sábado, 20 de julio de 2019

Natalia Ginzburg / “Las mujeres son una estirpe desgraciada e infeliz”


NATALIA GINZBURG
Ilustración de David Levine

Natalia Ginzburg
“Las mujeres son una estirpe desgraciada e infeliz”
Kevin Arias



09/07/2018
Nataliza Ginzburg escribió sobre el silencio, la mentira, el desengaño, el amor, el desamor y la melancolía. 

De su prosa se dice que emana una tristeza corrosiva y un humor desconcertante. Pero más importante que todo lo anterior resulta decir que la autora italiana escribió sobre su familia, sobre sí misma y sobre su vida como mujer. En alguna oportunidad lanzó una frase tan contundente como polémica: “No soy escritora, soy escritor”.

Había en ella una especie de desgarramiento al que nunca se le encontró origen ni remedio. Supo desde muy pequeña que su destino se iba a consumar dentro de la simbiosis de la pluma y el papel. Y entendió que la Literatura iba a ser su camino; o, como ella prefería llamarlo: “mi oficio”.

Para Natalia Ginzburg, quien nació el 14 de julio de 1916 en la localidad de Palermo, escribir era una especie de tortura que se alejaba decididamente de aquella utopía azarosa que le asignaba propiedades catárticas. Ni mucho menos. La escritura, y por ende la Literatura, es sinónimo de la soledad más álgida, y es también el punto de partida de las frustraciones más profundas.

Para Ginzburg, escribir era fascista. La actividad misma era un ejercicio de sometimiento y servidumbre. Y la metáfora encuentra justificación cuando se advierte que se trataba de una autora con una alta sensibilidad política y con un gran desprecio por los regímenes totalitarios.

En aquella época, cuando recién comenzaba a garabatear sus primeras líneas, Italia respiraba la tensión de una catástrofe inminente. Una tragedia en la que Mussolini desempeñó un rol protagónico: la Segunda Guerra Mundial.

La escritora italiana vivió los estragos de la guerra en la forma del exilio. Debió huir no solo por su posición antifascista, sino por su ascendencia judía. Escapó junto a su esposo, el también escritor Leone Ginzburg, con quien tuvo tres hijos. Sin embargo, el gobierno italiano los alcanzó y acabó con la vida de su marido después de torturarlo en una cárcel romana.

Natalia sobrevivió y fue liberada algún tiempo después. Al salir, su espalda cargaba con el peso de sus hijos y con el cruento dolor de haber perdido a su esposo.

A partir de ese momento, e incluso desde antes, cuando se dispuso a esbozar algún relato, lo hizo siempre desde las sombras. En ocasiones omitía la firma o se limitaba a utilizar un seudónimo para evitar convertirse en víctima de las persecuciones.

Esas desoladoras experiencias asoman como vestigios de un pasado inexorable en casi todo lo que escribió. El mejor ejemplo es su obra más celebrada:  Léxico familiar (1963), por la cual recibió uno de los reconocimientos más prestigiosos en el mundo de las letras, el Premio Strega.

La novela (o autobiografía, en realidad) presenta descripciones que ayudan a construir la realidad en la que se enmarca la historia. Todas apuntan hacia un acontecimiento inconfundible, pero al que la escritora no se refiere en ningún instante.

El lector sabe que el estallido de una bomba tiene que ver con la Segunda Guerra Mundial. Y Ginzburg sabe que el lector entiende de qué les está hablando. No obstante, ella decide callar y permite que las atmósferas, los espacios, los diálogos y los sucesos cuenten la realidad que todos conocen, pero que nadie se atreve a (ni necesita) nombrar.

De la mano de sus ensordecedores mutismos camina su habilidad para transformar el tiempo, desdoblarlo y jugar con él a su antojo, como si de un origami se tratara. Ginzburg lo estira, lo encoge o lo detiene según convenga. Es una característica de su estilo: sobrio, sencillo, directo e indescifrable. Cada línea está depurada al máximo, y cada palabra parece contar lo estrictamente necesario.

La atención que Ginzburg ponía sobre el lenguaje no se materializaba en una escritura demasiado sinuosa. Lo que le interesaba de las palabras era lo que podían contar. Por eso razón buscaba el término indicado en cada ocasión.

A la autora italiana no le interesaba encontrar explicaciones a lo que la rodeaba. No hallaba satisfacción en esclarecer los misterios de una época convulsa y hostil. Se conformó, como ella solía decir, con escribir aquellos fragmentos de la realidad que le parecían significativos. Podrá sonar simple, pero su propósito era contar historias y poco más.

Desde la publicación de su primera novela, El camino que va a la ciudad (1942), acumuló un puñado de libros que abordan distintos géneros. Escribió poesía, teatro, ensayo y novela. Sus obras más emblemáticas son, junto a Léxico familiar, Todos nuestros ayeres (1952) y Las pequeñas virtudes (1962).

Fue una gran admiradora de Chéjov, por quien sentía un cariño y devoción especiales. En él encontró el reflejo de sus propios intereses, sus angustias y preocupaciones más oscuras. Del autor ruso la atrapó su afinidad por los temas relativos a la familia y el tratamiento profundo y complejo de los personajes.

Para Italo Calvino, uno de los escritores más importantes del Siglo XX, la literatura de Ginzburg era “ejemplarmente bella pero tristísima”. La melancolía envuelve cada uno de sus libros. Y a esa aura apesadumbrada se suman sus personajes frívolos e inciertos. Destacan de manera especial los personajes femeninos, que siempre arrastran un aire nostálgico. Las mujeres que construye la escritora italiana parecen seres resquebrajados, emocionalmente frágiles y sumidos en un abatimiento perpetuo.

“Las mujeres tienen la mala costumbre de caer en un pozo de vez en cuando, de dejarse embargar por una terrible melancolía, ahogarse en ella y bracear para mantenerse a flote”, dijo en alguna ocasión Ginzburg, quien atribuye esa conducta al papel que se le ha asignado históricamente a la mujer, y del cual destaca la dificultad que existe para vencerlo.

Todo lo que la ganadora del Strega publicó parece ser un ensayo, una meditación poética y fragmentada de su vida y sus experiencias. En Las pequeñas virtudes escribe acerca del oficio de escritor y los vaivenes psicológicos que implica entregarse al mundo de la Literatura. De igual manera, la autora italiana desarrolla el tema del secreto y el engaño de forma particular. En el fondo resuena el eco de las voces de la desesperanza, porque la mentira parece un mecanismo de autodefensa ante las verdades que son siempre frígidas y penosas.

La felicidad en Ginzburg parece una mera ilusión, una carretera intransitable. Se confunde esa sensación con atisbos de cinismo y un humor cruel. El lector que se abre a la escritora italiana encuentra varios pasajes sin un destino claro, porque Natalia Ginzburg nunca quiso fue partidaria de las veredas estrechas y finitas.

Detrás de su prosa cadencial y simple (nunca simplista), se esconden misterios de una vida turbia. Se oculta un poema desconsolado que funge como el espejo roto de unos años negros, surreales e indómitos. No parece exacto afirmar que Natalia Ginzburg proyecta su memoria en sus libros, sino que abre las páginas de una historia que intenta comenzar, pero que permanece siempre irresoluta hasta que algún lector se dispone a completarla.




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