lunes, 6 de enero de 2020

María Gainza / La luz negra / Falsificadores deslumbrantes



La luz negra: falsificadores deslumbrantes

La novela de María Gainza, entrega una mirada erudita y cómplice a las camarillas oscuras de los falsarios del arte.
Juan Manuel Vial
26 Ene 2019

María Gainza vuelve en su segunda novela al mundo del arte, centrándose de nuevo en la pintura, aunque de un modo muy diferente al de su celebrado debut en narrativa, El nervio óptico. Ahora, en La luz negra, la autora se sumerge en el siempre fascinante entorno de las obras falsificadas. Tres personajes, todas ellas mujeres, alimentan esta intriga con ribetes policiales. Al inicio, Gainza desvela el ámbito corrupto de las certificaciones artísticas, luego rescata la figura novelesca de la pintora Mariette Lydis, y, finalmente, aborda a la misteriosa Negra, una falsificadora mítica que tuvo su época de gloria en la bohemia bonaerense de los años 60.
Liberada de moralina o de tiquismiquis, propensa a la expresión de dichos que a veces funcionan como recurso humorístico, la narradora advierte al comienzo que las páginas que siguen están inspiradas en un pasaje de Moll Flanders, la novela de Defoe: “(…) cuando en Inglaterra sentenciaban a alguien a la horca, le daban la posibilidad de contar su crimen”. Los crímenes que la narradora se siente urgida a relatar están relacionados con el ámbito moroso y cultivado de las grandes falsificaciones. A fines de los años 90, joven y sin mucho más que hacer, M ingresa como empleada al Banco Ciudad, la oficina de tasación estatal más importante del país. Allí conoce a Enriqueta Macedo, “la perito autenticadora más reconocida del ambiente, una antigua gloria del mundo del arte”.
Macedo se convierte en mentora de la novata, quien, a poco andar, declara una admiración bastante convincente por su superiora: durante décadas, “la recta e inabordable” dama “había hecho pasar por auténticas obras falsas”. El trabajillo evidentemente le reportaba dinero, aunque su actuar no estaba motivado por la codicia, pues, en sus propias palabras, “levantaba la vara del arte: falsas, según ella, eran las obras de calidad discutible”. Macedo también introduce a la discípula en un círculo de falsificadores, artistas y bohemios que, si bien ya se ha extinguido, resulta exótico y atrayente.
Gainza sabe de lo que habla cuando habla de arte -las alusiones a los buenos pintores de diferentes épocas le aportan autoridad a la voz que narra-, pero ello no la faculta de inmediato, como por arte de magia, para orquestar con las debidas profundidades los blanquinegros esenciales de una novela ambiciosa. La opción de disminuir a la narradora ante la eminencia de los personajes raros que la obsesionan funciona, si bien hay un momento en el libro, sólo uno, en que la especificidad del oficio le tiende una trampa a la autora: la transcripción de un juicio por venta de cuadros falsos en 1966 es un capítulo prescindible.
Lo opuesto ocurre con el rescate de la figura y la obra de Mariette Lidys, una pintora austriaca que vivió en Argentina y retrató a la aristocracia porteña (y también a la santiaguina). El modo de presentar aspectos biográficos de Lidys, una mujer de vida turbulenta, a través de una subasta dolosa de sus bienes, viene a ser un recurso admirable. Así, el espectro de La luz negra se convierte en una protagonista digna de un espléndido desentierrro, sobre todo si consideramos que sus huesos fueron removidos, vaya saber uno adónde, del nicho 212 del cementerio Recoleta en el que se suponía que descansaban. “Lidys está sólo en sus dibujos y pinturas”, concluye al respecto la narradora, aunque tanto ella como nosotros sabemos que no es así, pues la mayor especialidad de la Negra fueron los Lidys. La búsqueda detectivesca y obsesiva de la Negra, “una falsificadora original, si tal cosa existe”, constituye la parte final de la novela.

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