Walter Such era traductor. Le gustaba escribir con una pluma verde que tenía la costumbre de levantar en el aire después de cada frase, casi como si su mano fuera un dispositivo mecánico. Podía recitar versos de Blok en ruso y luego ofrecer la traducción de Rilke al alemán, remarcando su belleza. Era un hombre sociable pero también picajoso, a veces. Tartamudeaba un poco al empezar a hablar y disfrutaba de la vida que llevaba con su esposa. Pero Marit, su esposa, estaba enferma.
Estaba sentado junto a Susanna, una amiga de la familia, cuando escucharon a Marit por las escaleras. Finalmente, entró en la habitación. Llevaba un vestido de seda rojo que siempre le había dado un aire seductor, con sus pechos sueltos y el pelo liso y oscuro. En las cestas blancas de metal de su armario se apilaban sus vestidos doblados, la ropa interior, las cosas de deporte y los camisones, mientras los zapatos estaban desordenados en el suelo. Cosas que no necesitaría nunca más. También joyas, pulseras y collares y una caja lacada con todos sus anillos. Contempló con detalle la caja y cogió varios. No quería que sus dedos huesudos estuvieran ahora desnudos.
— Tienes un aspecto magnífico —le dijo su marido.
— Me siento como si fuera mi primera cita o algo parecido. ¿Estáis tomando algo?
— Sí.
— Creo que tomaré algo yo también. Con mucho hielo.
Y se sentó.
— No tengo fuerzas, dijo. Esto es lo más difícil. Se han ido y ya no volverán. Me cuesta levantarme y caminar, incluso.
— Debe de ser muy difícil —dijo Susanna.
— No te lo puedes ni imaginar.
Walter regresó con la bebida y se la dio a su esposa.
— Bueno, días felices—dijo.
Luego, como si de repente recordara algo, les sonrió. Era una sonrisa aterradora, que parecía significar todo lo contrario.
Luego, como si de repente recordara algo, les sonrió. Era una sonrisa aterradora, que parecía significar todo lo contrario.
Esa fue la noche que habían escogido. En la nevera, sobre un pequeño plato, estaba la jeringa. Su médico le había proporcionado el contenido. Pero, si ella pudiera, celebrarían antes una cena de despedida. No debe ser sólo para ellos dos, había dicho Marit. O había sido su instinto. Se lo había pedido a Susanna, en vez de a alguien más cercano y doliente, como la hermana de Marit, por ejemplo, con quien, de todos modos, no se llevaba muy bien, o amigos de más edad. Susanna era más joven. Tenía la cara ancha y la frente alta y pura. Parecía la hija de un profesor o de un banquero, ligeramente inestable. 'Dirty girl', había comentado sobre ella uno de sus amigos, con un cierto grado de admiración.
Susanna llevaba una falda corta y estaba ya un poco nerviosa. Resultaba difícil pretender que aquello fuera simplemente una cena normal. Sería difícil mostrarse espontánea y ser ella misma a la vez. Había llegado al caer la tarde. La casa, con sus ventanas iluminadas —todas las habitaciones parecían estar encendidas—, destacaba entre todas las demás como un lugar en el que algo festivo estaba sucediendo.
Marit miraba los objetos de la habitación, las fotografías con sus marcos de plata, las lámparas, los grandes libros sobre surrealismo, diseño de paisajes, o casas, con los que tantas veces se había sentado a leer, las sillas, incluso la alfombra con su hermoso color desvaído. Lo miraba todo como si le prestara atención, cuando, en realidad, ya no significaba nada para ella. El pelo largo y la frescura de Susanna sí tenían un significado, aunque no estaba segura de cuál.
Pensó que quería llevarse consigo ciertos recuerdos, recuerdos de antes de Walter, de cuando ella era una niña. Un hogar, pero no éste, sino el original, con su cama de la infancia, la ventana en el rellano desde la que había contemplado las turbulentas tormentas de los inviernos de hace mucho tiempo, su padre agachándose para decirle buenas noches, la luz de la lámpara bajo la que su madre se sostenía la muñeca, tratando de ponerse una pulsera.
