LA JAULA
DE LA TÍA ENEDINA
esde que tenía ocho años me mandaban a llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Según mi madre, enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía en el cuarto de trebejos que está al fondo del traspatio. Conforme me acostumbraron a que yo le llevara los alimentos, nadie volvió a visitarla, ni siquiera tenían curiosidad por ella. Yo también le daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda; en cambio, a nadie le interesaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarles comida a los animales y a la tía.
Ahora tengo diecinueve años y nada ha cambiado. A la tía nadie la quiere. A mí tampoco porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre niega que soy hijo suyo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que no me quieren. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Goyita es abierta, hablantina y me cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo fue que enloqueció mi tía Enedina.
Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia y que para siempre sería una mujer soltera. Compadecido de su futuro le regaló una enorme jaula de latón para que en su vejez se consolara cuidando canarios. Nunca se supo si aquel hombre que se fue sin dar más detalles, era un enviado de Dios o del diablo.
Tal como se lo pronosticó aquel extraño, su prometido sin aclaración alguna desertó de contraer nupcias, y mi tía Enedina bajo el desconcierto y la inútil espera, enloqueció de soledad. Goyita me cuenta que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años yo no he podido llevárselo. En casa a mí no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme uno, y el día que le robé el suyo a doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Lo escondí en una caja de zapatos, me descubrieron, y a golpes me obligaron a devolvérselo.
La verdad, a mí me da mucha lástima la tía, y como no he podido llevarle su canario, decidí darle caricias. Entré al cuarto... ella, acostumbrada a la oscuridad, se movía de un lado para otro. Se dio cuenta que su agilidad huidiza fue para mí fascinante. Apenas podía distinguirla, ya subiéndose a los muebles o encaramándose en un montón de periódicos. Parecía una rata gris metiéndose entre la chatarra. Se subía sobre la jaula y se mecía con un balanceo algo más que triste. Era muy semejante a una de esas arañas grandes y zancudas de pancita pequeña y patas largas.
A tientas, entre tumbos y tropezones comencé a perseguirla. Qué difícil me fue atraparla. Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran similitud con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica, con un Dios adentro que se gana mediante la conformidad. No fue fácil hacerle el amor. Me enredaba en los hilachos de su vestido de organdí, pero me las arreglé bien para estar con ella. Todo esto a cambio de un canario que por más empeñaba que puse, no podía regalarle.
Después de aquella morosidad, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas en busca de mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme. Tía Enedina me lastimaba, incrustando en mi piel sus uñas, mordiendo, y sus huesos afilados, puntiagudos se encajaban en mi carne. Así que decidí buscar la manera de darle un canario costara lo que costara.
Han pasado ya tres meses que no entro al cuarto. Le hablo de mi promesa y ella ríe como un ratón, babea y pega de saltos. Me pide alpiste. Posiblemente quiere asegurar el alimento del prometido canario. Todos los días le llevo un poco de ese que compra Goyita para su jilguero.
Ha transcurrido más de un año y lo del canario parece imposible. Me duele comunicarle tal desesperanza, tampoco quiero hacerle de nuevo el amor. Le he propuesto a cambio de caricias y canario, el jilguero de Goyita. Salta, ríe, mueve negativamente la cabeza. Parece no desear más tener un pájaro, sin embargo insiste en los puños diarios de alpiste que le llevo. Cosas de su locura, el dorado de las semillas debe en mucho regocijarla.
Me sentí demasiado solo, tanto que decidí volver a entrar al oscuro aposento de la tía Enedina. Desde aquellos días en que yo le hacía el amor, han pasado ya dos años. A ella la he notado más calmada, puedo decir que vive en mansedumbre. Pensé que ya no me arañaría. Por eso entré, a causa de mi soledad y de haberla notado apacible.
Ya adentro del cuarto, quise hacerle el amor pero ella se encaramó en la jaula. Motivado por mi apetito de caricias, esperé largo rato, tiempo en que me fui acostumbrando a la penumbra. Fue entonces cuando dentro de la jaula, pude ver dos niñitos gemelos, escuálidos, albinos. Tía Enedina los contemplaba con ternura y felizmente, como pájara, les daba el diminuto alimento.
Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban...
Adela Fernández
Duermevelas
Editorial Katún, México, D.F, 1986, pp. 7-11
Julio Cortázar / Casa tomada
Horacio Quiroga / El hombre muerto
Jorge Ibargüengoitia / La ley de Herodes
Octavio Paz / Mi vida con la ola
Julio Garmendia / La hoja que no había caído en su otoño
Alejo Carpentier / El viaje a la semilla
Jorge Luis Borges / El Sur
Felisberto Hernández / El cocodrilo
Cristina Peri Rossi / Desastres íntimos
Juan Carlos Onetti / El infierno tan temido
Juan Rulfo / Diles que no me maten
María Luisa Bombal / El árbol
João Guimarrães Rosa / La tercera orilla del río
Adolfo Bioy Casares / En memoria de Paulina
Edmundo Valadés / La muerte tiene permiso
Gabriel García Márquez / El ahogado más hermoso del mundo
Onelio Jorge Cardoso / Francisca y la muerte
Virgilio Piñera / La carne
Juan José Arreola / El guardagujas
José Revueltas / Virgo
Augusto Roa Bastos / El baldío
Abelardo Castillo / La madre de Ernesto
Arturo Uslar Pietri / La lluvia
Mario Benedetti / El presupuesto
Andrea Maturana / Yo a las mujeres me las imaginaba bonitas
Clarice Lispector / Una gallina
Rubem Fonseca / Feliz año nuevo
Guillermo Cabrera Infante / Abril es el mes más cruel
Samanta Schweblin / Un hombre sin suerte
Rosario Ferré / La muñeca menor
Luis Britto García / Helena
Adela Fernández / La jaula de la tía Enedina
Marina Colasanti / La moza tejedora
Lygia Fagundes Telles / El muchacho del saxofón
Adela Fernández
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