miércoles, 27 de junio de 2018

Skyfall / El pasado de James Bond


Skyfall

El pasado de James Bond


Pedro Grimalt
29 de noviembre de 2012

En una secuencia de American Beauty (id, 1999), el formidable debut en la realización de Sam Mendes, Lester Burnham (Kevin Spacey) acude a regañadientes a una cena de negocios de su esposa Carolyn (Annette Bening) comentando que preferiría haberse quedado en casa disfrutando de un maratón televisivo de películas de James Bond. Probablemente el propio Mendes no podía ni imaginar por aquel entonces que acabaría dirigiendo Skyfall (id, 2012), la tercera película de 007 protagonizada por Daniel Craig, actor a quien ya dirigió en la estupenda Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002). Pero más allá de la situación de embarcarse en una franquicia cinematográfica con cincuenta años de antigüedad firmemente controlada por los productores Michael G. Wilson y Barbara Broccoli, lo cierto es que la labor de Mendes no ha podido resultar más brillante. Haciendo gala de una gran honestidad profesional, el cineasta británico ha logrado imprimir su talento visual a la película sin permitir que su estilo personal se imponga al patrón narrativo de la serie Bond, lo que por otro lado no impide que Skyfall muestre una gran personalidad dentro de la saga ni que guarde ciertos elementos en común con el resto de la filmografía de Mendes.

     Siguiendo el camino abierto por la magnífica Casino Royale (id, Martin Campbell, 2006), Skyfallbucea en la personalidad de James Bond sacando a la luz sus puntos débiles e indagando en los oscuros hechos de su pasado que le llevaron a convertirse en el mejor de los agentes secretos. El comienzo de la película ya deja bien claro el propósito de mostrar la faceta más humana de su protagonista: durante una peligrosa operación en Estambul, 007 recibe la desagradable orden de desatender a un compañero moribundo para perseguir al intruso que ha puesto en peligro la seguridad del MI6; minutos después, la superintendente M (una excelente Judi Dench) desconfía de que Bond pueda cumplir con éxito su misión y ordena un disparo que por error acaba hiriendo al agente británico. En una situación completamente inédita en la serie, un James Bond herido y humillado a consecuencia de la falta de confianza demostrada por su mentora decidirá hacerse pasar por muerto y vivir momentáneamente apartado de ese mundo de espías que le ha llevado a las puertas de la muerte. A pesar de todo 007 no tardará en reincorporarse al servicio secreto británico, pues en el fondo sabe que su trabajo como espía es lo único que da sentido a su vida. No obstante cuando lo haga las cosas en el MI6 serán muy distintas a como eran antes, pues no solo su relación con M se habrá enfriado sino que la existencia de los agentes con licencia para matar empezará a ser considerada como prescindible.

     Este punto de la trama sirve a los responsables de la película para reflexionar sobre la valía que en el cine contemporáneo puede tener un personaje tan aparentemente anclado en la década de los 60 como Bond. En ese sentido resulta enormemente significativa la sucesión de pruebas físicas y psicológicas que Bond debe superar antes de reincorporarse al servicio activo y en las que el agente da muestras de un notable desgaste: su puntería ya no es la que era, los ejercicios físicos le producen una gran fatiga y sus análisis sanguíneos muestran una preocupante adicción al alcohol y a los medicamentos. Este deterioro le producirá a 007 más de un problema a la hora de completar su misión: sin ir más lejos, un error de puntería cometido durante un sádico juego con el villano Silva (un brillante Javier Bardem) provocará indirectamente la muerte de la hermosa Sévérine (Bérénice Marlohe). No obstante este cuestionamiento de Bond como héroe, paralelo al descrédito que se gana M ante una comisión de investigación que cuestiona su labor al frente del MI6, será zanjado por el protagonista con una reivindicación de sí mismo como un representante de lo clásico y lo tradicional. “Para ciertas cosas estoy chapado a la antigua”, le comenta Bond a la agente Eve (Naomie Harris) mientras se afeita con navaja, a lo que la mujer responde “a veces lo antiguo es lo mejor”. Significativamente durante la batalla final, más propia de un western que de una cinta de acción, el agente británico renunciará a usar sus habituales artilugios modernos para enfrentarse a sus enemigos con armas de fuego o, en última instancia, con un simple cuchillo. La última secuencia de la película, con 007 recibiendo una misión en el nuevo despacho de M, idéntico al que aparecía en las primeras películas de la serie protagonizadas por Sean Connery, muestra a un héroe recompuesto tras un necesario retorno a los orígenes, en una evidente metáfora sobre el rumbo que ha tomado la saga desde la llegada del gran Daniel Craig.

