EL REALISMO PESIMISTA
DE RAYMOND CARVER
América, bien sea mediante el cine, la radio, la televisión, la moda o a través de su avanzada tecnología, se ha promocionado a sí misma como una hermosa y glamurosa mujer, rica e inquieta, que puede colmar los sueños de cualquier mortal dispuesto a lanzarse a sus redes. Y se recrea de su esbelta figura con imágenes como las de La estatua de la Libertad , Central Park, La Séptima Avenida , La Casa Blanca de Washington o las cálidas playas de California. Pero, justo cuando estamos a punto de piropearla, aparece Raymond Carver y lo jode. Que no, nos dice, que de guapa nada; que tan sólo es una impostora, una artificial muñeca de plástico, con el pelo teñido y las caderas celulíticas; una maliciosa y frívola mujerzuela que no cumple nada de lo que promete. Y para ello no hace sino acompañarnos hasta la cocina de la realidad, donde se amontonan en el suelo todos sus trapos sucios.
Dotado de un apreciable escepticismo y resentimiento, el estadounidense Raymond Carver (1939-1988), cuentista y poeta, mediante una técnica escueta y directa, carente de adornos estilísticos (que la crítica ha calificado como minimalista), dibuja una gama de anónimos perdedores de una sociedad que parece haberse olvidado de ellos: desempleados, alcohólicos, divorciados, seres solitarios que van hacia la deriva y que no tienen otra cosa que hacer sino mirar la televisión…; eso son para mí, básicamente, los personajes de Carver: individuos que miran la televisión, evitando mirar a su propio interior y comprobar que no son más que sombras cargadas de desesperanza.
Su compatriota Henry Miller puso de manifiesto este pensamiento a través de toda su obra: odio a mi país. Sin bien Carver no suscribe textualmente en ningún momento esas palabras, de una manera subliminal nos describe a una sociedad que hace aguas una y otra vez (no creo tampoco que tuviese un sentimiento nacionalista muy arraigado). En él, sus mensajes son siempre tímidos, ariscos, hay que buscarlos (en eso se parece a Hemingway: practica la teoría de la omisión); pero una vez se familiariza uno con su estilo, acaban volviéndose de una transparencia cristalina.
Lo que más me llamó la atención al leer su primer libro de relatos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (corregido durante quince años antes de su publicación, el mismo que consiguió sacarle del anonimato y de las fauces del alcoholismo), al margen del tono apagado y lineal de sus narraciones, fueron sus finales. Y es que sus relatos, como la vida misma, carecen de finales propiamente dichos.
Pero sus narraciones, ¿son relatos o fotogramas? Yo me inclino por lo segundo: en ellos no ocurre nada; nada que se salga de lo cotidiano, se entiende. Carver se introduce en el interior de un hogar medio para tomar unas fotografías y contarnos sobre la marcha qué sentimientos dominan a sus habitantes. Por tanto, no hallaremos en su estilo el trinomio planteamiento, nudo y desenlace. A él no le interesa más que el interior, el alma herida de esos seres que buscan, quizá inconscientemente, un motivo para seguir viviendo. Para recrear ambientes tan grises, recurre a elementos como la tensión o la elipsis, empleando en sus narraciones el menor número posible de palabras; economía en el lenguaje, ése es su lema. No quiere sorprender al lector, quizá porque él mismo ya no se sorprenda de nada. Pretende ser imparcial, y reniega de cualquier tipo de doctrina moralista (algo que, desde mi punto de vista, le separa del norteamericano de origen armenio William Saroyan, con quien comparte ciertas afinidades literarias).
Chejov. Hay que hablar de Chejov al hablar de Carver, pues, no en vano, él mismo lo menciona como su maestro y, por tanto, su mayor foco de influencia. Admira a otros escritores como Hemingway, Tolstoi o Babel, pero no cabe duda de que es Antón Chejov el más cercano a él (o viceversa). Tres Rosas Amarillas, que da título a uno de sus cuatro libros de cuentos publicados en España, es una reconstrucción ficticia de los últimos momentos del escritor ruso, un emotivo homenaje que ha hecho historia en la literatura universal.
