Fotografía de Vadim Stein |
Anaïs Nin
LA MUJER DEL VELO
Cierta vez, George fue a un bar sueco que le
agradaba, y se sentó en una mesa, dispuesto a pasar una velada de ocio. En la
mesa inmediata descubrió una pareja muy elegante y distinguida, el hombre
vestido con exquisita corrección y la mujer toda de negro, con un velo que
cubría su espléndido rostro y sus alhajas de colores brillantes. Ambos le
sonrieron. Apenas se hablaban, como si se conocieran tanto que no tuvieran
necesidad de palabras.
Los tres contemplaban la actividad del bar —parejas
bebiendo juntas, una mujer bebiendo sola, un hombre en busca de aventuras— y
los tres parecían estar pensando en lo mismo.
Al cabo de un rato, el hombre atildado inició
una conversación con George, que no desperdició la oportunidad de poder observar
a la mujer a sus anchas. La encontró aún más bella de lo que le había parecido.
Pero en el momento en que esperaba que ella se sumara a la conversación, dijo a
su compañero unas pocas palabras, que George no pudo captar, sonrió y se
marchó. George se quedó alicaído: se había esfumado el placer de aquella noche.
Por añadidura sólo tenía unos pocos dólares y no podía invitar al hombre a
beber con él, para descubrir, quizá, algo más acerca de la mujer. Para su
sorpresa, fue el hombre quien se volvió hacia él y dijo:
—¿Le importaría tomarse una copa conmigo?
George aceptó. Su conversación pasó de sus
experiencias en materia de hoteles en el sur de Francia al reconocimiento por
parte de George de que andaba muy mal de fondos. La respuesta del hombre dio a
entender que resultaba sumamente fácil conseguir dinero. No aclaró cómo e hizo
que George confesara un poco más.
George tenía en común con muchos hombres un
defecto: cuando estaba de buen humor le gustaba contar sus hazañas. Y así lo
hizo, empleando un lenguaje enrevesado. Insinuó que tan pronto ponía un pie en
la calle se le presentaba alguna aventura, y afirmó que nunca andaba escaso de
mujeres ni de noches interesantes.
Su compañero sonreía y escuchaba.
Cuando George hubo terminado de hablar, el
hombre dijo:
—Eso era lo que yo esperaba de usted desde el
momento en que lo vi. Es usted el hombre que estoy buscando. Me encuentro con
un problema tremendamente delicado. Algo único. Ignoro si ha tratado mucho con
mujeres difíciles y neuróticas. Pero a juzgar por lo que me ha contado diría
que no. Yo sí que he tenido relaciones con esa clase de mujeres. Tal vez las
atraigo. En este momento me encuentro en una situación complicada y no sé cómo
salir de ella. Necesito su ayuda. Dice usted que le hace falta dinero. Bien,
pues yo puedo sugerirle una manera más bien agradable de conseguirlo. Escúcheme
con atención: hay una mujer rica y bellísima; en realidad, perfecta. Podría ser
amada con devoción por quien ella quisiera y podría casarse con quien se le
antojara. Pero por cierto perverso accidente de su naturaleza, sólo gusta de lo
desconocido.
—¡A todo el mundo le gusta lo desconocido!
—objetó George, pensando inmediatamente en viajes, en encuentros inesperados,
en situaciones nuevas.
—No, no en ese sentido. Ella siente interés sólo
por hombres a los que nunca haya visto y a los que nunca vuelva a ver. Por un
hombre así hace cualquier cosa.
George rabiaba por preguntar si aquella mujer
era la que había estado sentada a la mesa con ellos. Pero no se atrevía. El
hombre parecía más bien molesto por tener que contar aquella historia pero, al
mismo tiempo, parecía sentir un extraño impulso a hacerlo.
—Debo velar por la felicidad de esa mujer
—continuó—. Lo daría todo por ella. He dedicado mi vida a satisfacer sus
caprichos.
—Comprendo —dijo George—. Yo sería capaz de
sentir lo mismo.
