. Mientras los hombres apoyaron a Biden por 23 puntos porcentuales por encima de Trump, Harris le ganó a Trump por 10 puntos porcentuales entre los hombres latinos, muchos de ellos conservadores socialmente pero económicamente emprendedores y capitalistas. Mientras, las mujeres le dieron 24 puntos porcentuales. Para el semanario británico, el tema del aborto es uno de los factores de esta brecha. Eso sin contar que, a despecho del trato degradante y calumnioso de Trump contra los inmigrantes de América Latina, en particular venezolanos y haitianos, los magalatinos se sienten intensamente identificados con Trump como macho alfa, muchos de ellos.
Segundo, Harris no alcanzó a articular un mensaje efectivo para vender sus planes de una economía de oportunidades más inclusiva. Tampoco dejó claro cómo iba a controlar el alza de precios que aqueja el bolsillo de las mayorías, pese a que los números de la macroeconomía demuestran que el país ha logrado evitar la recesión, domar la inflación y alcanzar el pleno empleo. En este sentido, la agenda de Harrisno pudo diferenciarse lo suficiente de la de su mentor político a la hora de trazar una visión propia para su gobierno.
Tercero, el que me parece a mí más grave: Harris no fue asertiva sobre lo que quería como política, más allá de promover una identificación por contraste con Trump. Tuvo grandes problemas para encontrar su propia narrativa y personalidad política. Fue su enemigo quien la definió, descalificándola sin cesar como una política incapaz, sin propuestas, mentirosa.
Los demócratas no supieron interpretar las necesidades y expectativas de la población en temas como la economía, las relaciones internacionales y la migración. Volvieron a subestimar a Trump, quien demostró ser un contendor formidable e infatigable, apoyado por un equipo que lo iguala en falta de escrúpulos e instinto asesino. Esta equivocación tremenda no solo les ha costado la pérdida de la presidencia y las dos Cámaras del Congreso, sino que les acarreará un costo político tremendo entre la población del que les tomará años recuperarse.
A partir de hoy, Trump ya no es solo un presidente, sino el avatar de una era, como lo fue Roosevelt o Reagan, aunque la comparación resulte desquiciada. Este hecho no anula el problema moral al fondo de esta elección: una mayoría del electorado –aunque solo sea 2% del voto popular– decidió hacerse la vista gorda frente al hecho dramático e incontestable de haber elegido a un delincuente convicto cuya campaña fue un festival de calumnias, mentiras y amenazas. Desde esa perspectiva, el resultado equivale a una debacle moral que lanza al país por una senda peligrosa. Supongo que en Roma se vieron cosas similares. No me refiero a la Roma de Nerón y Calígula, aunque allá también, sino a la más cercana y reciente de Silvio Berlusconi, a quien como a Trump le fascinaba hacer tratos. Solo que en un presente todavía más distópico y enfermo.
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