EL AVENTURERO HUNGARO
Fragmento
Hubo
una vez un aventurero húngaro de sorprendente apostura, infalible encanto y
gracia, dotes de consumado actor, culto, conocedor de muchos idiomas y
aristocrático de aspecto. En realidad, era un genio de la intriga, del arte de
librarse de las dificultades, de la ciencia de entrar y salir discretamente de
todos los países.
Viajaba
como un gran señor, con quince baúles que contenían la ropa más distinguida, y
con dos grandes perros daneses. La autoridad que de él irradiaba le había
valido el sobrenombre del Barón. Al Barón se le veía en los hoteles más
lujosos, en los balnearios y en las carreras de caballos, en viajes alrededor
del mundo, en excursiones a Egipto y en expediciones al desierto y Africa.
En
todas partes se convertía en el centro de atracción de las mujeres. Al igual
que los actores más versátiles, pasaba de un papel a otro a fin de complacer el
gusto de cada una de aquéllas. Era el bailarín más elegante, el compañero de
mesa más vivaz y el más decadente de los conversadores en los téte-á-tétes;
sabía tripular una embarcación, montar a caballo y conducir automóviles.
Conocía todas las ciudades como si hubiera vivido en ellas toda su vida.
Conocía también a todo el mundo en sociedad. Era indispensable.
Cuando
necesitaba dinero, se casaba con una mujer rica, la saqueaba y se marchaba a
otro país. Las más de las veces, las mujeres no se rebelaban ni daban parte a
la policía. Las pocas semanas o meses que habían gozado de él como marido les
dejaban una sensación que pesaba más en su ánimo que el golpe de la pérdida de
su dinero. Por un momento, habían sabido lo que era vivir por todo lo alto, lo
que era volar por encima de las cabezas de los mediocres.
Las
levantaba tan alto, las sumía de tal manera en el vertiginoso torbellino de sus
encantos, que su partida tenía algo de vuelo. Parecía casi natural: ninguna
compañera podía seguir su elevado vuelo de águila.
Viajó a
Roma y tomó una suite en el Grand Hotel. Resultó que esa suite era contigua a
la del embajador español, que se alojaba allí con su esposa y sus dos hijas. El
Barón les encantó. La embajadora lo admiraba. Se hicieron tan amigos y se
mostraba tan cariñoso con las niñas, que no sabían cómo entretenerse en aquel
hotel, que pronto las dos adquirieron la costumbre de acudir, en cuanto se
levantaban por la mañana, a visitar al Barón y despertarlo entre risas y bromas
que no les estaban permitidas con sus padres, más severos.
Una de
las niñas tenía alrededor de diez años, y la otra doce. Ambas eran hermosas,
con grandes ojos negros aterciopelados, largas cabelleras sedosas y piel
dorada. Llevaban vestidos cortos y calcetines blancos también cortos.
Profiriendo chillidos, corrían al dormitorio del Barón y se echaban en la gran
cama. El quería jugar con ellas, acariciarlas.
Como
muchos hombres, el Barón se despertaba siempre con el pene particularmente
sensible. En efecto, se hallaba muy vulnerable. No tuvo tiempo de levantarse y
calmar su estado orinando. Antes de que pudiera hacerlo, las dos niñas echaron
a correr por el brillante pavimento y se le lanzaron encima, encima de su
prominente pene, oculto en cierta medida por la gran colcha azul.
Las
chiquillas no se dieron cuenta de que se les habían subido las faldas, ni de
que sus delgadas piernas de bailarinas se habían enredado entre sí y habían
caído sobre el miembro del Barón, tieso bajo la colcha. Riéndose, se le
subieron encima, se sentaron a horcajadas como si fuera un caballo, presionando
hacia abajo, urgiéndole, con sus cuerpos, a que imprimiera movimientos a la
cama. En medio de todo ello, quisieron besarle, tirarle del pelo y mantener con
él conversaciones infantiles. La delicia del Barón al ser tratado así creció
hasta convertirse en un agudísimo suspense.
Una de
las chicas yacía boca abajo, y todo lo que el Barón tenía que hacer para
procurarse placer era moverse un poco contra ella. Lo hizo como jugando, como
si pretendiera empujarla fuera de la cama.
—Seguro
que te caes si te empujo así. —No me caeré —replicó la niña, agarrándose a él a
través de las cobijas, mientras él se movía como si fuera a hacerla rodar.
Riendo,
la impulsó hacia arriba, pero ella permanecía apretada, frotando contra él sus
piernecitas, sus braguitas y todo lo demás, en su esfuerzo por no deslizarse
fuera. El seguía con sus movimientos mientras se reían. Entonces, la segunda
niña, deseando culminar el juego, se sentó a horcajadas frente a su hermana, y
el Barón pudo moverse con más fuerza, pretextando que tenía que soportar el
peso de ambas. Su miembro, oculto bajo la gruesa colcha, se levantó más y más
entre las piernecitas, y así fue como alcanzó el orgasmo, de una intensidad que
raras veces había conocido, rindiéndose en la batalla que las chicas acababan
de ganar de una forma que jamás sospecharían.
En otra
ocasión, cuando acudieron a jugar con él, ocultó las manos bajo la colcha.
Después, levantó la ropa con el dedo índice y las desafió a que se lo
agarraran. Con gran entusiasmo, empezaron la caza del dedo, que desaparecía y
reaparecía en distintas partes de la cama, cogiéndolo firmemente. Al cabo de un
momento, no era el dedo, sino el pene lo que tomaban una y otra vez; tratando
de liberarlo, el Barón lograba que lo agarraran cada vez con más fuerza.
Desaparecía por entero bajo las cobijas, lo cogía con la mano y lo impulsaba
hacia arriba para que se lo volvieran a coger.
Fingió
ser un animal que pretendía agarrarlas y morderlas, y en ocasiones lo lograba
muy cerca de donde se proponía hacerlo, con gran placer por parte de las chicas.
También jugaron al escondite. El “animal” tenía que saltar sobre ellas desde
algún rincón oculto. Se escondió en el armario y se cubrió con ropa. Una de las
niñas abrió, y él pudo mirarla por debajo de su vestido. La agarró y la mordió,
jugueteando, en los muslos.
Tan
acalorados eran los juegos, tanta la confusión de la batalla y el abandono de
las chiquillas, que muy a menudo la mano del Barón iba a parar a los lugares
que él quería.
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