Por Mauricio Vargas |
Lo que iba bien se dañó, lo que iba mal empeoró y sólo la seguridad mejoró: así cierra Petro su primer año.
Gravemente malherido queda el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, del aparatoso estrellón que se pegó con el tema del aseo. Por cuenta de un voluntarismo autoritario y carente de la más elemental planeación, el mandatario se vio obligado a echar reversa. Después de semanas de satanizar a los operadores privados que, con sus virtudes y defectos, operaban un servicio de aseo más o menos bueno, Petro y su socio de aventuras, el gerente de la Empresa de Acueducto, Diego Bravo, creyeron que el asunto se resolvía con unas volquetas no diseñadas para recoger basura y unos operarios improvisados.
Los resultados saltaron a la vista desde las primeras horas del martes, con una ciudad inundada de desechos, maloliente, sucia, que amenazaba caer en una delicadísima emergencia sanitaria. En menos de 48 horas, el Alcalde tuvo que reconocer su fracaso y llamar de regreso a algunos de los operadores privados para evitar que a Bogotá se la comieran las basuras. ¿Y si hubiese empezado al revés, renegociando con los privados, obligándolos a procesos mucho más ecológicos y a incorporar en el esquema a los recicladores, como el Alcalde pregonaba?
El enredo no ha terminado. El Acueducto, que no era la entidad idónea para la tarea, adquirió equipos costosísimos, la mayoría de los cuales ni siquiera llegó. ¿Qué va a pasar con esa maquinaria? ¿Esos miles de millones de pesos de los contribuyentes se van a perder? Cientos de operarios fueron contratados para el nuevo esquema público de recolección: ¿a qué se van a dedicar? De seguro, la Procuraduría y la Contraloría se darán un banquete, mientras los habitantes de la ciudad esperan, pacientes, que el servicio de aseo se normalice y que nuevos contratos hechos a las carreras definan un incierto futuro.
Pero la tentación autoritaria del Alcalde –muy similar a la de Hugo Chávez, quien antes de convertirse en el mejor amigo del presidente Juan Manuel Santos ya lo era de Petro– no es causa sólo de la catástrofe del aseo. También de la parálisis de la construcción, porque la Administración niega las licencias; del deterioro del sistema educativo, por la mal llevada guerra contra los concesionarios de los colegios públicos; de la indefinición en cuanto a si habrá metro, tranvía o quién sabe si transbordadores espaciales, de la nula gestión del drama de los huecos, de la pérdida de la plata de la Nación para la extensión de TransMilenio hasta Eldorado, de la incapacidad del gobierno distrital de ofrecer lotes adecuados para el programa de vivienda gratis del ministro Germán Vargas, y de mucho más. De seguro, Petro tiene una teoría para justificar cada una de esas fallas, pero así como tiene teoría, carece de solución de continuidad: cree saber por qué algo no debe ser, pero no sabe cómo ni con qué reemplazarlo.
Todo eso le servía cuando era líder opositor y le bastaba con criticar. Pero gobernar es otra cosa. De su primer año como alcalde apenas se salva la mejoría en algunos indicadores de seguridad, aunque ello no se debe tanto a la prohibición del porte de armas que él promovió, como a la puesta en marcha del sistema de cuadrantes de la Policía. En lo demás, el balance es desolador. Y como la herencia que recibió era ya bastante mala, el horizonte para Bogotá pinta terrible.
En el 2012, Petro descubrió, tarde, que gobernar es mucho más que dar órdenes, y que administrar requiere, antes que hipótesis aventuradas, conocimiento. En el 2011, cuando lanzó su candidatura, unos lo atacaron por haber sido guerrillero y otros dijeron que era muy bueno que un desmovilizado llegara a la alcaldía. Yo dije en esta columna que ese no era el punto: que había que discutir si sabía de Bogotá, si sabía de administración, si sabía de gobernar, y me permití anticipar que él no tenía ni idea de eso. Ahora las pruebas están a la vista.
mvargaslina@hotmail.com
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