miércoles, 10 de julio de 2013

Edgardo Cozarinsky / No creo en la confesión


Edgardo Cozarinsky: 
"No creo en la confesión"
Luego de publicar un libro de memorias, el escritor y cineasta argentino habla de la primera persona como "un modo modesto de escribir" y piensa que autores como Cortázar no resistieron al tiempo.

Por Mauro Libertella
Revista Ñ



“Lo que yo escribo está muy escrito.
Tengo un gran respeto por la literatura de la oralidad, 
pero no tiene nada que ver conmigo.”
Edgardo Cozarinsky

En un período que ocupa más o menos el ultimo año, Edgardo Cozarinsky dejó su impronta en casi todos los géneros que ha cultivado: el cuento con Burundanga! (Mansalva), la novela con Lejos de donde (Tusquets), el cine con Apuntes para una biografía imaginaria y ahora el ensayo y la semblanza en Blues (Adriana Hidalgo). La forma breve que mezcla reflexión con retazos de vida parece ser la arquitectura perfecta para desplegar el sueño del ensayo epifánico: resumir en dos o tres ideas una experiencia universal y atemporal. Hay, en ese sentido, un eco de Borges, pero también desfila el fantasma del último grupo Sur, las ciudades europeas –que son, quizás, la topografía fundante en el imaginario de Cozarinsky–, la literatura que aparece azarosamente y lo modifica todo, la búsqueda de la lengua propia, la política (que en esta entrevista se infiltra en frases polémicas). Tal vez, los textos de Blues se puedan leer como desprendimientos de la obra ficcional de Cozarinsky; reflejos o extensiones que llevan un detalle hasta su extremo o que reescriben alguna escena o algún pensamiento que en una novela o una película estaban apenas sugeridos. También, por qué no, el libro se puede leer como una biografía fracturada e involuntaria. Así, deudor de la elipsis y los entendidos, sin querer queriendo, Cozarinsky construyó una historia de su propia vida. Quedan otras historias de su vida por ser narradas, desde luego: una vida nunca es lineal, y jamás se agota. ¿Bajo qué forma llegarán? ¿Serán películas, libros? Tal vez, como pasa siempre con un autor que mezcla los géneros y los formatos, los nuevos relatos de su vida los terminemos encontrando, astillados, como esquirlas venenosas, en todos sus proyectos.
Edgardo Cozarinsky según Majo Ramírez

-¿Cómo fue que usted recaló en París? 

-Yo nunca pensé en quedarme a vivir en París. Me fui de acá en el año 74, durante los últimos meses de vida de Perón, con Isabel y López Rega en el poder y la triple A operando a mansalva. Nunca fui militante, nunca tuve las convicciones absolutas como para serlo, menos aun fui sensible al dudoso romanticismo de las armas, ni tuve fe en su capacidad redentora. Pero surgió la posibilidad de irme a trabajar por tres meses a Alemania y me fui pensando en tomarme un respiro de ese ambiente fétido que se estaba respirando en Buenos Aires. Después conseguí algunos trabajos ocasionales en París y me fui quedando. Las noticias que llegaban de Buenos Aires eran cada vez peores. Esto parecería casi una ironía fácil, pero me enteré de la muerte de Perón en el casino de Baden Baden. Estaba trabajando en la televisión del lugar y quise conocer cómo era ese casino famoso donde siete días por año se juega con fichas de oro. Estaba tomándome una cerveza en el bar, donde colgaba un televisor en blanco y negro, y ahí apareció un presentador y dijo "general Perón ist tot". 



-Y de la dictadura, ¿qué noticias le iban llegando? 


-Me llegaba todo lo que salía en los diarios franceses, que era la parte más negra. Eso confluía con lo que contaban los amigos que viajaban, en plena época de la plata dulce. La gente traía noticias atravesadas por la inclinación política de cada uno. Algunos eran más livianos, "de fulano no tuvimos más noticias", y otros decían que era un horror, que no se podía hacer nada. En ese momento las Madres de Plaza de Mayo no eran lo que son hoy. Eran algo muy digno. Era gente con mucho coraje que estaba en la Plaza en pleno régimen militar. No se habían politizado de la manera burda en que se han politizado después. Eran un ejemplo de coraje cívico, pero como muchas otras cosas se devaluó con la democracia fláccida que siguió, por no hablar de la delincuencia política y la corrupción general de hoy.

-¿Qué se estaba viviendo culturalmente en la Francia de aquellos años? 

-Bueno, eran todavía los últimos coletazos de Mayo del 68, que yo siempre la sentí como una rebelión de niños burgueses mimados con una idea del sindicalismo y de la revolución totalmente literaria, en el mal sentido de la palabra. Por lo demás, se leía mucho a Foucault y era el principio de Deleuze y Guattari. La literatura, lo puramente ficcional, era en cambio un desierto. No había prácticamente nada que me interesase en la literatura de imaginación francesa contemporánea, entonces leía más bien a autores de lengua inglesa, o italianos, entre quienes encontraba individualidades fuertes, ajenas a las modas ideológicas, y sobre todo autores de Europa del este: Joseph Roth entre los de antes, Danilo Kis entre los de ese momento. No tenía mucho contacto con el mundo intelectual parisiense; no podría hablar de participaciones o acercamientos al núcleo intelectual. Más bien estaba fascinado con esa mezcla de gente de todos los orígenes, eso que llamaría el cruce de caminos. Eso hace interesante a París. 

-¿Qué leía de literatura argentina? 

