Alejo Carpentier
EL CAMINO DE SANTIAGO
I
Con dos tambores andaba Juan a lo largo del
Escalda —el suyo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las
cartas—, cuando le llamó la atención una nave, recién arrimada a la orilla, que
acababa de atar gúmenas a las bitas. Como la llovizna de aquel atardecer le
repicaba quedo en el parche mal abrigado por el ala del sombrero, todo había de
parecerle un tanto aneblado —aneblado como lo estaba ya por el aguardiente y la
cerveza del vivandero amigo, cuyo carro humeaba por todos los hornillos, un
poco más abajo, cerca de la iglesia luterana que habían transformado en
caballerizas. Sin embargo, aquel barco traía una tal tristeza entre las bordas,
que la bruma de los canales parecía salirle de adentro, como un aliento de mala
suerte. Las velas le estaban remendadas con lonas viejas, de colores mohosos;
tenía pelos en los cordajes, musgos en las vergas, y de los flancos sin carenar
le colgaban andrajos de algas muertas. Un caracol, aquí, allá, pintaba una
estrella, una rosa gris, una moneda de yeso, en aquella vegetación de otros
mares, que acababa de podrirse, en pardo y verdinegro, al conocer la frialdad
de aguas dormidas entre paredes obscuras. Los marinos parecían extenuados, de
pómulos hundidos, ojerosos, desdentados, como gente que hubiera sufrido el mal
de escorbuto. Acababan de soltar los cabos de una faluca que les había
arrastrado hasta el muelle, con gestos que no expresaban, siquiera, el contento
de ver encenderse las luces de las tabernas. La nave y los hombres parecían
envueltos en un mismo remordimiento, como si hubiesen blasfemado el Santo
Nombre en alguna tempestad, y los que ahora estaban enrollando cuerdas y plegando
el trapío, lo hacían con el desgano de condenados a no poner más el pie en
tierra. Pero, de pronto, abrióse una escotilla, y fue como si el sol iluminara
el crepúsculo de Amberes. Sacados de las penumbras de un sollado, aparecieron
naranjos enanos, todos encendidos de frutas, plantados en medios toneles que
empezaron a formar una olorosa avenida en la cubierta. Ante la salida de
aquellos árboles vestidos de suntuosas cáscaras quedó la tarde transfigurada y
un olor a zumos, a pimienta, a canela, hizo que Juan, atónito, pusiera en el
suelo el tambor cargado en el hombro, para sentarse a horcajadas sobre él. Era
cierto, pues, lo de los amores del Duque con lo que decían de los suntuarios
caprichos de su dueña, ganosa siempre de los presentes que sólo un Alba, por
mero antojo, podía hacer traer de las Islas de las Especias, de los Reinos de
Indias o del Sultanato de Ormuz. Aquellos naranjos, tan pequeños y cargados,
habían sido criados, sin duda, en alguna huerta de moros bautizados —que nadie
los aventajaba en eso de hacer portentos con las matas—, antes de desafiar
tormentas y bajeles enemigos, para venir a adornar alguna galería de espejos,
en el palacio de la que arrebolaba su cutis de flamenca con los más finos
polvos de coral del Levante. Y es que cuando ciertas mujeres se daban a pedir,
en aquellos días de tantas navegaciones y novedades, no les bastaban ya los
afeites que durante siglos se tuvieran por buenos, sino que pedían invenciones
de Dinamarca, bálsamos de Moscovia y esencia de flores nuevas; si se trataba de
aves, querían el papagayo indiano que dice insolencias, y en cuanto a perros,
no se contentaban ya con el gozque cariñoso, sino que reclamaban falderos con
traza de grifos, o animales con bastante lana para trasquilarlos de modo que
tuvieran una melena berberisca donde prender lazos de color. Así, cuando el
aguardiente del vivandero zamorano se subía a la cabeza de los soldados, había
siempre quien se soltara la lengua, afirmando que si el Duque permanecía tanto
tiempo en Amberes, con unos cuarteles de invierno que ya pasaban de cuarteles
de primavera, era porque no acababa de resolverse a dejar de escuchar una voz
que sonaba, sobre el mástil del laúd, como sonarían las voces de las sirenas,
mentadas por los antiguos. "¿Sirenas?"—había gritado poco antes la
moza fregona, gran trasegadora de aguardiente, que venía zapateando desde
Nápoles, tras de la tropa. "¿Sirenas? ¡Digan mejor que más tiran dos tetas
que dos carretas!" Juan no había oído el resto, en el revuelo de soldados
