Alejo Carpentier
LOS FUGITIVOS
I
El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que
había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las
moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro —nunca le
habían llamado sino Perro— estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para
desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la
cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el
cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama,
escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había
otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría
tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose
patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una
lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omoplatos. Las sombras se
hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas del
ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la neblina y
el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más
siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la
iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro
tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo envolvía aún el
olor a negro. Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo,
se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron,
haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el
ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían
aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de
pulpas tibias.
Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola
gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio
sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa
que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en
las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la
fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién
barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del
hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos
sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral,
arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, dejando una pata en
suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña.
No eran los de la jauría del ingenio. El acento era
distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate,
enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de
machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa
numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alubonadas que todo lo que
hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso,
hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y
ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido.
Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada,
en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de
paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado
del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente,
con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de
carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más
valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur,
sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí
mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba,
Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con
mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena
fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla. Una araña, que
había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del
almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.
II
Por hábito, Cimarrón y Perro se despertaron cuando
sonó la campana del ingenio. La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo
con cuerpo, los enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se
miraron largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de
recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaña,
destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bordón armoriado de la
capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a sol sobre un fondo de mugidos y de
relinchos, como indulgente aviso a los que dormían en altos lechos de caoba.
Las gallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el
meñique de la mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner.
Un pavo real hacía la rueda sobre la casa-vivienda, encendiéndose con un grito,
en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban su largo viaje
en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con guarapo.
Cimarrón se abrió la bragueta, dejando un reguero de espuma entre las raíces de
una ceiba. Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos
en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían sus
cadenas, impacientes por ser sacados del batey.
—¿Te vas conmigo? —preguntó Cimarrón.
Perro lo siguió dócilmente. Allá abajo había
demasiados látigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arrepentidos.
Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Ahora Perro estaba mucho más
atento al olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a
pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de sus polainas
de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa, a pesar del
perfume que despedían sus encajes. El olor del cura, a pesar del tufo de cera
derretida y de incienso, que hacía tan desagradable la sombra, tan fresca, sin
embargo, de la capilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de
que los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantos soplos de
fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro había
cambiado de bando.
III
En los primeros días. Perro y Cimarrón echaron de
menos la seguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciados por cubos,
en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a
los barracones, después del toque de oración o cuando se guardaban los tambores
del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las mañanas, sin campanas
ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde el alba. Perro olfateaba
una jutía oculta entre las hojas de un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas.
El día en que se daba con el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y
horas, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos
ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a
garrotazos. Poco a poco Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en que habían
comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, engullendo
lo más posible, a sabiendas de que mañana podría llover y que el agua de arriba
correría entre las peñas para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte,
Perro sabía comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de
mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de rojo. Además, como
siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún nido de codorniz, de la
incomprensible afición del amo por los langostinos que dormían a
contracorriente a la salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca de
caracoles petrificados.
Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina
de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamente, llenando
las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro comenzó a escarbar al
pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas costillas
tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con
desabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto
de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de
alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse,
Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la
caverna esa misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos
durmieron entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al
amanecer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar
a cuatro patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada
servían, y sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas...
Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambos
empezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba un carretero conocido,
una beata vestida con el hábito de Nazareno o un punteador de guitarra, de esos
que conocen al patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en
silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía permanecer varias
horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea, mirando ese camino poco
transitado, que una rana toro podía medir de un gran salto. Perro se distraía
en esas esperas dispersando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a
brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejuelas.
Un día que Cimarrón esperaba, así, algo que no
llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Una volanta
venía a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio. De pie sobre las
varas, el calesero Gregorio hacía restallar el cuero, mientras el párroco
agitaba la campanilla del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro
no se divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó al punto de
la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatro patas,
espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio a ladrar por los
corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquierda, delante, pasando y
volviendo a pasar, enseñando los dientes al calesero y al sacerdote. La jaca se
abrió a galopar por lo alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del
bocado.