—Ahora —concluyó el elegante desconocido—, si
usted quiere venir conmigo, quizá pueda resolver sus dificultades financieras
por una semana y, de paso, satisfacer su deseo de aventuras.
George se ruborizó de placer. Abandonaron juntos
el bar. El hombre llamó un taxi y dio a George cincuenta dólares. Dijo que
tenía que vendarle los ojos para que no viera la casa ni la calle a la que
iban, puesto que nunca debía repetirse aquella experiencia.
George se hallaba presa de la mayor curiosidad,
con visiones obsesivas de la mujer que había conocido en el bar, evocando a
cada momento su espléndida boca y sus ojos brillantes tras el velo. Lo que le
había gustado en particular era el cabello; le agradaba el cabello espeso que
gravitaba sobre el rostro como una graciosa carga, olorosa y rica. Era una de
sus pasiones.
El trayecto no fue muy largo. Se sometió de buen
grado a todo el misterio. Para no llamar la atención del conductor ni del
portero, la venda le fue retirada de los ojos antes de apearse del taxi, pero
el desconocido había previsto astutamente que el fulgor de las luces de la
entrada cegaría a George por completo. No pudo ver nada, salvo luces brillantes
y espejos.
Fue conducido a uno de los interiores más
suntuosos que había visto en su vida, todo blanco y con espejos, plantas
exóticas, exquisito mobiliario tapizado de damasco, y una alfombra tan blanda
que no se oían sus pisadas. Se le condujo por una habitación tras otra, todas
de tonos distintos, con espejos, de tal modo que perdió por completo el sentido
de la perspectiva. Por fin llegaron al último cuarto, George enmudeció por la
sorpresa.
Estaba en un dormitorio con una cama con dosel,
puesta sobre un estrado. Había pieles por el suelo, vaporosas y blancas
cortinas en las ventanas, y espejos, más espejos. Le satisfacía poder producir
tantas repeticiones de sí mismo, infinitas reproducciones de un hombre apuesto
a quien el misterio de la situación había conferido un fulgor de expectación y
viveza que nunca había conocido. ¿Qué significaba aquello? No tuvo tiempo de
preguntárselo.
La mujer del bar entró en la habitación, y nada
más aparecer, el hombre que había conducido a George a aquel lugar se
desvaneció.
Se había cambiado de vestido. Llevaba una llamativa
túnica de raso que dejaba al descubierto sus hombros y quedaba sostenida por un
volante fruncido. George experimentó el deseo de que, a un gesto suyo, el
vestido cayera, se deslizara como una reluciente vaina y dejara aparecer su
piel brillante, luminosa y tan suave al tacto como el raso.
Tuvo que contenerse. Aún no podía creer que
aquella hermosa mujer estuviera ofreciéndose a él, un completo extraño.
Llegó a sentirse tímido. ¿Qué esperaba de él?
¿Cuál era su propósito? ¿Acaso tenía un deseo insatisfecho?
Disponía de una sola noche para ofrecerle todos
sus dones de amante. Nunca volvería a verla. ¿Daría tal vez con el secreto de
su naturaleza y la poseería en más de una ocasión? Se preguntaba cuántos
habrían ido a aquella habitación.
Era extraordinariamente hermosa, con algo de
raso y terciopelo en su persona. Sus ojos eran obscuros y húmedos, su boca
refulgía, su piel reflejaba la luz. Su cuerpo, perfectamente proporcionado,
combinaba las líneas incisivas de una mujer delgada y una provocativa madurez.
Tenía cintura estrecha, lo que realzaba la
prominencia de sus senos. Su espalda era la de una bailarina, y cada ondulación
ponía de manifiesto la opulencia de sus caderas. Sonreía. Su boca,
entreabierta, era delicada y plena. George se le acercó y apoyó sus labios en
aquellos hombros desnudos. Nada podía ser más suave que su piel. ¡Qué tentación
de tirar del frágil vestido desde esos hombros y dejar al descubierto los
pechos, tensos bajo el raso! ¡Qué tentación de desnudarla inmediatamente!
