Rafael Narbona
LA ÚLTIMA CARTA DE MARILYN MONROE
Las buenas historias empiezan por el final. Yo quiero que en mi epitafio escriban: Marilyn Monroe, rubia. Creo que nací deseando fracasar, pero no lo descubrí hasta que leí a Freud. No llego tarde a mis citas por vanidad o para fastidiar, sino para hacer esperar a la muerte un poco más. Juego al escondite con ella, pero sé que al final me cogerá por la cintura y me levantará como un trofeo. Dicen que salgo bien en las fotos, pero yo me veo como un animal herido o enfermo. Es extraño. Tal vez será porque mis ojos sólo ven en blanco y negro. Se acostumbraron a mirar a Jean Harlow desde la primera fila de un cine de barrio y ya no son capaces de apreciar los colores.
Algunos dicen que parezco una sonámbula, pero yo más bien creo que hago funambulismo. Dicen que mi carne quema la pantalla, pero yo me observo y tengo la sensación de tener una piel por la que sólo resbalan escalofríos. Al menos, eso es lo que siento cuando me acarician. Nunca he vivido mucho tiempo en la misma casa. Me gusta cambiar de domicilio. Creo que tengo mucho estilo cuando me despido. Es lo que mejor se me da. Decir adiós. A los otros y a mí misma. Desaparecer por una esquina. A veces miento y digo que odio decir adiós, pero no es cierto porque sé que todos se apenan cuando me marcho y eso me gusta.
No es muy original decir que nunca he sido feliz, pero eso no impide que algunos días esté contenta. En eso me parezco a Sylvia Plath, claro que las dos somos un poco inestables y neuróticas. Ahora estamos muertas y dicen que éramos bipolares. No me desagrada la palabra. Bipolar. Suena a bañista luchando contra la corriente. Sé que es una asociación extraña, pero mi mente es distinta. Funciona de otra manera. De hecho, cuando pienso en mí, surge una combinación numérica: 94-53-89. Ese número es todo lo que soy. Bueno, sin tacones, mido 1’68. También soy eso: 1’68, pero a al lado de mi amigo Truman Capote parezco mucho más alta. Claro que el mide 1’60. Si fuera buena con las matemáticas, podría hacer malabarismos y obtener algo revelador con esos números, pero sólo sé lo elemental y no logro descifrar el acertijo. Sé que detrás de esos números, está mi alma, esperando que alguien la rescate, pero hasta ahora nadie lo ha intentado con todo su corazón. Siempre tuve la sensación de ser algo frágil, a punto de romperse.
Me gustan los perros y los caballos. Odio a los que los maltratan. Me gusta leer, pero nunca termino los libros. Si llego al final, tendré que decir adiós, pero no se tratará de un adiós cualquiera. Ya he dicho que soy capaz de decir adiós con mucho estilo, pero en las últimas páginas de un libro se agazapa la muerte. Si me acercó hasta allí, será mi perdición. No quedará nada. Será la toma definitiva, la que me hará desaparecer para siempre. Ni siquiera seré una niña muerta. Perderé mi tumba fría desde la que observo el cielo. Será como enfrentarse a la cámara después de un prolongado insomnio. El objetivo me quemará, mi carne arderá como papel de seda. Por eso, nunca leeré la palabra fin.
Creo que sólo me quisieron los desconocidos. A los que amé, les concedí el extraño privilegio de matarme y casi lo consiguen. Es como si les hubiera consentido que se apoderaran del barómetro que todos llevamos dentro. Ya no puedo anticipar los cambios. Se acercan las tempestades y no puedo adivinar lo que se avecina. Es lo que me pasó la noche del 4 al 5 de agosto en Fifth Helena Drive. No recuerdo si descolgué el teléfono, pero me parece que una vez más dije adiós con estilo. Morir desnuda con el teléfono descolgado es muy inquietante. Me hicieron unas cuantas fotografías. En una aparezco de espaldas. No me desagrada. Las de la morgue no me gustan demasiado. La del pie y la que muestra mi rostro ladeado no están mal, pero la más conocida, donde aparezco de perfil, es horrible. Si hubiera tenido un rotulador rojo, la hubiera tachado dos veces. Dos aspas en vez de una.
No hay nada más. Eso es todo. Aunque imagino que otros seguirán escribiendo sobre mí y eso me ayudará a sentirme menos sola. Estar muerta no es tan malo. A los doce años, me acerqué a un cementerio. Unos sepultureros cavaban una fosa. Esperé a que terminaran y les pregunté si podía bajar. Se rieron y me ayudaron a descender por una escalera. Me tumbé y observé el cielo. Sentí el frío de la tierra en mi espalda, pero el cielo me pareció más hermoso que nunca. No os entristezcáis al pensar en mí. El cielo nunca ha dejado de acompañarme y el sol me reconforta a veces, bañado mi frente, mis párpados, mis mejillas. La muerte no es un lugar oscuro, sino una tibia penumbra en la que te adormeces y experimentas el placer de deslizarte por un cauce de aguas tranquilas. Algún día todos navegaremos por ese río y descubriremos que el paraíso a veces se escapa de nuestras manos, pero casi siempre regresa para acunarnos y musitar unas palabras de ternura.
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