De pronto, quebró una vara, arrancando el tiro.
Luego de aspaventarse como peleles, el párroco y el calesero se fueron de
cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó de sangre.
Cimarrón llegó corriendo. Blandía un bejuco para
azocar a Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el
gesto, sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance. Se
apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de las altas
botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco duros. Además, la
campanilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquella noche, arropado
en la sotana, Cimarrón se dio a soñar con placeres olvidados. Recordó los
quinqués, llenos de insectos muertos, que tan tarde ardían en las últimas casas
del pueblo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir el
aguinaldo de Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. El negro, desde luego,
había optado por las mujeres.
IV
La primavera los agarró a los dos al amanecer.
Perro despertó con una tirantez insoportable entre las patas traseras y una
mala expresión en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los
colmillos una lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba
solo. Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano
hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano un olor
rastreable... Mataba insectos que siempre lo habían asqueado, por el placer de
destruir, desgranaba espigas entre sus dientes, arrancaba arbustos tiernos.
Acabó de exasperarse cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperaba
como nunca había esperado.
Pero aquel día nadie pasó por el camino. Al caer la
noche, cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas sobre el campo,
Cimarrón echó a andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió,
desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando a los
barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar,
de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascos de caballo. Debían
estarse haciendo las pastas de guayaba, ya que un interminable dulzor de mermelada
era esparcido por el terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado,
la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.
De pronto, una negra de la dotación atravesó el
sendero de la herrería. Cimarrón se arrojó sobre ella, derribándola entre las
albahacas. Una ancha mano ahogó los gritos. Perro avanzó, solo, hasta el
lindero del batey. La perra inglesa adquirida por don Marcial en una exposición
de París estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino,
erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolvente que la
inglesa olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón de Castilla.
Cuando Perro regresó a la caverna, clareaba.
Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana del párroco. Allá abajo, en el río,
dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la corriente con sus
saltos que abrían nubes de espuma entre los linos.
V
Cimarrón se hacía cada vez más imprudente. Rondaba
ahora en torno a los caseríos, acechando, a cualquier hora, una lavandera
solitaria o una santera que buscaba culantrillo, retamas o pitahayas para algún
despojo. También, desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los
duros del capellán en un parador del camino carretera, se hacía ávido de
monedas. Más de una vez en los atajos se había llevado el cinturón de un
guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una estaca. Perro
lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía
peor que antes, y más que nunca era necesario desquitarse con huevos de
codorniz, de gallinuela o de garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo
sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se
trepaba a un árbol.
Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba
cada vez más reacio a acercarse a los pueblos. Había demasiados niños que
tiraban piedras, gente siempre dispuesta a dar patadas y, al oler su
proximidad, todos los perros de los patios lanzaban gritos de guerra. Además,
Cimarrón volvía esas noches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor
que Perro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo entraba
en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia prudente. Así se
fue viviendo hasta la noche en que Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el
cuarto de una mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombres cautelosos,
que llevaban mochas en claro. Al poco rato Cimarrón fue sacado a la calle,
desnudo, dando tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del
ingenio, echó a correr al monte por la vereda de los cañaverales.
Al día siguiente vio pasar a Cimarrón por el
camino. Estaba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en el cuello
y los tobillos. Y lo conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando,
que le daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y
de malcriado.
VI
Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el
valle, Perro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de él a veces,
cuando aquel gran sol frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos
reflejos sobre las plantas. Se habían terminado para él las hogueras que solían
iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en
el invierno que se aproximaba, ni habría ya quien le quitara el collar de púas
de cobre, que tanto le molestaba para dormir —a pesar de que hubiera heredado
la sotana del párroco—. Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en
cambio, con los seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el maia
entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no estaba
allí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o de recoger
manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando había
agarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligaciones a que todo ser
que depende de alguien se ve constreñido. Tampoco —salvo en casos de hambre
extrema— podía atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves
de agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada de los corrales
aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había perdido
todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotos casi inaccesibles al
hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento mecía con ruidos de
albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se arrastraban lagartos
verdes, de orejeras blancas, de esos que tan mal saben y, por lo mismo,
permanecen donde están. Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en
hueco, la lana apresaba guisazos que ya no tenían espinas.