La diferencia entre Carver y Chejov es que este último, tan realista y escéptico como el primero, está dotado de un fino y mordaz sentido del humor (sobre todos en sus cuentos más cortos), que le ayuda a ridiculizar a la sociedad rusa de su tiempo. Carver es tan imparcial, tan fiel a su técnica de fotograma (como he mencionado antes) que parece no tomar partido ante nada o ante nadie: Eileen abandona a Carlyle y a sus hijos para escaparse con un profesor en “Fiebre”; en “Caballos en la niebla”, la esposa deja a su marido en plena noche después de toda una vida en común sin más aviso que una nota depositada sobre el escritorio; una madre obstaculiza la relación de su hijo con su esposa en “Cajas”… y bueno, podría seguir así, uno por uno, mencionando tantos y tantos conflictos sin que en ningún momento al lector se le insinúe quién es el culpable. Al fin y al cabo, son todos náufragos del mismo barco.
Los personajes de Chejov, sin embargo, unas veces ridículos, otras veces tiernos, ignorantes o despiadados, cobran vida propia, se mueven, nos hacen sonreír, fantasean, mienten, son arbitrarios; por ello, se me dibujan más reales y universales que los de Carver. Chejov, para mi gusto, es mejor escritor que su alumno norteamericano: el ruso, para bien o para mal, está respaldado por la iniciativa de sus propios personajes. Los de Carver, sumisos, aceptan su destino por poco halagüeño que sea.
Creo que fue Paco Umbral quien dijo que sólo robando de otro se aprende a escribir, y, por eso, la literatura está entre los delitos comunes. Carver sólo escribió cuatro libros de cuentos (Catedral, De qué hablamos cuando hablamos de amor, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? y Tres rosas amarillas). Al principio me pareció escaso material para un autor tan famoso (sobre todo en la época de los 80). Pero al empezar a leer con mayor dedicación a los cuentistas norteamericanos modernos, cambié de opinión. Cuántas y cuántas narraciones de escritores realistas le han tomado como modelo a la hora de escribir cuentos. Y es que la literatura norteamericana, como todas, está plagada de ladrones, y Carver es, quizá, uno de los más asaltados. No hay más que leer los relatos de Richard Fox (casualmente amigo de Carver), David Leavitt, Sam Shepard o Tobias Wolff para percatarnos de semejante delito. En España, sin ir más lejos, tenemos a Javier González y su primer libro de cuentos (Frigoríficos en Alaska), que a mí personalmente me agradó, y que representa un tributo al estilo carveriano.
Para hablar sobre su concepto de la vida, lo mejor es reproducir la opinión de su propio autor, en unas líneas rescatadas de su ensayo On writing: «Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre objetos vulgares utilizando un lenguaje coloquial, y dotar a esos objetos (una silla, unas persianas, un tenedor, una piedra, un anillo) con un inmenso, incluso asombroso, poder. Es posible escribir una línea de un aparentemente inofensivo diálogo, y transmitir un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector (el origen del placer artístico, como diría Nabokov). Ésa es la clase de la literatura que me interesa.