     No resulta de extrañar que, en una aventura que cuestiona la existencia del propio Bond en el siglo XXI, su principal enemigo tenga tanto que ver con él, hasta el punto de mostrarse como su reflejo inverso. Y es que Silva, tan inquietante y excesivo como los mejores villanos de la saga, guarda numerosas similitudes con 007, pues no solo trabajó en el servicio secreto británico sino que también estuvo a punto de morir por culpa de M, quien delató a su agente por considerar que sus discutibles métodos ponían en peligro la devolución de Hong Kong a China. Sam Mendes recalca las personalidades contrapuestas pero complementarias de Bond y Silva durante la primera aparición del villano, con un largo plano general en el que Silva se acerca lentamente a la cámara mientras recita un monólogo revelador acerca del carácter anacrónico de ambos oponentes. Curiosamente la relación casi materno-filial que tanto Bond como Silva mantienen con M (a quien el villano se refiere como “madre”) recuerda en muchos sentidos a los vínculos que unían a Michael Sullivan (Tom Hanks) y a Connor Rooney (Daniel Craig) con el mafioso John Rooney (Paul Newman), superior del primero y padre del segundo, en Camino a la Perdición; de hecho las conclusiones de ambas películas son hasta cierto punto comparables, pues el viaje de Bond a Skyfall trae a la memoria el regreso de Michael a Perdición, una localidad costera en la que había residido en el pasado y donde se producía su enfrentamiento final con el asesino Maguire (Jude Law).

     Es precisamente durante el desenlace de la trama cuando finalmente cobra sentido el título de la película. Palabra mencionada durante la primera parte del largometraje pero cuyo auténtico significado no se desvela hasta mucho más tarde, “Skyfall” representa para Bond lo mismo que “Rosebud” representaba para el protagonista de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941): una palabra mágica que retrotrae a la infancia, a la inocencia, al origen de todas las cosas. Skyfall es nada menos que la mansión escocesa en la que Bond se crió en compañía de sus padres hasta que éstos fallecieron en un accidente de alpinismo; un pasado, en definitiva, que el protagonista siempre se ha encargado de guardar en secreto, al igual que esa fabulosa casa custodiada por el anciano Kincade (un espléndido Albert Finney). Es a ese pasado al que Bond deberá regresar cuando compruebe que solo puede derrotar a Silva llevando la batalla a su propio terreno y asumiendo para siempre las heridas de su infancia. De este modo no podría existir mejor escenario para la lucha final entre 007 y Silva que la capilla situada junto a la tumba de los padres de Bond, mientras que la reducción de Skyfall a cenizas supone la representación simbólica de ese pasado que por fin ha sido superado por el protagonista.

     Si el personaje creado por Ian Fleming ha sabido renovarse volviendo la vista a su propia tradición literaria y cinematográfica sin renunciar por ello a ciertos apuntes contemporáneos, la puesta en escena de Mendes, de una belleza y una elegancia sin precedentes dentro de la saga Bond, también apuesta por una acertada combinación de clasicismo y modernidad. De este modo el director de Revolutionary road (id, 2008) ubica a su protagonista en un mundo cosmopolita en el que tienen cabida lujosos rascacielos y suntuosas instalaciones flotantes, pero también túneles subterráneos, ciudades abandonadas y viejas residencias situadas en inhóspitos parajes. Lo mismo puede decirse de los momentos de acción, que sin renunciar a la espectacularidad apuestan por la tradición y el buen gusto: véase la escena en la que Bond sigue a uno de los hombres de Silva hasta un vanguardista edificio de Shanghái, en la que el juego de luces, sombras y reflejos dota de personalidad a una secuencia que puede ser vista como una reelaboración del famoso tiroteo en la sala de espejos de La dama de Shanghái (The lady from Shanghai, Orson Welles, 1947). No menos brillante resulta la aportación de los colaboradores habituales de Mendes, entre ellos el gran compositor Thomas Newman, quien conjuga con maestría su propio estilo con el universo musical de 007, y el prestigioso operador Roger Deakins, responsable de la que en mi opinión ya puede ser considerada como la mejor fotografía de toda la saga, tal y como atestiguan imágenes tan fascinantes como la llegada en barca al casino de Macao o la visita de Bond al paisaje escocés en el que creció.