-Empecé a leer mucho del siglo XIX. Las causeries de Mansilla me interesaron muchísimo. Y después toda esa gente de la generación del ochenta que cultivaba un tono hablado, mezclando la crónica con lo literario. Practicaban una forma de señoritismo, pero no eran esnobs: eran verdaderamente señoritos y por eso les salía de un modo muy natural. Releía también mucho a Borges, pero no tuve ningún descubrimiento que suscitara una pasión fuerte. Como mucha gente, me fui alejando de escritores como Cortázar, que me gustaban mucho de joven pero con el tiempo no resistieron. 




-En este libro, "Blues", hay un acento fuerte puesto en las ciudades. ¿Qué busca en cada ciudad que visita? 

-Habiendo leído mucha literatura, viajar es una forma de ir a la caza de fantasmas literarios. En Berlín estaba el Döblin de Berlín Alexanderplatz o Christopher Isherwood, en Tánger Paul Bowles. Digamos que en mis viajes siempre se fue infiltrando un resabio no realista de cine y literatura que había visto y leído. El único descubrimiento no literario que me fascinó fue Andalucía, y la costa atlántica menos prestigiosa, de Cádiz hasta Tarifa. Esa zona ventosa, y signada por una cruza entre lo árabe y lo hispano pero sin los monumentos prestigiosos de Granada o Sevilla. Ahí entendí el verdadero significado de la palabra "gracejo": la gracia en la réplica rápida, la velocidad de respuesta. En esas ciudades, al margen de los centros urbanos masivos, hay un clima de abandono. En el libro digo, hablando de Tarifa, que me puedo sentar en una mesa de café y dejar que pasen las horas y los días; si no me vienen a buscar, me quedo.

-"Blues" es un libro si se quiere personal, intimo. ¿Qué relación establece en su escritura con el uso de la primera persona y con lo autobiográfico? 

-Para mí, la primera persona es un modo muy modesto de escribir: no se está dictaminando ninguna verdad general, ni sugiriendo un punto de vista divino. Es la experiencia de una persona que se asume en ese yo sincero y humilde. La intimidad, lo vivido, creo que son el material que uno usa para elaborar algo, pero lo que me interesa es su elaboración. No creo para nada en la confesionalidad cruda. Todo lo que uno escribe viene, evidentemente, de algún fondo oscuro, barroso, pero que puesto en primer plano no me interesa. Es la materia prima, y para mí sólo existe para ser elaborada. 

-¿Y entonces cómo trabaja con la densidad y la literaturidad de la prosa? 

-Lo que yo escribo, para decirlo con la misma palabra, está muy escrito. Tengo un gran respeto por la literatura de la oralidad, pero no tiene nada que ver conmigo. Cuando surgió Puig fue muy interesante, porque lo que había inmediatamente antes era Cortázar: la pura referencia a la literatura, los tics de narratividad, los guiños. Más allá de Puig, la oralidad en la literatura no me interesa salvo que esté muy trabajada (como en Mansilla) o en todo caso parodiada (como en Bustos Domecq). Lo que yo escribo, aspiro a que sea leído como algo que solo pudo haber sido escrito. 

-En el libro también aparece el fantasma del grupo Sur, ¿qué lectura hace hoy de su vínculo, si lo hubo, con el grupo? 

-Yo no fui parte del grupo, pero estuve de visita hacia su final, y si me acerqué fue más bien, como Alan Pauls dijo una vez, al ala chingada del grupo Sur. Puede ser. Lo que me parece extraordinario de Victoria Ocampo, su centro más formal, es que siendo una mujer rica y linda en el año treinta se le haya ocurrido invertir su fortuna y su tiempo en una revista literaria. Pero no son sus elecciones o sus gustos lo que a mí me interesa sino más bien sus desplantes, sus desafíos. En cambio, esa mirada tangencial de Bianco y su prosa castigada, rasqueteada, me parecen todavía hoy muy interesantes.

-En "Blues" hay textos sobre el judaísmo, sobre la guerra mundial, cuestiones que eran centrales en "Lejos de donde", su ultima novela. ¿Siente que "Blues" se puede leer como textos fractales que iluminan sectores de su obra? 

-Es posible, pero prefiero que cada lector elija su propia lectura. Lo cierto es que hablando de los demás por ahí revelo más sobre mí mismo que si me pusiera a hacer memorias o autobiografía.

-"Blues" tiene que ver también con su última película. ¿Qué relaciones ha ido estableciendo con el tiempo entre su literatura y su cine? 

-A esta altura de mi vida compruebo que nunca pensé en "hacer carrera" sino más bien en probar cosas distintas, en darme gustos. Todo lo viví en zigzag... Del hecho de escribir me atrae el trabajo en soledad, el silencio que te permite escuchar una voz interior que el ruido del mundo tapa; del cine, la necesidad de pelear y ser capitán, padre, amante, según los casos, o todo a la vez, de un equipo.

-Empezamos hablando de ciudades. Para terminar: ¿cómo describiría la Buenos Aires que más lo entusiasma, su Buenos Aires personal? 

-No es la Buenos Aires de mi juventud. La nostalgia es un sentimiento que detesto. Es más bien la que descubrí en mis sucesivos regresos, a partir de 1985: una ciudad de jóvenes con un impulso creador que no veo en Europa, una ciudad de libertad en las costumbres, de bares y milongas. Sé lo mucho negativo que estas palabras omiten, pero prefiero rescatar lo positivo que la hace única, tal vez la última ciudad de esta América donde se puede caminar de noche por la mayoría de sus barrios, algo imposible en México, en San Pablo, en Lima.






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