Jaime Bayly
EL AMOR SIN NOMBRE
Papeles perdidos
La periodista colombiana que me
sedujo en un hotel del malecón de Santo Domingo y me aseguró que algún día yo
sería presidente de mi país y ella, la primera dama.
El botones peruano del hotel
Plaza de Manhattan que apareció uniformado en mi habitación con las frutas de
cortesía y, para mi sorpresa, me ofreció otras cortesías que no pude rechazar.
El camarero francés de Lincoln
Road al que pasé a buscar a las once de la noche apenas cerró su restaurante y
llevé a un hotel decadente de la avenida Collins, en el que chilló extrañamente
como una gata en celo.
La loca alcohólica con aires de
millonaria estropeada que vino a verme en un teatro en Bogotá y terminó conmigo
y su mejor amiga en la suite con chimenea de Casa Medina.
La insaciable estudiante
pelirroja que estaba haciendo una tesis sobre alguno de mis libros y me usó
como material de investigación en el hotel Intercontinental de Santiago,
mientras yo trataba de investigar por qué ella gritaba tanto.
El modelo español que vivía en
el Decoplage de South Beach y sólo me buscaba para sacarme plata y comprar más
drogas que luego me invitaba y yo rechazaba con orgullo.
El modelo argentino que vivía
en un piso muy alto de South Point, con vista a Fisher Island y a los cruceros
que salían del puerto de Miami, y que había estudiado educación física y soñaba
con ser un actor famoso y terminó siendo un actor famoso de telenovelas en
México.
El modelo uruguayo que había
sido Mister Universo y secretamente deseaba ser Miss Universo y no salía a la
calle sin maquillarse y echarse laca en el pelo.
La estudiante de medicina de
Portland, Oregon, que conocí en un vuelo entre Miami y Madrid y perdió el tren
a Barcelona y vino a verme llorando a la suite del Wellington y a la que le
dije “no te preocupes, sólo vamos a dormir”, sabiendo que mentía, que no íbamos
a dormir nada.
La estudiante de literatura de
la universidad Católica de Santiago que me decía “Gabrielito” por el personaje
de mi novela La noche es virgen y que curiosamente resultó siendo virgen y no
me dejó ver la final del mundial de fútbol (Brasil-Alemania) porque quería
perder la virginidad.
El turista brasilero que se me
acercó en la playa de Miami para decirme, sin disimular su magnífica erección,
que quería bañarse en el mar conmigo.
El argentino rubio y delgado
que conocí en la tienda de ropa Antique Denim de Palermo, la tienda más gay de
Buenos Aires, y que odiaba mi corte de pelo y mis entrevistas de televisión y
la ropa vieja y agujereada que me ponía todos los días y que me decía que algún
día sería un diseñador famoso.
La chica distraída que decía
que era mi hada protectora y me esperaba, pasada la medianoche, afuera del
canal de televisión en Lima, y que vivía sin plata, ayudando a los niños con
retraso mental y tratando de olvidar que su madre se quería suicidar cada
cierto tiempo.
El joven banquero francés,
recientemente casado, impecablemente peinado, que se sentó a mi lado en el
avión, me dio su tarjeta y me dijo en perfecto español que nunca había estado
en la cama con un hombre pero que, después de leer mis novelas, sentía una
curiosidad creciente por vivir esa aventura, a escondidas por supuesto de su
esposa.
La estudiante californiana que
asistió a mis clases en Georgetown y siguió siendo mi amiga cuando ya no era mi
alumna y se mudó a Nueva York para trabajar como fotógrafa y se enamoró de un
banquero muy guapo del que me mandaba fotos en traje de baño.
La chilena misteriosa de
apellido aristocrático que se fue a vivir a Los Angeles.
La preciosa actriz lesbiana que
conocí en un café de la avenida Wisconsin, en Georgetown, en mi semestre de
profesor.
El taciturno residente de
Virginia que manejaba un BMW negro y me alquiló el primer departamento que tuve
en Georgetown, hace más de quince años.
El profesor de gimnasia del
hotel Plaza de Buenos Aires, tan solícito para mostrarme el sauna y alcanzarme
las toallas al salir de la ducha.
La periodista de un canal
cultural de Buenos Aires que me llevó una tarde de invierno a un restaurante a
orillas del río, en San Isidro, y, leyendo un papel que no había escrito, me
preguntó cosas que no nos interesaban, porque lo que a mí me interesaba saber
era por qué le había puesto el nombre de un futbolista famoso (Bochini) a su
perro.
La argentina que conocí en Amsterdam
en un café de marihuana, que me dijo que era sobrina de uno de los hombres más
ricos de su país y era una experta catadora de hierbas jamaiquinas y
colombianas.
El estudiante de la universidad
de Georgetown que se vestía como Dylan y fumaba como Dylan y quería cantar como
Dylan pero que en la cama no podía ser como Dylan, lo que lo hacía llorar.
La joven madrileña que tenía un
novio colombiano y había perdido a su madre recientemente y escribía cuentos
muy tristes y que me pedía que nos sentásemos en la última fila de los cines
vacíos de su barrio, en función de matiné.
El bombero voluntario de
Chicago, de paso por Washington, que conocía las montañas del Perú mejor que yo
y que hablaba un español rudimentario y conmovedor cuando hacía el amor.
La mujer muy tatuada y algo
casada, muy joven, con aire lunático, que me pidió que le firmase un libro en
la feria de Montreal y que más tarde me tocó la puerta de mi habitación y se
quitó la ropa apenas le abrí, sin decirme nada, quizá porque tenía la calefacción
encendida y hacía calor.
El tejano con sombrero que se
alojó en el hotel Park Plaza de Miraflores y era idéntico a mí, lo que había
descubierto viéndome en la televisión, de paso por Lima, y me dejó en la
recepción del hotel un sobre con su foto para demostrármelo, y al que, sin
dudarlo, llamé a Houston y fui a ver, en un acto obsceno de narcisismo mutuo.
El tripulante aéreo de nariz
protuberante que me contaba los chistes más divertidos y quería ser un
humorista famoso y se sabía los secretos de medio mundo y se sentaba a mi lado
en los vuelos a Miami sin importarle que sus superiores le dijesen que eso
estaba prohibido.
La agente inmobiliaria de Key
Biscayne que me enseñó una casa frente al mar, se echó en la cama de la
habitación principal y me miró como no imaginé nunca que esa bella mujer casada
me podía mirar.
La agente inmobiliaria sueca de
Key Biscayne, madre de tres hijos, recientemente divorciada, que me enseñó una
vieja casa Mackle y me llevó luego al bar del Sonesta a tomar unas copas y rompió
a llorar, recordando la traición de su ex marido, y me pidió que la abrazara.
A todas esas personas les dije
que las amaba, y ahora no recuerdo sus nombres.
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