La playa donde surfeaba Deborah Kerr
Viaje a los veranos en que vimos a la estrella cabalgar las olas y la chica del anuncio de Terry se hizo carne
Yo vi a Deborah Kerr, pero como la memoria hace lo que quiere, pensé que en realidad se trataba de Kim Novak y no sé de dónde me saqué que vivía en Francia y venía a San Vicente porque no había playa mejor en el mundo. Para mí aquel arenal kilométrico azotado por el furioso embate del mar era como el edén. Pasaba las mañanas asaltando olas –unas por arriba, las más amenazantes buceándolas- y las tardes, pantalones cortos de espuma con camiseta de perlé, a la sombra de los plátanos en la plaza. Jugábamos los niños veraneantes con los de allí, aunque los odiábamos en secreto: no dormían siesta ni se marchaban en septiembre. Los foráneos ansiábamos andar a todas horas, como ellos, por los callejones con ropa tendida que subían al castillo, mirar a los pescadores remendar redes y vagar por los soportales mientras se asaban las sardinas a la parrilla y el abuelo, que conocía a todo el mundo, invitaba a chatos. Nuestra máxima aspiración era ir a la playa por la tarde, que por entonces, en la época que aquello era Santander, Castilla al Mar, no se estilaba.
Llegábamos a los tres meses de verano después de vomitar en el puerto de San Glorío, que rebasaba una carretera sin asfaltar. Volvíamos a tener náuseas al llegar, porque nos tapábamos los ojos y así nos emocionábamos más al descubrir en la última curva la ría imponente enmarcada en verde y la playa de las olas, y la de la bahía, y el faro y … Entrábamos en tromba al hotel Manila, un caserón de principios de siglo, en busca de la niña francesa que venía todos los años y de la gran habitación con vistas al mar. Trepábamos a los leones que flanqueaban la entrada, mientras nos besaban todos, qué tal el curso, ¿habéis aprobado? Y ya cuando nos plantábamos las chanclas, el verano olía a mantequilla y sabía a sal y a corbatas de Unquera.
Un día aterrizó en nuestro hotel una troupe elegante y atareada que acompañaba a una joven rubia. A todos los niños nos pareció una diosa, pero resulta que ya la habíamos visto por la tele, en el anuncio de Terry. Aquel en el que un señor con patillas toma una copa de balón y el coñac le hace soñar con una amazona a lomos de un caballo tordo cabalgando con las olas de fondo. Fue el primer spot televisivo que rompió en 1964 con la grisura de la publicidad de entonces, en la que, básicamente, las señoras les servían de todo a los señores. El fotógrafo Leopoldo Pomés, que pretendió reflejar a una mujer libre, le metió tanta carga erótica que la gente piensa que la modelo, la pintora de origen húngaro Margrit Cocsis, iba desnuda, cuando en realidad llevaba una camisola blanca.
El aparato catódico de mi infancia era un mueble que cuando abría sus puertas, literalmente, despertaba la magia de poder colarse en un submarino (Viaje al fondo del mar) o viajar a las estrellas (Perdidos en el espacio) todo en blanco y negro y con horario restringido. Estaba en casa de la abuela, o sea, el territorio comanche y no había nada más preciado. Anuncios incluidos.
Pues bien, recuerdo espiar a aquellos extraños en la fiesta que celebraron en una de las terrazas. Vestían de blanco, estaban muy bronceados y admiraban a la musa. En nuestro imaginario, aquella diosa extranjera cabalgaba por la mejor playa del mundo y el equipo estaba allí para inmortalizarla. Nunca sabré si eso ocurrió, pero da igual.
Es reportera de El País Semanal. Sus intereses profesionales giran en torno a los derechos sociales, la salud, el feminismo y la cultura. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora jefa de Madrid, Proyectos Especiales y Redes Sociales. Ejerció como médica antes de ingresar en el Máster de Periodismo de la UAM y EL PAÍS.
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