que se apartaban del carro del vivandero sin pagar lo comido ni bebido, por
temor a que algún criado del Duque anduviese por allí y denunciara la
ocurrencia. Pero ahora, ante esos naranjos que eran llevados a tierra, bajo la
custodia de un alférez recién llegado, le volvían las palabras de la moza,
subrayadas por un espeso trazo de evidencia. Ya venían a cargar los árboles
enanos unos carros entoldados que eran de la intendencia. Ahuecado el estómago
por el repentino deseo de comer una olleta de panzas o roer una uña de vaca,
Juan volvió a montarse en el hombro el tambor ganado a los naipes. En aquel
momento observó que por el puente de una gúmena bajaba a tierra una enorme
rata, de rabo pelado, como achichonada y cubierta de pústulas. El soldado
agarró una piedra con la mano que le quedaba libre, meciéndola para hallar el
tino. La rata se había detenido al llegar al muelle, como forastero que al
desembarcar en una ciudad desconocida se pregunta dónde están las casas. Al
sentir el rebote de un guijarro que ahora le pasaba sobre el lomo para irse al
agua del canal, la rata echó a correr hacia la casa de los predicadores
quemados, donde se tenía el almacén del forraje. Sin pensar más en esto, Juan
regresó hacia el carro del vivandero zamorano. Allí, por amoscar a la fregona,
los soldados de la compañía coreaban unas coplas que ponían a las de su pueblo
de virgos cosidos, pegadoras de cuernos y alcahuetas. Pero, en eso pasaron los
carros cargados de naranjos enanos, y hubo un repentino silencio, roto tan sólo
por un gruñido de la moza, y el relincho de un garañón que sonó en la nave de
los luteranos como la misma risa de Belcebú.
II
Creyóse, en un comienzo, que el mal era de
bubas, lo cual no era raro en gente venida de Italia. Pero, cuando aparecieron
fiebres que no eran tercianas, y cinco soldados de la compañía se fueron en
vómitos de sangre, Juan empezó a tener miedo. A todas horas se palpaba los
ganglios donde suele hincharse el humor del mal francés, esperando
encontrárselos como rosario de nueces. Y a pesar de que el cirujano se mostraba
dudoso en cuanto a pronunciar el nombre de una enfermedad que no se veía en
Flandes desde hacía mucho tiempo a causa de la humedad del aire, sus andanzas
por el reino de Nápoles le hacían columbrar que aquello era peste, y de las
peores. Pronto supo que todos los marineros del barco de los naranjos enanos
yacían en sus camastros, maldiciendo la hora en que hubieran respirado los
aires de Las Palmas, donde el mal, traído por cautivos rescatados de Argel,
derribaba las gentes en las calles, como fulminadas por el rayo. Y como si el
temor al azote fuese poco, la parte de la ciudad donde se alojaba la compañía
se había llenado de ratas. Juan recordaba, como alimaña de mal agüero, aquella
rata hedionda y rabipelada, a la que había fallado por un palmo, en la pedrada,
y que debía ser algo así como el abanderado, el pastor hereje, de la horda que
corría por los patios, se colaba en los almacenes, y acababa con todos los
quesos de aquella orilla. El aposentador del soldado, pescadero con trazas de
luterano, se desesperaba, cada mañana, al encontrar sus arenques medio comidos,
alguna raya con la cola de menos y la lamprea en el hueso, cuando un bicho
inmundo no estaba ahogado, de panza arriba, en el vivero de las anguilas. Había
que ser cangrejo o almeja, para resistir al hambre asiática de aquellas ratas
llagadas y purulentas, venidas de sabe Dios qué Isla de las Especias, que roían
hasta el correaje de las corazas y el cuero de las monturas, y hasta profanaban
las hostias sin consagrar del capellán de la compañía. Cuando un aire frío,
bajado de los pastos anegados, hacía tiritar el soldado en el desván bajo
pizarra que tenía por alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando que
ya se le abrasaba el pecho y le dolían las bubas, y que la muerte sería buen
castigo por haber dejado la enseñanza de los cantos que se destinan a la gloria
de Nuestro Señor, para meterse a tambor de tropa, que eso no era arte de cantar
motetes, ni ciencia del Cuadrivio, sino música de zambombas, pandorgas y
castrapuercos, como la tocaban, en cualquier alegría de Corpus, los mozos de su
pueblo. Pero, con un parche y un par de vaquetas se podía correr el mundo, del
