Fotografía de Christian Weiss |
Piedad Bonnett
VIVIR CON MIEDO
Bogotá, El
Espectador, 3 de junio de 2012
El atentado contra Fernando Londoño revivió los tiempos de Pablo Escobar,
cuando los estallidos de las bombas nos mantenían en permanente zozobra.
El terrorismo es, sin
duda, el Gran Miedo del mundo moderno, pero en Colombia, país en guerra
permanente, el atentado es apenas un temor más. Los colombianos convivimos
desde hace décadas con el miedo: teme el campesino, acorralado entre dos
fuegos; teme el soldado, expuesto a las minas y a las emboscadas; y también
debe sentir temor el guerrillero, muchas veces reclutado a la fuerza, cada vez
que combate. El miedo persigue también al comerciante extorsionado, al
periodista y al líder de tierras que reciben amenazas, al sindicalista que ha
visto caer a sus colegas, al desplazado que llega a la ciudad a vivir la
incertidumbre del día a día o que regresa a su tierra, perseguido por los
recuerdos del éxodo violento, y a las mujeres que son objeto de la violencia
masculina.
Hay otro miedo, sin
embargo, que sin provenir de estas formas extremas de violencia, mina el
espíritu de las gentes de manera silenciosa: el que se vive a diario en Bogotá
y en otras de nuestras caóticas ciudades en razón de la inseguridad cotidiana.
Estamos tan familiarizados con el miedo, que a menudo no lo registramos como
tal o creemos que es natural movernos a instancias suya, y llenamos nuestras
rutinas de pequeñas estrategias de supervivencia que sin darnos cuenta
empobrecen nuestro nivel de vida.
Un pequeño balance de
los esguinces de los bogotanos nos revela hasta que nivel de absurdo podemos
llegar obligados por la delincuencia, y cómo nuestras costumbres van siendo
moldeadas por su tácita amenaza: a ciertas horas, muchos prefieren enfrentar
los peligros del tráfico que exponerse a un atraco por atravesar un puente
peatonal. Con humor negro lo señalaba hace algún tiempo un graffiti de los
estudiantes de la Universidad Distrital: “Por debajo nos matan, por arriba nos
atracan”. La desconfianza cunde: los taxistas, sobre todo en horas de la noche,
examinan con suspicacia al posible pasajero, y este prefiere pedir el servicio
por teléfono, pero como hay momentos –cada vez más frecuentes– en que éste
falla, aborda el taxi en la calle con desconfianza, y no precisamente por
paranoia: un informe de prensa del 26 de febrero daba cuenta de los casos de
paseo millonario con titulares horripilantes: “Me cortaron el paladar y las
amígdalas”, “Estaba escondido en la silla del copiloto”, “Me amenazaba con
desfigurarme la cara”. El que va en Trasmilenio tampoco está muy relajado que
digamos, pues como todos sabemos, vive plagado de ladrones; el que va a pie, si
habla por celular, mejor lo aprieta contra la oreja, no sea que se lo
arranquen; y el que maneja su automóvil a altas horas de la noche, no para del
todo en los semáforos para que no lo atraquen o le arranquen los espejos; y si
es una señora, seguro que pondrá la cartera debajo del asiento del chofer,
previendo que le rompan el vidrio para llevársela. O, como me contaron que
ahora se usa, llevará otra a la vista, vieja y vacía, por si acaso. Ah, y en
los restaurantes, si se la roban por haberla colgado del espaldar de la silla,
será por bruta, porque eso no se hace: para eso hay ganchos debajo de las
mesas.
Tal será la convivencia cotidiana con
la amenaza que nadie se inmutó cuando un alto funcionario de la policía, a raíz
del asalto a los caminantes matutinos de la ruta de la quebrada La Vieja, dio a
las víctimas un sabio consejo: que de ahora en adelante no lleven consigo ni
celular, ni dinero, ni joyas, para que no haya que robarles. ¡Se le olvidó
decir que tampoco lleven zapatos!
http://www.elespectador.com/opinion/columna-350526-vivir-miedoLea, además, Bogotá de ladrones, de Triunfo Arciniegas
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