Con los aguinaldos volvió la primavera. Una tarde
en que lo desvelaba un extraño desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel
misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa
primera de su fuga al monte. También ahora caían ladridos de la montaña. Esta
vez Perro agarró el rastro en firme, recobrándolo luego de pasar un arroyo a
nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche siguió la huella, con la nariz pegada al
suelo, largando baba por el canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba
toda una quebrada. El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros.
Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos,
tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se cerraba el olor
a hembra.
Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron
encima. Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remolino de
ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar.
Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó
al más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo de
rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, para librar la
última batalla a la perra gris, de pelo duro, que lo esperaba con los colmillos
de fuera. El rastro moría a la sombra de su vientre.
VII
Los jíbaros cazaban en bandada. Por ello buscaban
las piezas grandes, de más carne y más huesos. Cuando daban con un venado, era
tarea de días. Primero al acoso. Luego, si la bestia lograba salvar una barranca
de un salto, el atajo. Luego, cuando una caverna venía en ayuda de la presa, el
asedio. A pesar de herir y entornar, el animal moría siempre en dientes de la
jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo aún, arrancándole tiras de
pelo pardo, y bebiendo una sangre fresca a pesar de su tibieza, en las arterias
del cuello o en las raíces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros habían
perdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertos de cicatrices,
mataduras y peladas rojas. En los días del celo, los perros combatían entre sí,
mientras las hembras esperaban, echadas, con sorprendente indiferencia, el
resultado de la lucha. La campana del ingenio, cuyo diapasón era traído a veces
por la brisa, no despertaba en el perro el menor recuerdo.
Un día los jíbaros agarraron un rastro habitual en
aquellas selvas de bejucos, de espinas, de plantas malvadas que envenenaban al
herir. Olía a negro. Cautelosamente, los perros avanzaron por el desfiladero de
los caracoles, donde se alzaba una piedra con cara de muerto. Los hombres
suelen dejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es mejor cuidarse de
ellos, porque son los animales más peligrosos, por ese andar sobre las patas
traseras que les permite alargar sus gestos con palos y objetos. La jauría
había dejado de ladrar.
De pronto, el hombre apareció. Olía a negro. Unas
cadenas rotas, que le colgaban de las muñecas, ritmaban su paso. Otros
eslabones, más gruesos, sonaban bajo los flecos de su pantalón rayado. Perro
reconoció a Cimarrón.
—¡Perro! —alborozó el negro—. ¡Perro!
Perro se le acercó lentamente. Le olió los pies,
aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas en torno a él, moviendo la cola; cuándo
era llamado, huía. Y cuando no era llamado, parecía buscar aquel sonido de voz
humana, que había entendido un poco en otros tiempos, pero que ahora le sonaba
tan raro, tan peligrosamente evocador de obediencias. Al fin, Cimarrón dio un
paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó un extraño
grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al cuello del negro.
Había recordado, de súbito, una vieja consigna del
mayoral del ingenio, el día que un esclavo huía al monte.
VIII
Como no olía a hembra y los tiempos eran apacibles,
los jíbaros durmieron hasta el hartazgo durante dos días. Arriba, las auras
pesaban sobre las ramas, esperando que la jauría se marchara, sin concluir el
trabajo. Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa
listada de Cimarrón. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez de los
colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos rodaban en el polvo. Y
volvían a empezar, con un harapo cada vez más menguado, mirándose a los ojos,
las narices casi juntas. Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se
perdieron en lo alto de las crestas arboladas.
Durante
muchos años los monteros evitaron de noche aquel atajo, dañado por huesos y
cadenas.
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