Ese hogar. El resto era menos denso. El resto era una larga novela, como si fuera su vida; pasabas por ella sin darte cuenta y entonces una mañana terminó: había manchas de sangre.
— He tomado muchas —reflexiona Marit.
— ¿Copas? —preguntó Susanna.
— Sí.
— Durante años, quieres decir.
— Sí, durante años. ¿Qué hora será?
— Las ocho menos cuarto —dijo su marido.
— ¿Vamos?
— Cuando quieras —dijo—. No tenemos prisa.
— No quiero prisas.
De hecho, ella tenía pocas ganas de ir. Era dar un paso más, ir acercándose.
— ¿A qué hora has reservado? —preguntó ella.
— Podemos ir cuando queramos.
— Vamos, entonces.
Fue en el útero y había viajado desde allí a los pulmones. Al final, ella lo había aceptado. De la piel pálida del escote cuadrado de su vestido parecía emanar la oscuridad. Ella dejó de parecerse a sí misma. Lo que ella había sido desapareció; se había desprendido de ella. El cambio daba miedo, especialmente en su rostro. Tenía una cara como para el más allá, para aquellos con los que se reuniría. Era difícil para Walter recordar cómo había sido ella. Ahora era una mujer diferente de aquella a quien le había hecho la promesa solemne de auxiliarla cuando sea llegado el momento.
Susanna se sentó en la parte posterior del coche. Las calles estaban vacías. Iban dejando atrás casas que mostraban una luz cambiante, azulada en la planta baja. Marit iba sentada en silencio. Sintió tristeza y también una cierta confusión. Trataba de imaginar todo mañana, sin su presencia aquí para verlo. No podía imaginarlo. Era difícil pensar que el mundo todavía estaría allí.
En el hotel, esperaron cerca del ruidoso bar. Hombres sin chaquetas, chicas que hablan o ríen ruidosamente, chicas que no saben nada. En las paredes había grandes carteles franceses, antiguas litografías, en marcos oscurecidos.
— No reconozco a nadie —comentó Marit—. Por suerte — añadió.
Walter había visto a una pareja muy habladora a la que conocían, los Apthalls.
— No mires —dijo—. No nos han visto. Pediré una mesa en el otro salón.
— ¿No nos vieron? —preguntó Marit mientras estaban sentados—. No tengo ganas de hablar con nadie.
— Está bien.
El camarero llevaba un delantal blanco y una corbata de lazo negro. Les dio el menú y una carta de vinos.
— ¿Desean algo de beber?
— Sí, por supuesto —dijo Walter. Estaba mirando la lista de precios que era, más o menos, ascendente. Había un Cheval Blanc por quinientos setenta y cinco dólares—. ¿Tienen este Cheval Blanc?
— ¿Cuál, el de 1989? —preguntó el camarero.
— Tráiganos una botella.
— ¿Qué es el Cheval Blanc? ¿Es un blanco? —preguntó Susanna cuándo se fue el camarero.
— No, es tinto —dijo Walter.
— ¿Sabes? Has sido muy amable acompañándonos esta noche —le dijo Marit a Susanna—. Es una noche especial.
— Sí.
— Generalmente no pedimos un vino tan bueno —explicó.
Los dos habían comido a menudo aquí, generalmente cerca del bar, con sus relucientes filas de botellas, pero nunca habían pedido un vino de más de treinta y cinco dólares.
Walter le preguntó, mientras esperaban.
— ¿Te sientes bien?
— ¿Te sientes bien?
— No sé cómo expresar cómo me siento. Estoy tomando morfina —le dijo Marit a Susanna—. Está haciendo su efecto, pero... se detuvo. Hay un montón de cosas que no deberían pasarte.
La cena fue tranquila. Era difícil hablar con indiferencia. Tomaron dos botellas de vino. Aunque Walter nunca se había sentido tan bien bebiendo, no podía dejar de pensar. Sirvió el final de la segunda botella en la copa de Susanna.
— No, tómalo tú —dijo ella—. Realmente es para ti.
— Él ha bebido suficiente —dijo Marit—. Era bueno, ¿verdad?
— Fabulosamente bueno.
— Hace que te des cuenta que hay cosas... oh, no sé, cosas diferentes. Sería estupendo tener siempre la posibilidad de beber algo así.