Curiosamente, esa definición de lo que para él es la literatura que le interesa, encaja dentro de lo comúnmente denominado minimalismo. Sin embargo, Carver no se cansó nunca de repetir que él no era minimalista. No le gustaba esa corriente, e incluso consideraba el término como algo peyorativo. El minimalismo, sin extendernos mucho, es un estilo literario que se caracteriza por narraciones muy breves, dominadas por la frase corta y el párrafo corto, con una puesta en escena mínima, pocos personajes, despreciando la acción, el movimiento, la intriga, la trama. Carver, aunque no lo reconozca, era minimalista. Me da la impresión de que en los últimos años de su vida renació en él un interés por modificar su estilo, probar cosas nuevas. Precisamente “Tres rosas amarillas” y el relato que le precede, “Caballos en la niebla”, destacan por desligarse ligeramente de sus anteriores trabajos. De hecho, poco antes de morir empezó a revisar todos sus textos. Él mismo confesó que el hecho de encontrarse en su mejor momento como escritor y como ser humano (sentimentalmente feliz junto a su mujer, la poetisa Tess Gallagher), y libre de esas trabas económicas que le habían asediado durante tantos años, le hacía ver la vida con cierto optimismo que no había tenido antes. Me da la impresión de que lo que le separa de otros escritores presuntamente malditos como Henry Miller, Bukowski o William Burroughs, es que Carver siempre aspiró a ser una persona normal, decente, por llamarlo de alguna manera. La pareja, el matrimonio, los inconvenientes de la convivencia entre seres queridos predominan en casi todos sus textos. Puede que el hecho de no haber conseguido durante tanto tiempo una estabilidad familiar (recordemos que se casó a los dieciséis años, un matrimonio abocado al fracaso desde el primer momento y que le empujó al alcohol) es lo que creó en él ese resentimiento interior que se tradujo en escepticismo ante la vida. ¿Y qué es lo que sí le une a escritores como los antes mencionados? Es un escritor autodidacto, en gran parte autobiográfico, ha sufrido en sus propias carnes la falsedad del sueño americano, reniega del romanticismo y, quizá lo más importante, ni siquiera al tomar un papel y lápiz consigue huir de sí mismo. En este grupo, cómo no, siempre habrá un hueco para el polémico y atroz escritor francés Louis Ferdinand Céline.
Desde luego la literatura de Carver no es para niños. El lector, confiado del tono triste aunque sereno, de la sencillez, de la ausencia de provocación, de su afición a lo cotidiano, es arrastrado, se deja convencer, olvida incluso que está leyendo, y acaba identificándose con esas límpidas imágenes de cruda realidad que todos hemos sufrido en algún momento de nuestra existencia. Quizá su realidad sólo abarca los matices oscuros (de ahí el término de realismo sucio), y prácticamente en ningún momento rezuma aquello de la vida es bella; pero seguramente esa inclinación hacia la negatividad es tan intencionada como necesaria (Carver pensaría que ya había en el mundo demasiados cuentos al estilo “Blancanieves y los siete enanitos”). No en vano, proclamaba que la literatura tenía que estar en directa conexión con la vida. La suya, según él, se dividía en dos etapas: la primera, caótica, marcada por la angustia de un matrimonio a la deriva, y por su alcoholismo (entre 1976 y 1977 fue hospitalizado cuatro veces por su adicción a la bebida), y una segunda etapa, ya como escritor consagrado, sereno ante el giro que habían tomado los acontecimientos. Así se pronunciaba al respecto: «En esta segunda etapa, la posterior a mi vida alcohólica, todavía mantengo cierta sensación de pesimismo.» Justo por ese pesimismo, repartido generosamente por toda su obra, decía yo que no es la suya una literatura para niños; a veces, incluso, me atrevería a decir, ni siquiera para un determinado tipo de adultos. Entonces, la pregunta ahora es: ¿es recomendable la lectura de Raymond Carver, autor de algunos de los mejores cuentos de la segunda década de este siglo? La respuesta es no; de hecho, no suelo recomendarlo a nadie; de la misma forma que no recomiendo la literatura de Dostoyevski, el cine de Woody Allen, la música de Van Morrison o un relajado paseo en soledad una noche de intensa lluvia; a no ser claro, está, que conceptúe a mi interlocutor como un humanista (algo, desde mi punto de vista, todavía menos recomendable).
Carver murió joven, no llegó a cumplir los cincuenta, víctima de un cáncer de pulmón. Pensaba, como supongo que le ocurre a todos aquéllos con inquietudes, que aún le faltaban muchas cosas por hacer. «Me quedan peces por pescar y poemas y cuentos que escribir», confesó poco antes de su muerte. Pero si es cierto lo que dijo a un entrevistador en 1978: «Tú no eres los personajes, pero los personajes son tú», no será muy difícil encontrarle en cualquiera de esos magistrales retazos de vida almacenados en forma de cuentos.
© Francisco J. Rodriguez Criado, 1998
© Francisco J. Rodriguez Criado, 1998
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