Colours in the Dark Fotografía de Daniel Conway |
C. D. Hernández
SU OLOR DE BESTIA SALVAJE
Al leer su mensaje en Facebook se me encendió la sangre. Sentí reventar de la cólera. Los labios me temblaban y la vista se me empañó sin poderlo evitar. Sentí como si alguien me hubiera echado un balde de agua hirviendo en toda la cara. Qué carajos se cree esta niñita, me pregunté. Con qué descaro me pide permiso para que le hagan un desnudo. Maldita sea, es una ingrata. ¿Pensará que todavía me chupo el dedo? Anda toda descarriada conociendo gente. Ya la deslumbró uno de esos pintores que andan a la caza de muchachitas.
No me pude contener y le contesté de inmediato: “Ni por el putas, Julia. ¿En qué demonios andas metida? ¿Ya te echó los perros uno de esos pintores? Lo sabía. Lo noté en tu voz la semana pasada. Ya tenías más de un mes de no llamarme y de repente se te ocurrió hacerlo, qué casualidad. Me pides que te aconseje ya que nadie te conoce ni te comprende mejor que yo, ni siquiera tu propio marido. Pues aquí tienes mi consejo: No juegues con fuego si no quieres quemarte.”
Me desconecté y salí de la sala de internet. En la puerta encendí un cigarrillo y contemplé la gente. Anochecía. Las niñas salían a conversar y a pasear el ombligo. Los muchachos hacían maromas con sus bicicletas. Los viejos se entregaban en silencio a la brisa.
¿Cómo una sola frase suya vuelve volverme el día una absoluta miseria?
Me dirigí al parque. No quería encerrarme tan temprano en el hotel. Me acordé de una noche de abril en el Decamerón de Cartagena de Indias. Le eché los perros con un poema de García Lorca. Estaba de paso en su ciudad. La vi en bicicleta en Bocagrande y averigüé por ella. Supe que era ajena y ni eso no me detuvo, al contrario, me incitó aun más. Cuando la miré entrar sola a la barra sentí que los dioses estaban de mi parte y me dije, gozoso, esta mujerona va a ser mía. Se le veía el temple, caminaba como una diosa, en otra dimensión. No cualquiera se le podía acercar a semejante monstruo. Una mirada penetrante y seductora, una exquisita mezcla de ternura y altanería, una coquetería sofisticada, embriagadora y fatal. Nos atraía a todos, absolutamente a todos, incluso las mujeres la deseaban, y lo sabía. Pero conmigo se dio duro ya que yo era y soy peor que ella. Animales como nosotros hay muy pocos y es por eso que nos reconocimos a leguas. Con una mirada, con un suspiro, con un toque desmayador que solo nosotros podemos alcanzar con las yemas de los dedos es más que suficiente para saber con quienes estamos lidiando. Decidí hacer la primera movida. Caminé hacía ella y no le quité la mirada hasta que se sonrojó y bajó la suya. Pero ahora que lo pienso bien, fue otro de sus trucos para salirse con la suya como siempre lo ha hecho. Me acerqué sigiloso. Me acomodé atrasito de ella sin tocarla e inhalé su aroma. Me tragué su esencia. Se quedó inmóvil, sin atreverse a darme la cara. Su cabello era largo brillante y sedoso. Me atravesó su olor de bestia salvaje.
Le susurré el poema al oído y al final se volteó muy despacio, mordiéndose un labio, y me miró con esos ojos brillantes e inmensos de amansar culebras. De repente se rió. Me golpeó una carcajada ensordecedora, sardónica, que no sé de dónde surgió, tal vez de sus entrañas. Me quedé anonadado, sin saber qué hacer. Ninguna otra mujer había reaccionado de tal forma cuando le recitaba el poema. A todas las derretía completamente sin ningún problema. Pero claro, comprendí en ese mismo instante que esta era su venganza por haberme atrevido a desafiarla, por robarle su aroma sin ningún permiso alguno, por haberme atrevido a acercármele a tan corta distancia sin su consentimiento. ¿Qué quería, que le pidiera perdón por tal atrevimiento? Nunca. Cuando terminó de burlarse, la besé bruscamente. Estaba seguro de que no estaba acostumbrada a que la besaran de esa forma, como un animal. Obviamente esperaba una bofeteada bien merecida que me ardería hasta el fondo del alma. Para mi sorpresa, me agarró del cabello, arrojó su cuerpo súbitamente hacía el mío, se encaramó sobre mí y me abrazó con sus piernas en medio de toda la barra. Me besó, me mordió y casi me ahogó. Esta mujer es para mí, solo para mí. Era bella, es bella y cada día su belleza se redondea un poco más, por decirlo de alguna manera. Ahora es cuando está en su punto y yo no estoy a su lado para disfrutarla. Se me está deslizando por los dedos. Maldita sea.
Arrojé la colilla y contemplé una hilera de hormigas. Los viejos jugaban ajedrez en el parque y los muchachos pateaban una pelota entre gritos y vulgaridades. Sonó el móvil y era ella. Me estremecí. Ni siquiera dije “Aló”, sólo la escuché decirme: “No te preocupes, no voy a hacer nada. Ya jugué con fuego. Ya me quemé. Ya me quemé contigo. ¿Qué más quieres? Ya estoy toda chamuscada, solo quedan cenizas. Cenizas que muy pronto se llevará el viento”.
Los Ángeles, 12 de febrero del 2011
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