Lo dijo de un modo enormemente conmovedor.
Lo dijo de un modo enormemente conmovedor.
Todos se sintieron mejor. Estuvieron sentados durante un rato y finalmente se marcharon, mientas el bar permanecía bullicioso.
Marit miraba por la ventana del coche. Estaba cansada. Iban a casa. El viento movía las inquietantes copas de los árboles. En el cielo nocturno había nubes azules que brillaban como si fuera de día.
— Es una noche muy hermosa, ¿verdad? —dijo Marit—. Me llama la atención. ¿Estoy equivocada?
— No.— Walter carraspeó—. Es preciosa. ¿Te has dado cuenta? —le preguntó a Susanna—. Estoy seguro de que sí. ¿Cuántos años tienes? Se me ha olvidado.
— Veintinueve.
— Veintinueve —dijo Marit y se calló por un instante—. Nunca tuvimos hijos —dijo—. ¿Te gustaría tener hijos?
— Oh, a veces, supongo. No lo he pensado demasiado. Es una de esas cosas que tienes que estar casada para pensarlo de verdad.
— Te casarás.
— Sí, tal vez.
— Podrías casarse en un minuto —dijo Marit.
Al llegar a casa se sintió cansada. Se sentaron juntos en el salón como si vinieran de una gran fiesta, pero no estaban preparados para acostarse todavía. Walter estaba pensando en lo que vendría, en la luz que se enciende en el refrigerador cuando se abre la puerta. La aguja de la jeringa era aguda, la punta de acero inoxidable está cortada en un ángulo, como una navaja de afeitar. Iba a tener que insertarla en su vena. Trató de no obsesionarse. Ya se las arreglaría. Pero se estaba poniendo cada vez más nervioso.
— Me acuerdo de mi madre —dijo Marit—. Quería decirme cosas al final, las cosas que habían sucedido cuando yo era joven. Rae Mahin se había acostado con Teddy Hudner. Anne Herring, también. Ambas eran mujeres casadas. Teddy Hudner no estaba casado. Trabajó en publicidad y siempre estaba jugando al golf. Mi madre siguió así, contándome quién se acostó con quién. Eso es lo que quería decirme, por fin. Por supuesto, Rae Mahin era alguien en ese momento.
Entonces dijo Marit:
—Creo que me voy a subir.
—Creo que me voy a subir.
Se puso de pie.
—Estoy bien —le dijo a su marido—. No subas todavía. Buenas noches, Susanna.
—Estoy bien —le dijo a su marido—. No subas todavía. Buenas noches, Susanna.
Cuando se quedaron solos, dijo Susanna:
—Me tengo que ir.
—Me tengo que ir.
— No, por favor, no te vayas. Quédate aquí.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo —dijo.
—No puedo —dijo.
— Por favor, tienes que quedarte. Voy a subir dentro de poco, pero cuando baje no puedo estar solo. Por favor.
Se hizo el silencio.
— Susanna.
Se sentaron en silencio.
— Sé que has pensado todo esto —dijo ella.
— Sí, por supuesto.
Después de unos minutos, Walter miró el reloj; empezó a decir algo, pero se calló. Un poco más tarde lo miró de nuevo y entonces salió de la habitación.
La cocina tenía forma de L, era anticuada y no parecía obedecer a un orden previamente planeado. Tenía un fregadero de esmalte blanco y muebles de madera con muchas capas de pintura. Ellos habían hecho conservas aquí en los veranos, cuando vendían cajas de fresas en las escaleras que bajan al andén del tren en la ciudad, inolvidables fresas, cuyo aroma parece perfume. Todavía había algunos frascos. Fue a la nevera y abrió la puerta.
Allí estaba, con esas pequeñas líneas grabadas en el lateral. Había diez cc. Trató de pensar en una manera de no seguir adelante. Si se le cayera la jeringa, se rompería y, de alguna manera, diría que su mano había empezado a temblar. . .
Cogió el plato y lo cubrió con un paño de cocina. Era peor de esa manera. Lo dejó y cogió la jeringa, sosteniéndola de diversas maneras y, por último, casi oculta contra su pierna. Se sentía ligero como una hoja de papel, carente de fuerza.