     Como no podía ser de otro modo tratándose de un título que reivindica la tradición fílmica de 007, Skyfall homenajea a las anteriores entregas de la saga con multitud de guiños y referencias, algunas bastante significativas. Así, la idea de que Bond sea dado por muerto al principio de la película está retomada de Sólo se vive dos veces (You only live twice, Lewis Gilbert, 1967); el nuevo Q (Ben Whishaw) le entrega a 007 una pistola con sistema de reconocimiento táctil, similar al fusil que aparecía en Licencia para matar (Licence to kill, John Glen, 1989), y un dispositivo con señal de socorro, como la cápsula usada para similares fines en Operación Trueno (Thunderball, Terence Young, 1965); la enfermiza relación que Sévérine mantiene con Silva recuerda a la que mantenían Andrea (Maud Adams) y Scaramanga (Christopher Lee) en El hombre de la pistola de oro (The man with the golden gun, Guy Hamilton, 1974); el relato de las torturas que sufrió Silva tras ser traicionado por M trae a la memoria el calvario que el propio Bond pasaba en las primeras secuencias de Muere otro día (Die another day, Lee Tamahori, 2002); la imagen del protagonista con una mujer muerta en sus brazos rinde tributo al famoso final de Al servicio secreto de Su Majestad (On her majesty’s secret service, Peter Hunt, 1969)… Incluso el estrafalario aspecto físico de Silva no deja de recordar a otros grandes villanos de la saga: el tinte rubio de su cabello coincide con el de Max Zorin (Christopher Walken) en Panorama para matar (A view to a kill, John Glen, 1985), mientras que los escalofriantes estragos que el cianuro ha provocado en su rostro retrotraen a peculiaridades físicas tan llamativas como la cicatriz que cruza la cara de Blofeld (Donald Pleasence) en Sólo se vive dos veces, la dentadura metálica de Tiburón (Richard Kiel) en La espía que me amó (The spy who loved me, Lewis Gilbert, 1977), la bala alojada en el cráneo de Renard (Robert Carlyle) en El mundo nunca es suficiente (The world is not enough, Michael Apted, 1999) o la disfunción en el conducto lagrimal que provoca que Le Chiffre (Mads Mikkelsen) llore sangre en Casino Royale, por citar tan solo unos pocos ejemplos.

     Más allá del puro homenaje, otras referencias cinéfilas son utilizadas para definir hasta qué punto el Bond de Daniel Craig se acerca o se aleja del de los anteriores actores que dieron vida al personaje. Sin ir más lejos, 007 se sorprende ante la escasa sofisticación de los artilugios proporcionados por Q, a lo que éste responde “¿Qué esperabas, bolígrafos que explotan?”, en una clara referencia a Goldeneye(id, Martin Campbell, 1995), el primer Bond interpretado por Pierce Brosnan. Más adelante, cuando el protagonista decide viajar “al pasado”, se pone al volante de su icónico Aston Martin DB5, armado además con los mismos gadgets que estrenaba Sean Connery en James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, Guy Hamilton, 1964). En cierto modo la destrucción de ese mismo coche hacia el final de la película sugiere que cuando James Bond vuelve la vista atrás no lo hace para recrearse en su pasado, sino para reunir fuerzas para encarar el futuro.

     Quizá dentro de unos años seremos los propios espectadores los que echaremos la vista atrás y nos referiremos a Skyfall como a una de las mejores películas de James Bond.

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