Monika Zgustová
El País, 21/07/2007
El autor de títulos como Una soledad demasiado ruidosa es uno de los escritores checos más singulares de la Europa del siglo pasado. La revisión de su obra, una década después de su muerte, realza el acierto de su mirada sobre el alma de una centuria ruinosa para la humanidad. Bohumil Hrabal buscó el arte en la decadencia, la marginación, la dejadez, la derrota y en la miseria urbana visual y verbal en que el hombre había convertido al hombre.
Hace diez años que Bohumil Hrabal (1914-1997) sorprendió a decenas de miles de lectores en toda Europa con su insondable muerte: ¿se cayó casualmente por la ventana mientras daba de comer a los pájaros, como lo quisieron las primeras noticias sobre el asunto, o se suicidó? Hoy ya sabemos que, con toda probabilidad, Hrabal abandonó la vida por voluntad propia. Ahora, diez años más tarde, Hrabal sigue siendo un escritor de culto; ninguno de sus lectores puede resistirse a la magia de su narración en primera persona y al atractivo de sus personajes inauditos, estrafalarios, originales, esos quijotes de la cotidianidad, provenientes de las fábricas y las cervecerías.
Sabía que no tenía que escribir como las llamadas personas correctas, debía transgredir convenciones y tabúes.
Para Hrabal, la gran literatura universal tiene la tendencia a acercarse al "vertedero de la época": el protagonista, cuanto más baja en la escala social, más gana en carga eléctrica. Según el autor checo, en una época en la que el cielo se había derrumbado y la humanidad sólo dependía de sí misma, el arte y la literatura habían bajado al nivel de la gente corriente y de los marginados. Y por ello, la Praga golpeada por la ocupación nazi y por la Segunda Guerra Mundial, y sometida al comunismo, era el escenario ideal.
Hrabal, que vivió el siglo XX de lleno y se apoderó de su estética y de sus grandes contradicciones, deambulaba por la Praga de los cincuenta y sesenta, y le parecía que todo lo que veía existía para iluminarle: cada peatón derrotado era para él una piedra preciosa, cada persiana rota, cada montón de chatarra y los trastos viejos que flotaban mansos sobre el Moldava eran para él el más bello assemblage. Caminaba por Praga y devoraba con la vista las decenas de torres con su pintura desconchada y los centenares de casas cubiertas de oxidados andamios de pies a cabeza... En sus estrechas callejuelas se daba cuenta de por qué la miseria urbana había inspirado a Rimbaud y a Baudelaire, de por qué Lautréamont había inventado la metáfora de lo que para él representaba la belleza: el encuentro insólito de una máquina de coser con un paraguas sobre la mesa de operaciones. Erraba por Praga y le deslumbraban todos esos assemblages y collages y montajes, que habían creado en las calles de la capital checa por error y por dejadez y que podrían considerarse un azar objetivo, capaz de evocar un poema simultáneo, e hizo suya esa estética, tan propia de la segunda mitad del siglo XX, en una apuesta muy cercana a la que, en el ámbito de la pintura, haría en España Antoni Tàpies, a quien Hrabal admiraba.
Se fijaba en los multifacéticos aspectos de aquel desorden no sin estilo para intentar darle forma, al llegar a su casa, a través de la corriente horizontal del hablar vivo, en fragmentos que expresaban el trueno de la calle y el ruido de las muchas soledades que aprendía en los monólogos escuchados cotidianamente en las cervecerías de Praga. Así nacieron los embriones de sus grandes novelas, como Yo que he servido al rey de Inglaterra, Una soledad demasiado ruidosa o Bodas en casa.
Aunque con la publicación de cada libro adelgazaba varios kilos, porque cada vez le asaltaba la mala conciencia de haber insultado o indignado a alguien, Hrabal sabía que tenía que escribir sobre la gente que no hablaba como las llamadas personas correctas, que debía emplear el argot y los vulgarismos y transgredir las convenciones y los tabúes: sabía que debía provocar y luego beber hasta la última gota el cáliz del sufrimiento. Hrabal siempre intentaba robar el fuego, violar las prohibiciones y así crearse a sí mismo y a su obra; sólo así su firmamento podía quedar apaciguado.
Bohumil Hrabal, uno de los autores europeos del siglo XX más lúcido y brillante, en sus textos procuró dejar en segundo término el brillo del intelecto para intentar captar la vivencia y, a través de ella, igualarse al polvo en el que se iba a convertir. Su obra es el testimonio de ello.
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