Aretha Franklin |
Aretha Franklin, la irrepetible voz del alma
Conocida como 'reina del soul', la prodigiosa cantante simbolizaba el esplendor de la música afroamericana en su cruzada de supervivencia, influencia y reconocimiento
Fernando Navarro
Madrid, 16 de agosto de 2018
De todas las extraordinarias dimensiones emocionales a las que lleva la música, ninguna llegó hasta donde llegaba Aretha Franklin. Cantó en su propia galaxia, con sus propias reglas de gravedad, con un estilo tan sofisticado y pasional que alumbró con la fuerza de una supernova todo un género como el soul, el estilo que más definió con su voz torrencial, pero no el único de todos en los que dejó su imborrable estela. Muerta a los 76 años en Detroit (Estados Unidos), la cantante estadounidense fue más que una vocalista prodigiosa: simbolizaba el esplendor de la música afroamericana en su cruzada de supervivencia, influencia y reconocimiento.
Nacida en marzo de 1942 en Memphis, Franklin se crio en un hogar fuera de lo común dentro de la sufrida comunidad negra de EE UU. Fue hija de una madre pianista y un padre predicador, el reverendo C. L. Franklin, un destacado líder baptista que llegó a ser una celebridad por sus contactos y sus sermones, que registró en discos que se vendieron por miles. La joven Aretha, que también tenía dos hermanas y dos hermanos, se mudó con cuatro años a Detroit y creció marcada por la solemne figura de su padre pastor, al que llamaban el Príncipe negro o El predicador de la voz de oro. Y, a diferencia de muchos cantantes de blues y jazz anteriores, también vivió con dinero y rodeada de comodidades, tanto que dispuso de un piano en casa, que aprendió a tocar por su cuenta, toda vez que su madre abandonó el hogar a consecuencia de los líos de faldas y el carácter severo del progenitor cuando Aretha apenas tenía seis años. Aunque su madre siguió siendo una persona presente en su vida hasta que murió cuatro años después, la cantante se vio acompañada de sus tías y Mahalia Jackson, la portentosa artista de góspel y amiga de la congregación del padre. Aquel hogar terminó por ser un fortín en Detroit, un lugar de encuentro de afroamericanos influyentes en el movimiento de los derechos civiles, como Martin Luther King Jr. y cantantes como Clara Ward, Sam Cooke y Jackie Wilson.
Movida por el ímpetu religioso de su padre, la voz de Aretha Franklin brotó en la grandeza del góspel. Era una niña cuando empalmaba las ceremonias festivas de los sábados noche con las misas de los domingos por la mañana. Fue en la iglesia donde dio rienda suelta a sus cuerdas vocales. Durante los días de esclavismo, la iglesia, más allá de creencias y supersticiones, fue un refugio para la comunidad negra, donde las canciones liberaban y apelaban al corazón. Ese espíritu de lugar inviolable frente a los desajustes seguía vigente en la segunda mitad del siglo XX en la Norteamérica segregacionista contra la que se rebelaron Rosa Parks, al no ceder su asiento, y el propio Luther King. Con su timbre dulcemente desgarrador y a las teclas del piano, Franklin reclamaba ese espacio espiritual. Apenas tenía 15 años cuando grabó sus primeras canciones y cantó con los Soul Stirrers y Sister Rosetta Tharpe.
Pese a su éxito en el góspel, no se quedó en la iglesia. A finales de los cincuenta, Sam Cooke consiguió llevar el legado afroamericano al universo del pop con composiciones como You Send Me. La joven cantante se fijó en ello. Sin la aprobación de su padre, Franklin quiso romper los mismos límites con tan sólo 18 años al firmar en 1960 por Columbia Records, el gigante discográfico de Nueva York donde fue apadrinada por John Hammond, el cazatalentos que años antes descubrió a Billie Holiday y Count Basie y que iba a tardar muy poco en dar a conocer a Bob Dylan. En palabras de Hammond: “Aquella chica estaba llamada a ser una gran estrella”. Debido a su talento vocal, Columbia veía en ella a otra carismática intérprete de jazz al estilo de Dinah Washington o Sarah Vaughan. De esta forma, álbumes como The Electrifying Aretha Franklin, The Tender, The Moving, The Swinging Aretha o Running Out Of Fools se grabaron bajo los patrones del jazz vocal de los cincuenta, impregnados del sabor nocturno y refinado del sonido de club. Aún sonando a veces teatral, Franklin facturó canciones imponentes, desplegando un sentimentalismo al alcance de muy pocos. No sólo demostró que sabía cantar con el mejor registro académico, sino que además dejaba ver una belleza natural intransferible.