Reino de Nápoles al de Flandes, marcando el compás de la marcha, junto al
trompeta y al pífano de boj. Y como Juan no se sentía con alma de clérigo ni de
chantre, había trocado el probable honor de llegar a ingresar, algún día, en la
clase del maestro Ciruelo, en Alcalá, por seguir al primer capitán de leva que
le pusiera tres reales de a ocho en la mano, prometiéndole gran regocijo de mujeres,
vinos y naipes, en la profesión militar. Ahora que había visto mundo,
comprendía la vanidad de las apetencias que tantas lágrimas costaran a su santa
madre. De nada le había servido repicar la carga en el fuego de tres batallas,
desafiando el trueno de las lombardas, si la muerte estaba aquí, en este desván
cuyos ventanales de cristales verdes se teñían tan tristemente con los fulgores
de las antorchas de la ronda, al son de aquel tambor velado, tan mal tocado por
esos flamencos de sangre de lúpulo que nunca daban cabalmente con el compás. La
verdad era que Juan había gimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las
bubas hinchadas, para que Dios, compadecido de quien se creía enfermo, no le
mandara cabalmente la enfermedad. Pero, de súbito, un horrible frío se le metía
en el cuerpo. Sin quitarse las botas, se acostó en el catre, echándose una
manta encima, y encima de la manta un edredón. Pero no era una manta, ni un
edredón, sino todas las mantas de la compañía, todos los edredones de Amberes,
los que le hubiesen sido necesarios, en aquel momento, para que su cuerpo
destemplado hallara el calor que el Rey Salomón viejo tratara de encontrar en
el cuerpo de una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pescadero,
llamado por los gemidos, había retrocedido con espanto, bajando las escaleras
llenas de ratas, a los gritos de que el mal estaba en la casa, y que esto era
castigo de católicos por tanta simonía y negocios de bulas. Entre humos vio Juan
el rostro del cirujano que le tentaba las ingles, por debajo del cinturón
desceñido, y luego fue, de repente, en un extraño redoble de cajas—muy picado,
y sin embargo tenido en sordina—la llegada portentosa del Duque de Alba.
Venía solo, sin séquito, vestido de negro, con
la gola tan apretada al cuello, adelantándole la barba entrecana, que su cabeza
hubiera podido ser tomada por cabeza de degollado, llevada de presente en
fuente de mármol blanco. Juan hizo un tremendo esfuerzo por levantarse de la
cama, parándose como correspondía a un soldado, pero el visitante saltó por
sobre el edredón que lo cubría, yendo a sentarse del otro lado, sobre un
taburete de esparto, donde había varios frascos de barro. Los frascos no
cayeron ni se rompieron, aunque un olor a ginebra se esparciera por el cuarto,
como un sahumerio de sinagoga. Afuera sonaban confusas trompetas, revueltas en
gran desconcierto, desafinadas, como tiritándoles las notas, en el mismo frío
que tenía tableteando los dientes del enfermo. El Duque de Alba, sin desarrugar
un ceño de quemar luteranos, sacó tres naranjas que le abultaban bajo el
entallado del jubón, y empezó a jugar con ellas, a la manera de los
titiriteros, pasándoselas de mano a mano, por encima del peinado a la romana,
con sorprendente presteza. Juan quiso hacer algún elogio de su pericia en artes
que se le desconocían, llamándolo, de paso, León de España, Hércules de Italia
y Azote de Francia, pero no le salían las palabras de la boca. De pronto, una
violenta lluvia atamborileó en las pizarras del techo. La ventana que daba a la
calle se abrió al empuje de una ráfaga, apagándose el candil. Y Juan vio salir
al Duque de Alba en el viento, tan espigado de cuerpo que se le culebreó como
cinta de raso al orillar el dintel, seguido de las naranjas que ahora tenían
embudos por sombreros, y se sacaban unas patas de ranas de los pellejos, riendo
por las arrugas de sus cáscaras. Por el desván pasaba volando, de patio a
calle, montada en el mástil de un laúd, una señora de pechos sacados del
escote, con la basquiña levantada y las nalgas desnudas bajo los alambres del
guardainfantes. Una ráfaga que hizo temblar la casa acabó de llevarse a la
horrosa gente, y Juan, medio desmayado de terror buscando aire puro en la
ventana, advirtió que el cielo estaba despejado y sereno. La Vía Láctea, por
vez primera desde el pasado estío, blanqueaba el firmamento.
