Lucian Freud, al desnudo
El Reino Unido rinde homenaje a uno de sus mayores artistas en el centenario de su nacimiento. Una ambiciosa exposición en Londres desvincula su obra de su tortuosa biografía y rebate las críticas formuladas desde el feminismo
En el centenario del nacimiento de Lucian Freud, el Reino Unido rinde homenaje a uno de sus mayores pintores, conocido por la crudeza de sus desnudos, el nervio de sus retratos y el trazo rugoso de sus pinceladas, que solían dejar vistosos grumos de óleo en la superficie del lienzo. Pero el país de adopción del nieto de Sigmund Freud, que llegó de niño a Londres en 1933 huyendo del ascenso de los nazis, aprovecha esta efeméride para evitar los lugares comunes sobre la figura del pintor, a veces reducida a un puñado de tópicos.
La iniciativa más ambiciosa es la gran antológica que le dedica la National Gallery, que acaba de abrir sus puertas con más de 60 cuadros de todas sus épocas. Una exposición en la sede londinense de Gagosian, en el desahogado barrio de Mayfair, se centra en su relación con las grandes figuras de la Escuela de Londres, esa corriente de excéntricos que prefirieron mantenerse fieles a la figuración, en relativo declive durante el siglo XX; de ella formaron parte Francis Bacon, Frank Auerbach o Michael Andrews, a los que Freud frecuentó y retrató. A pocas calles, la galería Ordovas propone otra muestra sobre sus cuadros sobre caballos, una de sus pasiones desconocidas. Y acaba de llegar a las librerías británicas su correspondencia ilustrada de juventud, editada por dos de sus antiguos colaboradores, poco después de la publicación de una monumental biografía en dos tomos a cargo de William Fever.
Es la primera muestra, convertida ya en uno de los platos fuertes del otoño londinense (y del año), la que acapara más miradas. Bajo el título de Nuevas perspectivas, la National Gallery aspira a explorar la producción de Freud al margen de su biografía. “Fue tan famoso que su vida acabó eclipsando a sus propias obras. La biografía es un aspecto importante para entender la obra de un artista, pero no puede ser el único”, expresa el comisario de la muestra, Daniel F. Hermann, a cargo de los proyectos de arte moderno y contemporáneo en el museo londinense.
Cuando empezó a preparar la muestra, hace cinco años, Hermann se dio cuenta de que los relatos sobre su figura seguían siempre un mismo esquema narrativo. Freud fue el incomprendido que se impuso a las convenciones de su época, rechazado por obedecer a las leyes de la psicología y no a las de la proporción o la óptica. También fue el pintor solitario que dejó de lado a su familia para dedicarse a su arte, que encadenó relaciones abiertas con amantes de distinto sexo —una exposición en Bath reveló hace unos meses que, además de tener dos esposas y decenas de compañeras, mantuvo un triángulo con los artistas John Minton y Adrian Ryan durante los cuarenta—, y que nunca se ocupó de sus vástagos, que eran numerosos. Antes de su muerte en 2011, se decía que Freud tenía más de cuarenta hijos, cifra rebajada por el antiguo asistente del pintor, David Dawson, a “solo una quincena, aproximadamente”.
La National Gallery ignora las partes más truculentas de su biografía, aunque no sea fácil separar vida y obra en el caso de un artista que dedicó la práctica totalidad de su producción a retratar a las personas de su entorno: decía que era incapaz de pintar a un perfecto desconocido. La muestra se salta su propia regla desde el primer panel, que incluye referencias explícitas a “su complejidad como individuo” y apunta que rechazó todo lo que pusiera en entredicho su autonomía como pintor: las convenciones academicistas, pero también “la monogamia y la crianza tradicional”.
Sin embargo, lo que prima en el recorrido, que alterna lo cronológico con lo temático, es el análisis formal de una obra dividida en dos periodos. Crecido en el acomodo de Weimar antes de su exilio dorado, Freud se distingue en sus obras de juventud por la influencia de la nueva objetividad alemana, con Otto Dix en cabeza, reflejada en cuadros de superficies llanas y trazo casi caricaturesco. Con el tiempo, hacia los cincuenta, adoptaría un estilo más expresivo que aspiraba a reproducir la textura de la carne y los ángulos imposibles del rostro humano, espejo de la torturada psicología de sus contemporáneos en la posguerra europea. Su objetivo principal era expresarla a través de un material tan inerte como el óleo. Tardaba meses en completar sus retratos, porque aspiraba a que sus representaciones fueran más auténticas que la propia vida. No porque fueran más fidedignas, pero sí más fieles a la esencia de cada indiviudo. Creía que había personas que brillaban “como velas” y otras que lo hacían “como bombillas eléctricas”, y le llevaba un tiempo considerable discernir cuál era su incandescencia.
Uno de los méritos de la exposición, que podrá verse en una versión ligeramente alterada en el Museo Thyssen-Bornemiszade Madrid en 2023, es haber alejado la obra de Freud del inoxidable tropo de la sexualidad. Hubo más que desnudos lascivos en una trayectoria que se distingue, por encima de todo, por su emulación de los grandes géneros de la historia del arte. “Cuando me encuentro mal, voy a la National Gallery y no al médico”, decía Freud, que contaba con un golden pass, una entrada mágica que le permitía acceder al museo a la hora que quisiera, de día o de noche (esos pases dorados ya no existen, o eso asegura un portavoz de la institución). Otro hilo conductor son sus retratos de los poderosos, en los que se observa la influencia de la pintura renacentista, con Rafael al frente. Su minúsculo retrato de Isabel II, que invierte la escala épica de la pintura de la realeza de los siglos pasados, cuelga en una sala en la que se prohíbe hacer fotos y donde el cuadro está custodiado por un vigilante con cara de malas pulgas.
Aunque la parte más estimulante de la muestra, enunciada con discreción en las salas pero con menos pudor en su magnífico catálogo, es el diálogo que establece con los reparos formulados por la crítica feminista. El más conocido es un texto vitriólico que le dedicó la historiadora del arte Linda Nochlin en 1993, en ocasión de una exposición en el Metropolitan de Nueva York. Culpaba al mundo del arte de querer convertir a Freud en “un nuevo Picasso” y señalaba la misoginia (y la homofobia) implícita en sus retratos. “Las mujeres son rubias, casi siempre están desnudas, rosadas al nivel de las mejillas y los genitales, mientras que los homosexuales son pasivos o monstruosos”, escribió. “Los hombres de verdad están vestidos, sentados para ser retratados, con sus arrugas y sus irregularidades representando el carácter”.
La National Gallery rebate esa tesis, perfectamente justificada, enseñando otra cara de Freud, la que esbozan sus retratos íntimos de amigos y familiares, con sus hijas Bella y Esther como modelos perennes, los devastadores carboncillos que dedicó a la muerte de su madre —expuestos en una pequeña sala con aspecto de velatorio—, el tierno amor homosexual que desprende el cuadro Two Men o las semblanzas de su musa Sue Tilly, que hoy parece más una celebración que una crítica de su cuerpo mantecoso, o de Leigh Bowery, performerque murió de sida en 1994, un Golem obeso que despierta más compasión que escarnio. El mismo año que Nochlin le dedicó esas líneas, Freud se pintó a sí mismo en su estudio, del que ya casi nunca salía. Aparecía desnudo, al natural, en pelotas. Con la piel caída y la carne triste, más vulnerable que heroico. Entre los frágiles y los soberbios, Freud había elegido su equipo.
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