Pero George sintió que aquella mujer no podía
ser tratada de manera tan sumaria, que requería sutileza y habilidad. Nunca
había meditado tanto cada uno de sus gestos, nunca les había conferido tanto
sentido artístico. Parecía decidido a un largo asedio, y como ella no daba
señales de urgencia, se demoró sobre los hombros desnudos, inhalando el tenue y
maravilloso olor que desprendía aquel cuerpo.
Hubiera podido tomarla allí y en aquel momento,
tan poderoso era el encanto que exhalaba, pero primero quería que ella hiciera una
señal, que se mostrara activa, y no blanda y flexible como la cera bajo sus
dedos.
La mujer parecía sorprendentemente fría y dócil,
como si no sintiera nada. No había un solo estremecimiento en su piel; su boca
se había abierto, dispuesta a besar, pero no respondía.
Permanecieron de pie junto a la cama, sin
hablar. George recorrió con sus manos las satinadas curvas de aquel cuerpo,
como para familiarizarse con él. Ella se mantuvo inmóvil. A medida que la
besaba y la acariciaba, George se dejó caer lentamente de rodillas. Sus dedos
advirtieron la desnudez bajo el vestido. La condujo a la cama; ella se sentó.
George le quitó las zapatillas y le sostuvo los pies entre sus manos.
Le sonrió, cariñosa e invitadora. El le besó los
pies, y sus manos se introdujeron bajo los pliegues del largo vestido y
remontaron las suaves piernas hasta los muslos.
Abandonó sus pies a las manos de George, que
ahora los mantenía apretados contra su pecho, mientras sus manos acariciaban
las piernas. Si la piel era fina en ellas, ¿qué no sería cerca del sexo, donde
siempre es más suave? Pero ella tenía los muslos apretados, y George no pudo
continuar su exploración. Se puso en pie y se inclinó para besarla. Ella se
recostó y, al echarse hacia atrás, sus piernas se abrieron ligeramente.
George le paseó las manos por todo el cuerpo,
como para inflamar hasta el último rincón con su contacto, acariciándola de
nuevo desde los hombros hasta los pies antes de intentar deslizar la mano entre
sus piernas, que se abrieron un poco más, hasta permitirle llegar muy cerca del
sexo.
Los besos de George revolvieron el cabello de la
mujer; su vestido había resbalado de los hombros y descubría en parte los
senos. Se lo acabó de bajar con la boca, revelando los pechos que esperaba:
tentadores, turgentes y de la mas fina piel, con pezones rosados como los de
una adolescente.
Su complacencia le incitó casi a hacerle daño
para excitarla de alguna forma. Las caricias le afectaban a él, pero no a ella.
El dedo de George halló un sexo frío y suave, obediente, pero sin vibraciones.
George empezó a creer que el misterio de aquella
mujer radicaba en su incapacidad para ser excitada. Pero no era posible. Su
cuerpo prometía tanta sensualidad; la piel era tan sensible, tan plena su boca.
Era imposible que no pudiera gozar. Ahora la acariciaba sin pausa, como en
sueños, como si no tuviera prisa, aguardando a que la llama prendiera en ella.
Los espejos que los rodeaban repetían la imagen
de la mujer yacente, con el vestido caído de sus pechos, sus hermosos pies
descalzos colgando de la cama y sus piernas ligeramente separadas bajo la ropa.
Tenía que arrancarle el vestido del todo,
acostarse en la cama con ella y sentir su cuerpo entero contra el suyo. Empezó
a tirar del vestido y ella le ayudó. Su cuerpo emergió como el de Venus
surgiendo del mar. La levantó para que pudiera tenderse por completo en el
lecho y no dejó de besar todos los rincones de su piel.
Entonces sucedió algo extraño. Cuando se inclinó
para regalar sus ojos con la belleza de aquel sexo y su color sonrosado, ella
se estremeció, y George casi gritó de alegría.