—¡El Camino de Santiago!—gimió el soldado,
cayendo de rodillas ante su espada, clavada en el tablado del piso, cuya
empuñadura dibujaba el signo de la cruz.
III
Por caminos de Francia va el romero, con las
manos flacas asidas del bordón, luciendo la esclavina santificada por hermosas
conchas cosidas al cuero, y la calabaza que sólo carga agua de arroyos. Empieza
a colgarle la barba entre las alas caídas del sombrero peregrino, y ya se le
desfleca la estameña del hábito sobre la piadosa miseria de sandalias que
pisaron el suelo de París sin hollar baldosas de taberna, ni apartarse de la
recta vía de Santiago, como no fuera para admirar de lejos la santa casa de los
monjes clunicenses. Duerme Juan donde le sorprende la noche, convidado a más de
una casa por la devoción de las buenas gentes, aunque cuando sabe de un
convento cercano, apura un poco el paso, para llegar al toque del Angelus, y
pedir albergue al lego que asoma la cara al rastrillo. Luego de dar a besar la
venera, se acoge al amparo de los arcos de la hospedería, donde sus huesos,
atribulados por la enfermedad y las lluvias tempranas que le azotaron el lomo
desde Flandes hasta el Sena, sólo hallan el descanso de duros bancos de piedra.
Al día siguiente parte con el alba, impaciente por llegar, al menos, al Paso de
Roncesvalles, desde donde le parece que el cuerpo le estará menos quebrantado,
por hallarse en tierra de gente de su misma lana. En Tours se le juntan dos
romeros de Alemania, con los que habla por señas. En el Hospital de San Hilario
de Poitiers se encuentra con veinte romeros más, y es ya una partida la que
prosigue la marcha hacia las Landas, dejando atrás el rastrojo del trigo, para
encontrar la madurez de las vides. Aquí todavía es verano, aunque se cumplen
faenas de otoño. El sol demora sobre las copas de los pinos, que se van
apretando cada vez más, y entre alguna uva agarrada al paso, y los descansos de
mediodía que se hacen cada vez más largos, por lo oloroso de las hierbas y el
frescor de las sombras, los romeros se dan a cantar. Los franceses, en sus
coplas, hablan de las buenas cosas a que renunciaron por cumplir sus votos a
Saint Jacques; los alemanes garraspean unos latines tudescos, que apenas si
dejan en claro el Herru Sanctiagu! Got
Sanctiagu! En cuanto a los de Flandes, más concertados, entonan un himno
que ya Juan adorna de contracantos de su invención: "¡Soldado de Cristo, con
santas plegarias, a todos defiendes, de suertes contrarias!"
Y así, caminando despacio, llevando fila de más
de ochenta peregrinos, se llega a Bayona, donde hay buen hospital para
espulgarse, poner correas nuevas a las sandalias, sacarse los piojos entre
hermanos, y solicitar algún remedio para los ojos que muchos, a causa del polvo
del camino, traen legañosos y dañados. Los patios del edificio son hervideros
de miserias, con gente que se rasca las sarnas, muestra los muñones, y se
limpia las llagas con el agua del aljibe. Hay quien carga lamparones que no
sanaron ni con el tocamiento del Rey de Francia, y otro que jinetea un banco
para descansar del estorbo de partes tan hinchadas, que parecen las verijas del
gigante Adamastor. Juan el Romero es de los pocos que no solicitan remedios. El
sudor que tanto le ha pringado el sayal cuando se andaba al sol entre viñas, le
alivió el cuerpo de malos humores. Luego, agradecieron sus pulmones el bálsamo
de los pinos, y ciertas brisas que, a veces, traían el olor del mar. Y cuando
se da el primer baño, con baldes sacados del pozo santificado por la sed de
tantos peregrinos, se siente tan entonado y alegre, que va a despacharse un
jarro de vino a orillas del Adur, confiando en que hay dispensa para quien
corre el peligro de resfriarse luego de haberse mojado la cabeza y los brazos
por primera vez en varias semanas. Cuando regresa al hospital no es agua clara
lo que carga su calabaza, sino tintazo del fuerte, y para beberlo despacio se
adosa a un pilar del atrio. En el cielo se pinta siempre el Camino de Santiago.