Esa belleza, esa clave misteriosa del verdadero arte, se liberó como una explosión estelar al llegar en 1966 a Atlantic Records, la mayor discográfica independiente de EE UU. Su presidente, Ahmet Ertegun, y su mano derecha, el infalible productor Jerry Wexler, estaban en sintonía con la visión de Hammond sobre la artista. Pero veían algo más: comprendieron e hicieron comprender a Franklin que ella era su propio género musical, más allá de los rigores del jazz y elrhythm and blues. Rotas las cadenas de lo conocido y dejando atrás el American Songbook que había registrado en Columbia, la cantante exploró en un territorio nuevo. Como ya por entonces hacían pioneros como Sam Cooke, Ray Charles, Otis Redding y Solomon Burke, Franklin difundió con un desparpajo contagioso la nueva buena del soul, ese canto repleto de ritmo y efusividad, un órdago a grande de los negros al rock y el pop. De hecho, alcanzaban el mismo horizonte entusiasta dentro de la consolidada cultura juvenil. Acompañada de la excelente sección rítmica -formada por blancos- de los estudios FAME, la cantante hizo historia entre 1967 y 1968 con obras maestras como I Never Loved a Man the Way I Love You, Aretha Arrives, Lady Soul y Aretha Now. Aquellos cuatro discos definieron el soul en todo su énfasis y, por tanto, aquellas sesiones en Muscle Shoals son sencillamente uno de los pasajes más fascinantes de la historia de la música popular.
Su estrellato llegaba en plena contienda social. Su voz insumisa y su emoción a raudales eran emblemas del espíritu de los afroamericanos que miraban a los ojos a su destino, vibrante por las posibilidades reales de cambio en una nación que había sido racista desde su constitución y que había soportado una guerra civil por esta cuestión. El famoso dilema americano, formulado por el sociólogo Gunnar Myrdal en los cuarenta y que se preguntaba por la incapacidad de EE UU, país de inmigrantes, para asimilar a los descendientes de antiguos esclavos en su crisol de grupos étnicos, parecía quedar resuelto con el conciliador soul de Franklin, que llegó a eclipsar a Nina Simone, que, siendo más combativa políticamente con temas como Mississippi Goddamn, no alcanzó nunca sus cotas de éxito con himnos como Respect y Think. En 1968, a petición popular, cantóPrecious Lord en el funeral de Martin Luther King, confirmando el carácter simbólico de su figura en la historia norteamericana. En palabras del expresidente de EE UU, Barack Obama, un declarado admirador: “Capturaba la plenitud de la experiencia americana, desde lo más bajo hasta lo más alto. La posibilidad de reconciliación y trascendencia a través de las canciones”.
En lo alto de la cúspide, ya en los setenta, mientras el soul perdía terreno ante el funk y la música disco, no supo manejarse. Intentó regresar al góspel con discos menores, pero también se acentuaron algunos de sus problemas de personalidad, agravados por los maltratos sometidos por su marido, del que se terminó divorciando. Tal y como cuenta el reputado biógrafo David Ritz en su libro Respect: The Life of Aretha Franklin, texto que la cantante siempre rechazó, la ya conocida como reina del soul era emocionalmente muy frágil y llegó a sufrir alcoholismo y un trastorno de alimentación compulsiva mientras se mostraba como una controladora excesiva, a la que le duraban poco los managers y promotores, así como una mujer competitiva que apenas tenía relación con compañeras del oficio, llegando a expresar hostilidad ante Roberta Flack, Barbara Streisand o Whitney Houston. También tuvo problemas para reconocer su miedo a volar, lo que llevó a suspender conciertos a mitad de las giras y a no dejarse caer por Europa.
Más allá de álbumes navideños, directos, recopilatorios y ejercicios de estilo, en el último cuarto de siglo no hubo nada reseñable en su carrera. De hecho, hace un año había anunciado que dejaba de cantar en directo -las entradas para sus escasos conciertos en aforos selectos en Estados Unidos eran prohibitivas- mientras se esperaba la salida de su último disco en colaboración con Stevie Wonder, otro gigante del soul. Pero daba igual. Su aura en el paisaje musical norteamericano era incuestionable. Con versiones y referencias de todo tipo, los mundos del soul, el rock, el pop, el R&B e incluso el hip-hop le mostraban todavía su admiración mientras acaparaba los puestos más altos en la lista de los mejores vocalistas de la historia, junto a Frank Sinatra y Elvis Presley, el otro Rey,que murió también un 16 de agosto. Qué capricho del destino.
Nadie llegó hasta donde llegaba Aretha Franklin. La pureza de su canto, esa vibración con el corazón desparramado como galopando entre estrellas, empujaba a alcanzar la luna, a soñar despiertos, a vivir en otra dimensión. En su clímax, parecía que se abriesen las puertas del cielo, cuando simplemente se curaban todas las heridas. Era única. Era Aretha Franklin, la voz del alma.
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