—Quítate la ropa —murmuró ella.
Se desvistió. Desnudo, sabía cuál era su poder.
Se sentía mejor desnudo que vestido, pues había sido atleta, nadador,
excursionista y escalador. Supo que podía gustarle.
Ella le miró.
¿Se sentía complacida? Cuando se inclinó sobre
ella, ¿se mostró más receptiva? No podía afirmarlo. Ahora la deseaba tanto que
no podía aguardar más, quería tocarla con el extremo de su sexo, pero ella le
detuvo. Antes quería besar y acariciar aquel miembro. Se entregó a la tarea con
tal entusiasmo, que George se encontró con sus nalgas junto a la cara y en
condiciones de besarla y acariciarla a placer.
George fue presa del deseo de explorar y tocar
todos los rincones de aquel cuerpo. Separó la abertura del sexo con dos dedos y
regaló sus ojos con el fulgor de la piel, el delicado fluir de la miel y el
vello rizándose en torno a sus dedos. Su boca se tornó cada vez más ávida, como
si se hubiera convertido en un órgano sexual autónomo capaz de gozar tanto de
la mujer que si hubiera continuado lamiendo su carne hubiera alcanzado un
placer absolutamente desconocido. Cuando la mordió, experimentando una
sensación deliciosa, notó de nuevo que a ella la recorría un estremecimiento de
placer. La apartó de su miembro a la fuerza por miedo a que pudiera obtener
todo el placer limitándose a besarlo y a quedarse sin penetrarla. Era como si
el gusto de la carne los volviera a ambos hambrientos. Y ahora sus bocas se
mezclaban, buscándose las inquietas lenguas.
La sangre de la mujer ardía. Por fin, la
lentitud de George parecía haber conseguido algo. Sus ojos brillaban
intensamente y su boca no podía abandonar el cuerpo de su compañero. Entonces
la tomó, pues se le ofrecía abriéndose la vulva con sus adorables dedos, como
si ya no pudiera esperar más. Aun entonces suspendieron su placer, y ella
sintió a George con absoluta calma.
Pero al momento señaló el espejo y dijo riendo:
—Mira, parece como si no estuviéramos haciendo
el amor; como si yo estuviera sentada en tus rodillas, y tú, bribón, has estado
todo el tiempo dentro de mí, e incluso te estremeces. ¡Ah, no puedo soportar
más esta ficción de que no tengo nada dentro! Me está ardiendo. ¡Muévete ya,
muévete!
Se arrojó sobre él, de modo que pudiera girar en
torno al miembro erecto, y de esta danza erótica obtuvo un placer que la hizo
gritar. Al mismo tiempo, un relámpago de éxtasis estallaba en el cuerpo de
George.
Pese a la intensidad de su amor, cuando George
se marchó ella no le preguntó su nombre ni le pidió que volviera. Le dio un
ligero beso en sus labios, casi doloridos, y le despidió. Durante meses, el
recuerdo de aquella noche le obsesionó y no pudo repetir la experiencia con
ninguna otra mujer.
Un día se encontró con un amigo que acababa de
cobrar unos artículos y lo invitó a beber. Contó a George la increíble historia
de una escena de la que había sido testigo. Estaba gastándose pródigamente el
dinero en un bar, cuando un hombre muy distinguido se le acercó y le sugirió un
agradable pasatiempo: observar una magnífica escena de amor, y como el amigo de
George era un voyeur redomado, aceptó la sugerencia inmediatamente. Fue
conducido a una misteriosa casa, a un apartamento suntuoso, y recluido en una
habitación obscura desde donde pudo contemplar cómo una ninfómana hacía el amor
con un hombre especialmente dotado y potente.
A George le dio un vuelco el corazón.
—Descríbeme a esa mujer —pidió.
El amigo describió a la mujer con la que George
había hecho el amor, incluido el vestido de raso. Describió también la cama con
dosel, los espejos: todo. El amigo de George había pagado cien dólares por el
espectáculo, pero había valido la pena y había durado horas.
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