Bohumil Hrabal |
Piedad Bonnett
La
docta ignorancia de Hrabal
El malpensante No. 54
Mayo - Junio de 2004
Una
noche, cualquier noche solitaria del año 93, me decidí por fin a leer Trenes
rigurosamente vigilados. El libro se veía apetecible, con sus apenas cien
páginas, su letra cómoda, y aquel título sugestivo, y pensé que me bastarían
unas dos horas para despacharlo y saciar mi curiosidad: unos meses antes había
traído en mi carro hasta el norte de la ciudad a un muchacho llamado Juan José
de Narváez, a quien vi sólo aquella vez, y la recomendación que me hizo de
Bohumil Hrabal fue tan vehemente y bien argumentada que, en cuanto pude, fui a
una librería a averiguar qué obras suyas se conseguían. Me ofrecieron esa
novela corta, que se hizo famosa por la película de Jirí Menzel, premiada en
1967 con el Oscar a la mejor película extranjera. Pues bien, aquella noche no
sólo devoré aquel libro, llena de fascinación y asombro, sino que hice algo que
no he vuelto a hacer jamás: lo releí de un tirón en las horas siguientes, con
la convicción plena de que estaba haciendo un descubrimiento significativo.
Sabía ya, mientras leía, que no olvidaría nunca algunas de sus imágenes: ni al
jefe de estación, que pesa 100 kilos pero que baila con una suavidad
desconcertante, cubierto totalmente por sus amadas palomas mensajeras, ni a la
seducida Zdenicka, que muestra a la policía el trasero estampado de sellos, ni
al joven soldado moribundo que mueve sus piernas como si aún corriera. Supe
también que su forma de narrar, llena del encanto y la frescura de los mejores
narradores orales, iba a aportarle mucho a mi propia escritura.
Seducida, pues, quise saber todo sobre aquel
escritor checo, del que sólo se informaba en la solapa que nació en una ciudad
de nombre impronunciable, Brno, el 28 de marzo de 1914 —es decir, hace
exactamente noventa años—, y que fue “oficinista, ferroviario, viajante de
comercio, obrero siderúrgico, jornalero y tramoyista” antes de dedicarse a la
literatura. La lectura de sus numerosas obras, todas con un trasfondo
autobiográfico, algunas entrevistas, y el libro sobre su vida y obra, escrito
por Monika Zgustová, su traductora, me han servido después para dar forma a un
Hrabal más definido: por un lado, el hijo natural, criado por sus abuelos, que
hace de su tío Pepin personaje de muchas de sus novelas, y que una vez
clausurada la universidad por los alemanes, abandona sus estudios de derecho y
se dedica a los más diversos oficios; el autor vetado por la censura comunista
durante años, que luego encontramos, siempre humilde y un tanto rudo, en
fotografías que lo muestran al lado de Mitterrand, de Warhol, de Bill Clinton o
de Antoni Tàpies. Y por otro, el Hrabal más entrañable: el mal estudiante, el
tímido, la víctima eterna de una “culpa metafísica” (como Kafka), el que
descubre la literatura a través de un poema de Ungaretti, el que toca el piano,
adora la música y la pintura, el que atraviesa países enteros en bicicleta,
escribe sus novelas sobre el tejado porque ama el sol por sobre todas las cosas
y disfruta más que nada de las cervecerías, adonde va todas las noches a beber
y a escuchar a la gente corriente, la que más le interesaba. Un hombre tierno,
libre de todo esnobismo y todo deseo de poder, que alguna vez, según nos
cuenta, dio gracias a Dios cuando comprobó que el que lo esperaba a la puerta
de su casa era un policía y no un maestro para invitarlo a una tertulia.
En algunas de las fotografías publicadas vemos a un
niño gracioso o a un joven apuesto que mira a la cámara con coquetería. Pero en
la mayor parte de las solapas aparece un Hrabal ya anciano, con una barbilla
afilada, pómulos salientes y cabeza redonda como un bombillo. Sus ojillos
maliciosos y muy claros y la boca menuda, surcada de arrugas, hacen que muchos
hablen de su cara de gato. A mí me gusta ese rostro de viejo, a la vez sabio y
escéptico, porque me remite a Hanta, el personaje de la novela suya que más
aprecio, Una soledad demasiado ruidosa, escrita en 1976, a la edad de 62
años. “He vivido sólo para escribir este libro”, ha dicho Hrabal. “A
causa de la Soledad ruidosa sigo viviendo, gracias a ella he aplazado mi
muerte”.
Los temas
del tiempo y la vejez están en el corazón de esta pequeña obra maestra que
tiene como protagonista a Hanta, un viejo borracho y desastrado que prensa
papel viejo en un sótano nauseabundo, muy cerca de las cloacas por donde corren
y batallan legiones de ratas. A fuerza de estar en contacto con los libros que
allí arrojan, el protagonista descubre que “es culto a pesar de sí mismo” y que
aquel trabajo ha dado sentido a su existencia, pues le permite crear belleza:
cada bala que arma tiene en su centro un libro de Schiller, de Nietzsche, de
Séneca, o está envuelta en una reproducción de Rembrandt, de Rubens o de
Cézanne. “Yo soy al mismo tiempo el artista y el único espectador —dice Hanta—,
y por eso cada día termino rendido y muerto de cansancio, agotado y trastornado
y, para moderar y disminuir ese terrible desgaste de mí mismo, me tomo una
jarra de cerveza tras otra y por el camino de la taberna Husensky tengo tiempo
suficiente para meditar y soñar con el aspecto, con la belleza de mi próxima
bala de papel”.