Pero Juan, con el vino aligerándole el alma, no ve ya el Campo Estrellado como
la noche en que la peste se le acercara con un tremebundo aviso de castigo por
sus muchos pecados. A tiempo había hecho la promesa de ir a besar la cadena con
que el Apóstol Mayor fuese aprisionado en Jerusalem. Pero ahora, descansado, algo
bañado, con piojos de menos y copas de más, empieza a pensar si aquella fiebre
padecida sería cosa de la peste, y si aquella visión diabólica no sería obra de
la fiebre. El gemido de un anciano con media cara comida por un tumor, que yace
a su lado, le recuerda al punto que los votos son votos, y metiendo la cabeza
en el rebozo de la esclavina, se regocija pensando que llegará con el cuerpo
sano, donde otros prosternarán sus llagas y costras, luego de pasarlas,
inseguros aún del divino remiendo, bajo el arco de la Puerta Francina. La salud
recobrada le hace recordar, gratamente, aquellas mozas de Amberes, de carnes
abundosas, que gustaban de los flacos españoles, peludos como chivos, y se los
sentaban en el ancho regazo, antes del trato, para zafarles las corazas con
brazos tan blancos que parecían de pasta de almendras. Ahora sólo vino llevará
el romero en la calabaza que cuelga de los clavos de su bordón.
IV
El camino de Francia arroja al romero, de
pronto, en el alboroto de una feria que le sale al paso, entrando en Burgos. El
ánimo de ir rectamente a la catedral se le ablanda al sentir el humo de las
frutas de sartén, el olor de las carnes en parrilla, los mondongos con perejil,
el ajimójele, que le invita a probar, dadivosa, una anciana desdentada, cuyo
tenducho se arrima a una puerta monumental, flanqueada por torres macizas.
Luego del guiso, hay el vino de los odres cargados en borricos, más barato que
el de las tabernas. Y luego es el dejarse arrastrar por el remolino de los que
miran, yendo del gigante al volatinero, del que vende aleluyas en pliego
suelto, al que muestra, en cuadros de muchos colores, el suceso tremendo de la
mujer preñada del Diablo, que parió una manada de lechones en Alhucemas. Allí
promete uno sacar las muelas sin dolor, dando un paño encarnado al paciente
para que no se le vea correr la sangre, con ayudante que golpea la tambora con
mazo, para que no se le oigan los gritos; allá se ofrecen jabones de Bolonia,
unto para los sabañones, raíces de buen alivio, sangre de dragón. Y es el
estrépito de siempre, con la fritura de los buñuelos, y el desafinado de las
chirimías, con algún perro de jubón y gorro, que viene a pedir limosna para el
pobre tullido caminando en las patas traseras, como cristiano. Cansado de verse
zarandeado, Juan el Romero se detiene, ahora, ante unos ciegos parados en un
banco, que terminan de cantar la portentosa historia de la Arpía Americana,
terror del cocodrilo y el león, que tenía su hediondo asiento en anchas
cordilleras e intrincados desiertos:
—Por una cuantiosa suma
La ha comprado un europeo,
Y con ella se vino a Europa;
En Malta desembarcóla,
Desde allí fue al país griego,
Y luego a Constantinopla,
Toda la Tracia siguiendo.
Allí empezó a no querer
Admitir los alimentos,
Tanto que a las pocas semanas
Murió rabiando y rugiendo.
CORO:
Este fin tuvo la Arpía
Monstruo de natura horrendo,
Ojalá todos los monstruos
Se murieran en naciendo.
Por no dar limosna, los que escuchaban en
segunda fila se escurren prestamente, riendo de los ciegos que descargan su
enojo en la prosapia de los tacaños; pero otros ciegos les cierran el paso un
poco más lejos, cerca de donde se representa, en retablo de títeres, el
sucedido de los moros que entraron en Cuenca disfrazados de carneros. Escapando
de la Arpía Americana, Juan se ve llevado a la Isla de Jauja, de la que se
tenían noticias, desde que Pizarro hubiera conquistado el Reino del Perú. Aquí
los cantores tienen la voz menos rajada, y mientras uno ofrece oraciones para
las mujeres que no paren, el jefe de los otros, ciego de grande estatura,
tocado por un sombrero negro, bordonea con larguísimas uñas en su vihuela,
dando fin al romance:
—Hay en cada casa un huerto
De oro y plata fabricado
Que es prodigio lo que abunda
De riquezas y regalos.
