sábado, 16 de julio de 2011

Hugo Chávez / La hora final

La calavera
Chíchira, 2008
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Pompeyo Márquez
¿SERÁ LA HORA FINAL
DEL PRESIDENTE CHÁVEZ?
El Tiempo, 16 de julio de 2011, 12:50 a.m.
Pompeyo Márquez, ex guerrillero, fundador del Movimiento al Socialismo, del que salió en 1998, y una de las voces opositoras de Venezuela, habla de los cambios inusitados.

Chávez saluda a la muchedumbre en Caracas

Marx encontró una bella metáfora para referirse a ese proceso sociopolítico, cultural y económico que va tejiendo nuevos escenarios históricos, casi siempre a redropelo de la voluntad de los hombres y a veces, incluso, contra su expresa voluntad. Lo llamó "el viejo topo". Y al trabajo que realiza en el subsuelo de la conciencia colectiva hasta derrumbar todas las falsas certidumbres para permitir el nacimiento de una nueva sociedad lo llamó "su trabajo de zapa". Súbitamente y de la manera más insólita, pues nadie se lo había siquiera imaginado, el viejo topo hace su trabajo de zapa bajo el resquebrajado cuero seco de esta Venezuela petrolera.
La razón clama a los cielos: Chávez está enfermo. Y no de cualquier minucia propia de personajes estresados -empresarios, artistas, periodistas, productores de televisión, políticos derrotados y jugadores de bolsa- tales como una gastritis, colon irritable, mareos súbitos, torsiones musculares, obesidad y desmayos causados por la acumulación de acosos existenciales. De ninguna manera. Chávez padece de cáncer. Por ahora -se deduce de las informaciones que, traspasando el espeso muro del secretismo propio de regímenes totalitarios, han llegado a los medios nacionales e internacionales- no padece de un cáncer terminal y devastador, como los que suelen llevarse a los simples mortales en pocos días con la silbante ráfaga de un guadañazo. Pero cáncer es cáncer.
Nadie ha dicho que el cáncer de Chávez, supuestamente de próstata con algún nivel de metástasis en otros órganos vecinos -se habla del hígado y del páncreas, incluso de sus huesos-, se lo llevará al otro mundo de un día al otro. Conozco a muchos que han sobrevivido años y años con un cáncer, de los aviesos y traidores.
Pero al día de hoy, y a pesar de esa certidumbre, debemos reconocer que casi todos quienes sufren de cáncer se invalidan para las grandes aventuras psíquicas, físicas y corporales a las que se sentían llamados. En la inefable pantalla espiritual de sus vidas se asoma la persistente, la tenaz, la aviesa sombra de la más antigua, más amarga y más extenuante de las certidumbres: la de la inmediatez inevitable de la muerte. En esos casos, ese tenue velo de la eternidad con el que convivimos en la sana inconsciencia cotidiana se rasga como con un relámpago.
Esto le sucede cuando la llamada revolución bolivariana se derrumba a pedazos sin haber dejado a su paso una sola institución, una sola obra, una sola realidad imperecedera.
Como suele ocurrir con regímenes autocráticos sustentados en atributos absolutamente personales y azarosos del autócrata. La única que pudo sobrevivirle, la Constitución, ha sido envilecida, atropellada y ultrajada por sus mismos creadores.
En un país que siente animadversión congénita por el orden constitucional y se lo ha pasado pergeñando constituciones -ya van 27, mientras Estados Unidos tiene una con enmiendas e Inglaterra simplemente carece de ella- difícilmente le sobrevivirá más de algunos meses. La asamblea nacional -sea escrito en minúsculas, dada su bajeza- es infinitamente más venal, corrupta y despreciable que todas las que la precedieron en estos 200 años de vida legislativa. Incluso la de Cipriano Castro, sobre la que Rómulo Gallegos escupiera su juvenil y corajudo desprecio hace más de un siglo. Y el partido que se sacó de la manga en medio del aluvión social que lo arrastró al poder, el PSUV, se volverá escenario de una guerra a dentelladas por la herencia de los despojos. En suma: estos 13 años de despilfarro, desorden, odios, enfrentamientos y esperanzas yacen por los suelos. Tanto, que uno de sus más importantes artífices, el teniente Diosdado Cabello, se ve en la obligación de señalar que sin Chávez no queda, no quedaría, no quedará absolutamente nada. ¿Stalin exclamando que sin Lenin se acabó la revolución bolchevique? Imposible.
Aún así, haberse mantenido firmemente montado sobre el alebrestado cimarrón que lo respalda no es poco para un ágrafo teniente coronel al que en la academia militar menospreciaban sin miramientos apodándolo "el loco Chávez". Haber enfebrecido a un pueblo rebajado a pasto de sus ambiciones ha sido una proeza que pasará a la historia. Como también pasará el hecho insólito y condenable de no dejarle un techo, un pan, un abrigo, a pesar de haber contado en una década con la mayor fortuna jamás conocida en la historia de Venezuela desde su descubrimiento. Ni siquiera le entrega una auténtica nación en la que cobijarse. Solo un recuerdo vaporoso y difuso que el viento irá esparciendo en el olvido como el sueño de una larga, interminable, pesadillesca noche de verano. Pues todo lo que sobrevive en instituciones, en infraestructura, en desarrollo económico, cultural y social ha sido obra de los 40 años que lo precedieron. Y que el más feroz de los embates no ha podido terminar de destruir.
Es esencial que las élites lo comprendan y se preparen para actuar en concordancia: Venezuela, desde el 10 de junio del 2011, cuando se le operó en La Habana de un absceso pélvico producto de una prostatectomía, ya es otro país. Chávez no está muerto ni posiblemente lo estará en años. Le ha sucedido algo peor, porque es menos glorioso: se nos ha vuelto súbitamente inútil, obsoleto. Temeroso, frágil y quebradizo. Ya es tarde para parapetar de urgencia una nueva realidad pariendo de la noche a la mañana una revolución armada, socialista, bolchevique, heroica e impoluta como la que naciera en la Sierra Maestra y muriese a poco andar de un brutal totalitarismo caudillesco y autocrático. Tal como lo pretende Adán Chávez, patética y lamentable parodia de Raúl Castro, el comunista de la familia.
La oposición debe descifrar las claves de este nuevo país. Y observar con atención el estado de excepción que se agudiza tras este providencial suceso. Un atentado del destino ha fracturado las bases del poder caudillesco que sostenía la farsa revolucionaria. Desde luego, y visto en la gran perspectiva del poder y la historia, no se trata de mantener la ficción electoral sometiéndola al estrés del apuro y la precipitación.
          Se trata de asumir la responsabilidad del poder y asegurarle a la nación el futuro cuyas portones acaban de ser abiertos por el viejo topo. Lenin exigió en sus tesis de abril de 1917, cuando la parodia democrático burguesa intentaba gatear, "todo el poder a los sóviets".
Llegó la hora de exigir "todo el poder a la democracia" y proceder de inmediato al delicado montaje de la transición a la nueva Venezuela. Dios quiera que sea por medios electorales. Y que el fantasma del golpe de Estado que estará rondando las cabezas de los más afiebrados de entre los huérfanos de Chávez, última ratio de una revolución que se desbarranca, sea impedido por la sensatez de nuestras élites civiles y uniformadas. La patria lo demanda. La decisión está en nuestras manos.

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