Marit se había preparado. Se había maquillado los ojos y se había puesto un camisón de satén de color marfil, con la espalda al aire. Será el vestido que llevará en el otro mundo. Había hecho un esfuerzo para creer en el más allá. La travesía sería en barco, algo que los antiguos conocían con certeza. Sobre sus clavículas se posaban las hebras de un collar de plata. Estaba muy cansada. El vino había hecho su efecto, pero no estaba tranquila.
En la puerta, Walter estaba de pie, como pidiendo permiso. Ella lo miró sin decir nada. Lo tenía en la mano, ella lo vio. Su corazón se le salía por el nerviosismo, pero estaba decidida a no demostrarlo.
— Bueno, querido —dijo.
Él trató de responder. Notó el fresco carmín de sus labios; su boca parecía oscura. Había algunas fotografías que ella había dispuesto a su alrededor en la cama.
— Ven.
— No, ahora vuelvo —dijo con apenas un hilo de voz.
Corrió escaleras abajo. Iba a fallar; tenía que tomarse una copa. El salón estaba vacío. Susanna se había ido. Nunca se había sentido tan completamente solo. Entró en la cocina y se sirvió un poco de vodka, inodoro y claro, en un vaso y se lo bebió rápidamente. Subió lentamente las escaleras y se sentó en la cama junto a su esposa. Estaba ebrio por el vodka. Sintió que no era él mismo.
— Walter —dijo ella.
— ¿Sí?
— Es lo correcto.
Ella cogió su mano. De alguna manera, lo asustó, como si le hiciera un ruego de que partiera con ella.
— ¿Sabes? —dijo sin alterar la voz—. Te he amado tanto como no he amado a nadie en el mundo. Sueno sensiblera, ya lo sé.
— Ah, Marit! -exclamó.
— ¿Me amas?
Su estómago se revolvía en la desesperación.
— Sí -dijo-. ¡Sí!
— Cuídate.
— Sí.
Él tenía buena salud, pero le sobraba algo de peso, aunque… Su entendido estómago redondeado estaba cubierto con una capa de suave pelo negro y tenía las manos y las uñas bien cuidadas.
Ella se inclinó hacia delante, lo abrazó y lo besó. Por un instante no sintió miedo. Volvería a vivir, sería de nuevo joven como antes lo había sido. Extendió el brazo. En el interior eran visibles dos venas de color cárdeno. Él comenzó a presionarlas para que se mostraran claramente. Ella giró la cabeza.
— ¿Te acuerdas —le dijo— cuando estaba trabajando en Bates y nos encontramos por primera vez? Lo supe de inmediato.
La aguja se tambaleaba mientras él intentaba colocarla.
— Tuve suerte —dijo—. Tuve mucha suerte.
Él apenas respiraba. Esperó, pero ella no dijo nada más. Apenas podía creer lo que estaba haciendo, empujó la aguja -era fácil- e inyectó lentamente su contenido. La oyó suspirar. Sus ojos se cerraron mientras se echaba hacia atrás. Su rostro estaba tranquilo. Ella había embarcado. Dios mío, pensó, Dios mío. La había conocido a sus veinte años, con sus piernas largas y su inocencia. Ahora él la había deslizado bajo el flujo del tiempo, como en un entierro en el mar. Su mano aún estaba caliente. La tomó y se la llevó a los labios. Tiró de la colcha para cubrir sus piernas. La casa estaba increíblemente tranquila. Había caído en el silencio, el silencio de un acto fatal. No se podía oír ni el viento.
Bajó lentamente las escaleras. Una sensación de alivio se apoderó de él, un alivio enorme y triste. Fuera, monumentales nubes azules llenaban la noche. Estuvo de pie durante unos minutos y entonces vio, sentada en su coche, inmóvil, a Susanna. Ella bajó la ventanilla mientras él se acercaba.
— No te fuiste —dijo.
— No podía quedarme allí.
— Se acabó —dijo—. Ven. Voy a tomar una copa.
Estaba de pie en la cocina con él, con los brazos cruzados y una mano en cada codo.
— No fue terrible —dijo—. Es sólo que me siento... No sé.
