Inès Martínez es hija de esa Europa: de 23 años, francesa, nieta de emigrantes españoles, prácticamente bilingüe. Solo hará un pequeño trayecto, entre Toulouse —donde estudia— y Nimes. Como Hagège, en ciudad se mueve siempre en bicicleta y transporte público. Nunca en coche. Y para sus viajes más largos, su preferencia siempre es el tren. “Incluso si tarda más o si es un poco más caro… Siempre, claro, que la diferencia no sea muy grande”, ríe. El avión procura reservárselo para los recorridos largos. “Si hubiera más opciones y, sobre todo, si fuera más barato, sin duda dejaría de volar y de viajar en coche”. Lo más parecido a una dieta flexitariana, como paso previo al veganismo, pero en versión transporte.
El precio es, en efecto, una de las variables que inhiben un flujo más rápido de pasajeros del avión, el autobús y el coche al tren. Incluso entre los convencidos, quienes muchas veces se enfrentan a un coste desproporcionado a cambio de reducir sus emisiones. O al siempre difícil dilema entre el bolsillo y los valores. Lo ilustra Greenpeace en un monográfico sobre el tema recién salido del horno. Se puede, decía, tomar un tren en París a las ocho de la mañana y llegar a Copenhague a las nueve de la noche. Cambiando, eso sí, un par de veces de convoy (en Colonia y en Hamburgo, con el consiguiente riesgo de perder la conexión) y pagando casi 300 euros frente a vuelos que pueden llegar a costar hasta 20 veces menos. “El tren está en clara desventaja respecto al avión: en los vuelos internacionales no se paga IVA”, se quejan los técnicos de la ONG ambientalista.
Tras París, Bruselas; siempre con Praga como destino final. Cambio de estación, de tren y de compañía: de la SNCF francesa a la paneuropea Eurostar. Y cambio, también, en el perfil de los viajeros. Sigue habiendo de todo, pero los carritos de bebé y los macutos de mochileros son ya muchos menos. En su lugar se abren paso las camisas y las corbatas. Como la de Jean François Folie, belga de 54 años, ejecutivo de una empresa gala de logística y con más clientes en París que en la capital comunitaria. Hasta allí viaja, al menos, una vez por semana. “Siempre en tren”, aclara. Casi tres décadas después de su inauguración, la ruta —una de las más rentables del aún semiliberalizado mercado ferroviario europeo— se ha convertido en un icono de cómo el tren, si es rápido (la ruta se hace en unas dos horas) y fiable, orilla naturalmente al coche y al avión: pese a la densidad de viajeros, hoy son apenas dos los vuelos diarios entre París y Bruselas. Ambos, orientados a quienes viajan para conectar con un vuelo intercontinental.
La rutina de Folie no tiene que ver con la de hace una década, cuando cubría los trayectos sistemáticamente en coche. “Era cansado y no me permitía trabajar; en tren sí puedo”, argumenta con el portátil sobre las piernas. “Y me deja en el centro, sin tener que buscar aparcamiento”. La cuestión climática no ha sido, en su caso, el factor determinante para pasar de las cuatro ruedas a los raíles: “Es mucho más cómodo y seguro”, esboza. Dos atributos que más que compensan los algo más de 120 euros por trayecto, que se dice pronto. “El servicio es bueno, cómodo y puntual, pero también muy caro: debería ser mucho más barato para que más gente lo cogiera, sobre todo si es en vacaciones…”. De nuevo, el precio.
La conversación apenas ha terminado cuando la megafonía anuncia la próxima llegada a la vetusta estación bruselense de Midi. El trayecto continúa —Amberes, Róterdam y Ámsterdam—, pero el objetivo ahora es otro: subir a bordo de una de las nuevas líneas nocturnas que prometen conectar la mayoría de las capitales de Europa Central en los próximos años. Con un compromiso: si se consigue un despliegue masivo del tren-litera que pueda competir de tú a tú con el avión, el potencial de reducción de las emisiones totales de CO2 en Europa rondaría el 3%, que se dice pronto. Una cifra más, también del colectivo Back on Track: en distancias largas, el avión emite 28 veces más que el tren.
A rebufo de la sacrosanta alta velocidad —principalmente en España, el país que más se ha echado en sus brazos—, la mayor novedad de los últimos tiempos es el regreso del tren nocturno. Una modalidad que prácticamente había desaparecido del menú de transporte de muchos países, incluso en los de mayor tradición ferroviaria, y que ahora regresa con una fuerza que pocos fueron capaces de anticipar tras la estocada, casi mortal, de la alta velocidad.
Fue en un ya lejano 2016, poco después de que la todopoderosa Deutsche Bahn anunciase la sustitución de sus rutas realizadas por trenes-cama por la alta velocidad, cuando su vecina austriaca ÖBB lanzó la marca Nightjet para operar —desde Viena o Salzburgo— en un buen número de rutas a lo largo y ancho de Europa. Aquel síntoma de un resurgir que pocos creían posible quedó en barbecho durante años. Hasta los confinamientos y el nuevo deseo de seguir viajando, más si cabe, pero de otra manera.
