miércoles, 18 de noviembre de 2015

James Rhodes / Aullar de risa, llorar de rabia



Aullar de risa, llorar de rabia

El atormentado pianista James Rhodes publica un memorial incendiario que ha tenido en vilo a la justicia





El pianista James Rhodes.
El pianista James Rhodes. AMY T. ZIELINSKI / GETTY IMAGES

Tuvo que mediar el Tribunal Supremo británico para autorizar la publicación de Instrumental, resolviendo un litigio más familiar que literario, pues sucedía que el memorial en el abismo de James Rhodes, pianista de tentaciones suicidas y figura mediática en Reino Unido, podría resultar insoportable a su propio hijo, de tanta destrucción y autodestrucción que alojaba.
No tenía dudas al respecto la Corte de Apelación cuando previamente declaró la obra “impublicable”, aunque llama la atención que el argumento de jurisprudencia aludiera a un estrafalario episodio doméstico registrado en 1897: un tipo le dijo a una buena amiga en plan de broma que su marido había muerto en un accidente, nada grave si no fuera porque la inocentada en cuestión le provocó a la susodicha una crisis psicológica brutal.
“¿Y qué tiene que ver este episodio conmigo?”, se preguntaba el excéntrico Rhodes 120 años después. Tiene que ver, le razonaron, que las brutalidades reflejadas en Instrumental podían causar a su pequeño hijo un trauma descomunal cuando estuviera en la situación para leerlo.
El debate jurídico no hizo sino proporcionar a la ópera prima del pianista una publicidad no pretendida, pero sí interesante a título mercadotécnico, con más razón cuando se adhirieron a su causa los sofisticadísimos actores Stephen Fry y Benedict Cumberbatch, cuyas reflexiones sobre Instrumental se han convertido en un señuelo inequívoco y sintético de la edición española (Blackie Books): “He aullado de risa y he llorado de rabia. Eres un genio”, escribe el alter ego de Sherlock en la sobrecubierta.
Tiene razón porque Rhodes no adopta precauciones ni en el arranque de Instrumental —“la música clásica me la pone dura”— ni en el ejercicio regresivo que implica el autorretrato de un niño al que violaron durante años y cuyo piano de madera adquirió el valor providencial de un salvavidas.



Ha sufrido Rhodes hasta el extremo de intentar suicidarse varias veces

La música rescató a Rhodes. De otro modo no se hubiera tatuado el nombre de Rachmaninov —pocos compositores ocupan más espacio— ni hubiera comenzado su memorial con un homenaje a Glenn Gould. Y al valor terapéutico de Las variaciones Goldberg, de Bach.
Afortunadamente, el neoescritor británico —40 años ha— elude recrearse en el malditismo de Gould y en el victimismo propio. Y discrepa de Dostoievski en las Memorias del subsuelo, especialmente cuando el autor ruso relaciona la creatividad con el sufrimiento a medida de un estímulo.
Ha sufrido Rhodes hasta el extremo de intentar suicidarse varias veces y hasta el punto de permanecer recluido como un androide en un hospital psiquiátrico, pero reniega de la mortificación como camino de iluminación estética. La creatividad no llega por el dolor. Llega pese al dolor.
Es la conclusión implícita del libro, un hito superventas en Reino Unido que recala en España desprovisto de la escandalera londinense, incluso ayuno de la notoriedad mediática de su protagonista, de tal manera que se expondrá a un juicio crítico más literario que extraliterario.
Empezando por la agresividad de sus formas, por la crudeza que se concede a sí mismo, por la propensión al sarcasmo y por la estructura “tutelar” que ha conferido a su libro. Inicia cada capítulo con un retrato arbitrario de los compositores que más le permiten identificarse musical y biográficamente: los abusos que sufrió Bach, el alcoholismo en casa de los Beethoven, la misantropía disfuncional de Chopin —Rhodes utiliza un término menos elaborado…— o el complejo social de Ravel.



Es comprensible que el fenómeno Rhodes suscite precauciones. Y que la armadura comercial, aunque provenga del infierno, produzca un distanciamiento

La música está en el libro. Simbólica y materialmente hablando, pues la esmeradísima edición española deInstrumental aloja un disco pirata simulado donde Rhodes recrea los extremos de su terapia. Incluyendo los pasajes que interpretaba delante de un grupo de esquizofrénicos en grado extremo a los que Bach parecía redimirlos de su oscuridad: “La música puede llevar la luz a sitios donde nada más llega”.
Es comprensible que el fenómeno Rhodes suscite precauciones. Y que la armadura comercial, aunque provenga del infierno, produzca un distanciamiento. Pero la literatura corpulenta y descarada del autor se defiende por sí misma. ¿Y el pianista? Ha decidido uno resolver la duda lejos de cualquier espacio de sugestión, confiando el disco, sin informaciones añadidas, a un amigo que es, probablemente, el mejor pianista español de nuestro tiempo. Su veredicto se antoja inequívoco: “Este tío sabe tocar —así escribiría Rhodes— y tiene mucha personalidad. Me interesa”.
Ajeno al trajín de los tribunales londinenses, James Rhodes ha dedicado el libro a su hijo. No para obligarlo a leerlo, sino para hacerle comprender, en el momento oportuno, que este manual de supervivencia tiene sentido si el daño que le hicieron trasciende la dimensión de la vergüenza y de la autoinculpación con que pretendieron neutralizarlo.
Instrumental. James Rhodes. Traducción de Ismael Attrache. Blackie Books. Barcelona, 2015. 288 páginas. 19,90 euros.



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