Bebieron de pie.
— ¿De verdad quiso ella que viniera? —dijo Susanna.
— Querida, ella lo sugirió. No sabía nada.
— Me pregunto.
— Créeme. Nada.
Soltó la copa.
— No —bebe, dijo él—. Te ayudará.
— Me siento rara.
— ¿Rara? ¿No te sientes mal?
— No lo sé.
— No estás mal. Ven aquí conmigo. Espera, quiero un poco de agua.
Estaba concentrada respirando acompasadamente.
— Será mejor que te acuestes un rato —dijo él.
— No, estoy bien.
— Ven.
La condujo, con su falda corta y su blusa, a una habitación a un lado de la puerta principal y la hizo sentarse en la cama. Ella respiraba lentamente.
— Susanna.
— Sí.
— Te necesito.
Ella apenas lo escuchaba. Tenía la cabeza echada hacia atrás, como una mujer implorando a Dios.
— No debería haber bebido tanto, murmuró.
Él empezó a desabrocharle la blusa.
— No —dijo ella, tratando de abrochársela.
Le desabrochó el sujetador y surgieron sus espléndidos pechos. No podía apartar los ojos de ellos. Los besó apasionadamente. Ella sintió que se movía hacia un lado mientras él tiraba hacia abajo la cubierta de sábanas blancas. Trató de hablar, pero él puso su mano sobre su boca y la empujó hacia abajo. La devoró, estremeciéndose como si temiera que todo se acabara y la abrazó con fuerza. Cayeron en un profundo sueño.
Por la mañana temprano la luz era clara e intensamente brillante. La casa, enhiesta en el camino, parecía aún más blanca. Destacaba entre sus vecinas, más pura y serena. A su lado, la sombra de un alto olmo se trazaba sobre ella tan finamente como dibujada con un lápiz. Las cortinas pálidas colgaban inmóviles. Nada se movía en su interior. En la parte de atrás estaba el amplio jardín de césped, en el que Susana paseaba distraídamente el día en el que él la había visto por primera vez, alta y bien proporcionada. Era una visión que él no había sido capaz de borrar, aunque el resto había comenzado más tarde, cuando ella vino a rehacer el jardín con Marit.
Se sentaron a la mesa a tomar un café. Eran cómplices y, a pesar de haber compartido la cama hasta hace un instante, no se sentían cerca el uno del otro. Walter la miraba embelesado. Sin maquillaje era aún más atractiva. Su largo cabello no estaba peinado. Parecía muy accesible. Había algunas llamadas que hacer, pero él no estaba pensando en ello. Todavía era demasiado pronto. Estaba pensando más allá de ese día. En las mañanas venideras. Al principio casi no oyó el sonido detrás de él. Fue un paso y luego, lentamente, otro. Susanna se quedó blanca al ver a Marit tambaleándose por las escaleras. El maquillaje en su rostro estaba pasado y su pintura de labios oscura mostraba grietas. Él se la quedó mirando atónito.
— Algo salió mal —dijo.
— ¿Te encuentras bien? —preguntó él estúpidamente.
— No, debes haberlo hecho mal.
— Oh —Dios, murmuró Walter.
Se sentó débilmente en el primer escalón. No pareció darse cuenta de la presencia de Susanna.
— Pensé que ibas a ayudarme —le dijo, y empezó a llorar.
— No lo entiendo —dijo él.
— Todo salió mal, repetía Marit.
Luego, dirigiéndose a Susanna:
—¿Todavía estás aquí?
—¿Todavía estás aquí?
— Ya me iba —dijo Susanna.
— No lo entiendo —dijo Walter de nuevo.
— Tengo que terminarlo todo yo —sollozó Marit.
— Lo siento —dijo él—. Lo siento mucho.
No se le ocurría nada más que decir. Susanna había ido a buscar su ropa y salió por la puerta principal.
Así fue como ella y Walter se separaron, al ser descubiertos por su esposa. Se vieron dos o tres veces más, después, ante su insistencia, pero fue en vano. Lo que mantiene unidas a las personas había desaparecido. Ella le dijo que no podía evitarlo. Esa fue la manera en que ocurrió todo.
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