Allí, entre moscas zumbonas y ratoncitos, se le
aparecen al personaje, en un delirio ebrio, el joven Jesucristo, “un
romántico”, “un campeón de tenis que acababa de ganar Wimbledon”, y Lao Tsé, un
anciano “abandonado por las glándulas”, que busca con serenidad una buena tumba
para su regressus ad originem. En la contraposición dialéctica de los
contrarios, Hrabal-Hanta pareciera identificarse con este último, con su docta
ignorancia. La misma que le permite escoger, cuando es obligado a prensar papel
blanco, vacío de sentido, la misma muerte de Séneca, consciente de que va allí,
al otro lado, para “saciar mi curiosidad”.
Ya para Trenes rigurosamente vigilados se
había valido Hrabal de los recuerdos de los tiempos en que trabajaba en la
estación de ferrocarriles de Nymburk. Para escribir Una soledad demasiado
ruidosa utilizó, en cambio, su experiencia como empleado en un depósito de
papel viejo situado en la calle Spálená de Praga. Pero de los muchos oficios
que debió desempeñar, uno lo marcó especialmente: de 1949 a 1954 fue obrero en
los altos hornos Martin, en una fábrica siderúrgica en la ciudad industrial de
Kladno. Allí, a manera de castigo, trabajaban con él antiguos profesores
universitarios, hombres de empresa, científicos, rechazados por el nuevo régimen.
A estos seres marginados, que aparecen también en las novelas de Kundera —y por
medio de los cuales se denuncia el totalitarismo comunista—, los llamó Hrabal
en Una soledad demasiado ruidosa, “ángeles caídos”: “Mis mejores amigos
—dice Hanta— son los que limpian las cloacas, dos académicos que aprovechan los
conocimientos de su trabajo para escribir un libro sobre las cloacas y las
alcantarillas de Praga, ellos me han contado que los excrementos que fluyen
hacia las depuradoras de Podbaba son diferentes los domingos y los lunes, que
cada día laboral tiene su idiosincrasia, y que estudiando la porquería se puede
llegar a establecer un gráfico que define el flujo de los excrementos, y según
la cantidad de preservativos se puede precisar en qué barrios de Praga la gente
es más activa sexualmente y en cuáles lo es menos...”.
La experiencia que recrea Hrabal es, pues, tanto
personal como histórica: en algunos de sus relatos está presente la historia
checa, con sus escritores Capek, Halas, Vancura, y sus héroes y sus verdugos:
desde Jan Hus hasta Dubcek, pasando por Masaryk, la horrible invasión alemana y
la paulatina estalinización del Partido Comunista. Es en Yo que he servido
al rey de Inglaterra, sin embargo, donde la tragedia de la guerra está
pintada con tintes más dramáticos, si bien matizados por un agudo humor negro y
una implacable ironía. El pequeño camarero que hace de protagonista en la
novela termina por servir en los hoteles de los alemanes: en el primero de
ellos, las rubias mujeres arias que han sido embarazadas por hombres del
ejército del Tercer Reich nadan en piscinas transparentes y beben vasos de
leche esperando que nazca el esperado “hombre nuevo”. En el otro, los hombres
que van a la guerra pasan la última noche de amor con sus amadas. Luego el
personaje los volverá a ver bañándose en el río, cientos de hombres mutilados,
nadando lentamente, pues “les faltaba una pierna, o las dos desde las rodillas,
algunos no tenían piernas, quedaban sólo los torsos, movían las manos en el
agua como ranas...”.
En estos escenarios pinta Hrabal a sus
protagonistas, que son, por lo general, personas del montón, a veces, incluso,
seres aparentemente insignificantes: hombres que enrojecen cuando los mira una
mujer, que tartamudean y tropiezan, capaces de ternura y, mal que bien, de
reflexión sobre sí mismos. Todos estos personajes tienen un fondo autobiográfico,
pero en Bodas en casa esto es llevado hasta el extremo: Hrabal se pinta
a sí mismo y cuenta muchas peripecias de su propia vida desde la perspectiva de
su mujer, recurso que le permite, tomando distancia, retratarse con crueldad,
ternura, humor, a la vez que rendirle un homenaje a su esposa mientras la
caracteriza.
“Presten
atención a lo que voy a contarles ahora”: así comienza Yo que he servido al
rey de Inglaterra, dejándonos entrever que su prosa va a estar determinada
por el tono del relato oral. “Cháchara de cervecería” llamó Václav Cerný a sus
escritos; de “verborrea de taberna” los calificó Emanuel Frynta. Y es que sus
narradores hablan con la imaginación, la gracia, la recursividad expresiva y la
libertad de ciertos personajes salidos de la entraña popular; tal vez la de
aquellos contertulios de las cervecerías praguenses a los que Hrabal iba a oír
silenciosamente, noche a noche, o la del tío Pepin, personaje extravagante que
hilaba una cosa con otra con gran ingenio y sabiduría.