Esta segunda hornada la lidera una cooperativa neerlandesa de nuevo cuño, European Sleeper, que inauguró el año pasado su primera ruta —entre Bruselas y Berlín— y que acaba de ampliar ahora hasta Praga: 13 horas en las que se atraviesa, durante prácticamente toda la madrugada, Alemania de oeste a este.
Es un convoy casi de época: 15 vagones fabricados, en su mayoría, en los años setenta —aunque ligeramente, solo muy ligeramente, actualizados— con compartimentos para una, tres o cinco personas. Lleno hasta la bandera en la mayoría de las frecuencias, son casi 600 pasajeros los que puede transportar: el equivalente a tres aviones de los que habitualmente suelen operar en rutas como esta. “Hay un mercado claro para los trenes nocturnos: en esta ruta apenas quedan sitios libres para reservar de aquí a septiembre”, constata Bart Poels, el entregado jefe de servicio del tren, mientras comprueba los datos en una tableta.
El propio caso de Poels es paradigmático. Enamorado del transporte, en todas sus modalidades, reparte sus horas entre estaciones y aeropuertos: además de en European Sleeper —que estos días pugna para conseguir una conexión nocturna entre Ámsterdam y Barcelona—, se desempeña como sobrecargo en la aerolínea chárter Air Belgium. “Toda mi vida he combinado el avión y el tren”, relata, con el pasar de las estaciones, rodeado de manuales de a bordo y walkie talkies, y con las primeras luces de la madrugada asomando en el horizonte. Es el más veterano de un equipo de cabina que difícilmente supera los 30 años de media y que tiene, entre sus muchas atribuciones, la de avisar —y, muchas veces, despertar— a los viajeros cuando se aproxima su estación de destino.
El pasaje del tren nocturno es un microcosmos en sí mismo. Alejado, eso sí, del perfil arquetípico: el del mochilero intrépido, el del joven que se sube al Interrail en su último verano antes de entrar a la universidad. Los protagonistas de este revivir del tren nocturno son muchos y muy variados: ejecutivos de empresas concienciadas con lo climático, bohemios, viajeros solitarios o familias en busca de una experiencia diferente.
Este último es el caso del matrimonio Staelens, naturales de Brujas, que viajan a Berlín para visitar la ciudad con sus tres nietos. Acaban de terminar de cenar en su propio compartimento, en el que preparan la cama para los cinco y practican, como Martínez, una suerte de flexitarianismo del transporte. “Seguimos viajando en coche y en avión, pero siempre que podemos vamos en tren. Nuestra huella de carbono del día a día ya es lo suficientemente importante como para agrandarla aún más”, dice Amra, de 61 años. Es la segunda vez que coge un tren nocturno en los últimos meses: antes de Berlín fue a Viena. “Si logras dormir, llegas descansado. Y nos ahorramos una noche de hotel, que no están precisamente baratos… Sumando todo, aunque el tren sea más caro, nos acaba saliendo más barato. Sobre todo, si vamos con los niños”, añade desde su litera, poco después de recoger la baraja de cartas con la que han matado el aburrimiento de antes de marcharse a la cama. Él, Bart, “66 años para 67″, prominente barba blanca y rostro marinero, llevaba casi tres décadas sin pasar la noche con el traqueteo como nana. “Así no solo es una aventura para los chicos, también lo es para mí”, sonríe ufano.
Un compartimento más allá viaja Nicole Decourriere, bruselense, de 67 años, con eterna sonrisa. Tras muchos años como profesora en Nepal, dedica su jubilación a uno de sus leitmotiv: el budismo, que este primer miércoles de julio la lleva a la capital checa para participar en un encuentro de meditación. ¿Por qué en vagón-litera? Esgrime tres razones de peso: una ambiental —”contamina mucho menos”—, una de comodidad —”lo cojo en el centro y me deja en el centro”— y una cuasisentimental —”recuerdo los trenes nocturnos de cuando era joven… y quiero probar cómo son los de ahora”—.
Decourriere comparte espacio —y madrugada— con Rajesh Chandra y Sibghatullah Ahmed, de 46 y 41 años, residentes en Lyon, trabajadores de la ONG Handicap International. Viajan de Lyon a Bruselas —y luego a Berlín— para una reunión de trabajo. Acostumbrados a los convoyes nocturnos de Bangladés y la India, de donde son oriundos, nunca lo han probado en Europa. “Tenemos curiosidad”, reconocen casi al unísono en el espacio para cinco personas que compartirán con otros tres pasajeros las 11 próximas horas. “Viajar en tren es hacer amigos. En un autobús o en avión raramente hablas con quien se sienta en el asiento de al lado; aquí sí se socializa”. Un motivo, uno más, para subirse definitivamente al tren.
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