Adivinamos en sus textos la influencia de Céline,
uno de sus autores favoritos, y la desmesura de otro de sus autores de culto:
Rabelais. “Sabe decir las cosas más groseras como un verdadero amante— dice de
Hrabal el escritor Jiri Kolar—, de modo que en sus labios las palabras más
fuertes no resultan nunca vulgares”. La manera en que sus personajes hablan nos
hace siempre sonreír: abundan la digresión, la anécdota, la reflexión
lapidaria, y por supuesto, como en los relatos de Rulfo —quien también trató de
llegar al fondo de personajes sencillos, rústicos—, mucha, mucha poesía.
Cuenta la biógrafa de Hrabal, Monika Zgustová, que
el escritor tenía gran afición a las películas grotescas. Y grotesco es el
humor único de su narrativa; el que lo lleva a mostrar a Hanta raspando con una
espátula los restos de su tío, que ha muerto en pleno verano y se ha desleído
como “un queso camembert”; a la hermosa Maruja, que ha untado de excrementos
las puntas de sus trenzas en la letrina, salpicando sin darse cuenta a los
demás mientras gira en brazos de su enamorado; o, en Personajes en un
paisaje de infancia, a los convidados a la matanza de un cerdo, ebrios,
jugando a echarse la sangre del animal entre carcajadas jubilosas que terminan
por producirles llanto. “Soy anfibio, vivo en dos casas al mismo tiempo —dice
Hrabal—. La risa rabelaisiana, el llanto heraclitiano. Y es que... el gran SÍ y
el gran NO van juntos”.
La
desmesura invade, pues, sus relatos, llevándolos al borde de lo que en estas
latitudes hemos llamado realismo mágico, hasta el punto de encontrarnos en el
centro mismo de Yo que he servido al rey de Inglaterra con un enorme
camello relleno que un batallón ha asado para homenajear al embajador de
Abisinia, Hailie Selassie, y “en cada porción siempre había un trozo de camello
y de antílope, y en el antílope de pavo, y en el pavo, pescado y relleno y
guirnaldas asadas de huevos hervidos...”.
La narrativa de Hrabal, a pesar de la sencillez de
su lenguaje, nos conecta con lo profuso, lo múltiple y fragmentado. En las
conversaciones con sus críticos el escritor repite que trabajaba con “tijeras
en mano”, para armar textos con “recortes de realidad”. Influido como estuvo
por las vanguardias europeas, se dejó tocar por las técnicas asociativas del
surrealismo, por los métodos del psicoanálisis, y por el “action painting” de
Pollock, que lo llevaron a una escritura-río, catarata verbal con un fondo de
escritura automática que, domada por la racionalidad, resulta de gran capacidad
expresiva. “Me esfuerzo por alcanzar un profundo inconsciente trasladando todas
esas cosas al subconsciente y sólo después intento iluminar mi vida pasada
desde una clara conciencia, lo hago para salvarme, para curarme con su
explicación, curarme y cicatrizarme poco a poco”, escribe en su libro Quién
soy yo, suerte de texto-collage donde reflexiona, narra, cita, en fin, da
cuenta de sí mismo de manera fragmentada pero significativa.
Alguien dijo que los escritores jóvenes imitan y
los maduros roban. Hrabal se declara a sí mismo “... un ladrón de cadáveres, un
profanador de nobles sarcófagos”, y confiesa haber saqueado a Céline, a
Ungaretti, a Camus, a Erasmo de Rotterdam y a muchos más. Como Borges, el
escritor checo pensaba que todo intento de innovar es vano; como Hanta, su
personaje, que el cerebro es “un fajo de pensamientos prensados” y que esos
pensamientos, cuando son verdaderos, provienen siempre del exterior. Él, como
tantos autores de primera, no tenía el miedo a las influencias de que habla
Harold Bloom.
En febrero de 1997 Bohumil Hrabal murió al caer del
quinto piso del hospital donde se recuperaba de una enfermedad que no parecía
grave, mientras daba de comer a las palomas en la ventana. Su larga vida le
había permitido escribir casi veinte libros, y publicarlos casi todos a pesar
de la censura, que tantas veces lo silenció o mutiló. Sabemos que no temía a la
muerte, que como Hanta sabía con Lao Tsé que “nacer es salir y morir es
entrar”, que el progressus ad originem es el regressus ad futurum.
“Ya no evito nada que sea mortalmente peligroso, ignoro todo peligro, he
perdido el miedo. Sólo deseo habitar en la no libertad de la luz”, escribió
alguna vez, cuando ya era viejo, y probablemente había logrado la sabiduría que
tanto buscó a través de sus personajes. La misma que lo hizo escribir, pensando
en el cielo estrellado y la conciencia moral de que hablara Kant, pero también
en el Tao te king: “El cielo no es humano, y el hombre que piensa
tampoco lo es”.
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