A las cuatro esquinas de él
Hay cuatro cipreses altos:
El primero de perdices,
El segundo gallipavos,
El tercero cría conejos
Y capones cría el cuarto.
Al pie de cada ciprés
Hay un estanque cuajado
Cual de doblones de a ocho,
Cual de doblones de a cuatro.
Y ahora, dejando la tonada de la copla para
tomar empaque de pregonero de levas, concluye el ciego con voz que alcanza los
cuatro puntos de la feria, alzando la vihuela como estandarte:
—¡Ánimo, pues, caballeros,
Ánimo, pobres hidalgos,
Miserables buenas nuevas,
Albricias, todo cuitado!
¡Que el que quiere partirse
A ver este nuevo pasmo
Diez navíos salen juntos
De Sevilla este año...!
Vuelven a escurrirse los oyentes, otra vez
injuriados por los cantores, y se ve Juan empujado al cabo de un callejón donde
un indiano embustero ofrece, con grandes aspavientos, como traídos del Cuzco,
dos caimanes rellenos de paja. Lleva un mono en el hombro y un papagayo posado
en la mano izquierda. Sopla en un gran caracol rosado, y de una caja encarnada
sale un esclavo negro, como Lucifer de auto sacramental, ofreciendo collares de
perlas melladas, piedras para quitar el dolor de cabeza, fajas de lana de
vicuña, zarcillos de oropel, y otras buhonerías del Potosí. Al reír muestra el
negro los dientes extrañamente tallados en punta y las mejillas marcadas a
cuchillo, y agarrando unas sonajas se entrega al baile más extravagante,
moviendo la cintura como si se le hubiera desgajado, con tal descaro de
ademanes, que hasta la vieja de las panzas se aparta de sus ollas para venir a
mirarlo. Pero en eso empieza a llover, corre cada cual a resguardarse bajo los
aleros —el titiritero con los títeres bajo la capa, los ciegos agarrados de sus
palos, mojada en su aleluya la mujer que parió lechones—, y Juan se encuentra
en la sala de un mesón, donde se juega a los naipes y se bebe recio. El negro
seca al mono con un pañuelo, mientras el papagayo se dispone a echar un sueño,
posado en el aro de un tonel. Pide vino el indiano, y empieza a contar embustes
al romero. Pero Juan prevenido como cualquiera contra embuste de indianos,
piensa ahora que ciertos embustes pasaron a ser verdades. La Arpía Americana,
monstruo pavoroso, murió en Constantinopla, rabiando y rugiendo. La tierra de
Jauja había sido cabalmente descubierta, con sus estanques de doblones, por un
afortunado capitán llamado Longores de Sentlam y de Gorgas. Ni el oro del Perú,
ni la plata del Potosí eran embustes de indianos. Tampoco las herraduras de
oro, clavadas por Gonzalo Pizarro en los cascos de sus caballos. Bastante que
lo sabían los contadores de las Flotas del Rey, cuando los galeones regresaban
a Sevilla, hinchados de tesoros. El indiano, achispado por el vino, habla luego
de portentos menos pregonados: de una fuente de aguas milagrosas, donde los
ancianos más encorvados y tullidos no hacían sino entrar, y al salirles la
cabeza del agua, se les veía cubierta de pelos lustrosos, las arrugas borradas,
con la salud devuelta, los huesos desentumecidos, y unos arrestos como para
empreñar una armada de Amazonas. Hablaba del ámbar de la Florida, de las
estatuas de gigantes vistas por el otro Pizarro en Puerto Viejo, y de las
calaveras halladas en Indias, con dientes de tres dedos de gordo, que tenían
una oreja sola, y ésa, en medio del colodrillo. Había, además, una ciudad,
hermana de la de Jauja, donde todo era de oro, hasta las bacías de los
barberos, las cazuelas y peroles, el calce de las carrozas, los candiles. "¡Ni
que fueran alquimistas sus moradores!", exclama el romero atónito. Pero el
indiano pide más vino y explica que el oro de Indias ha dado término a las
lucubraciones de los perseguidores de la Gran Obra. El mercurio hermético, el
elixir divino, la lunaria mayor, la calamina y el azófar, son abandonados ya
por todos los estudiosos de Morieno, Raimundo y Avicena, ante la llegada de
tantas y tantas naves cargadas de oro en barras, en vasos, en polvo, en
piedras, en estatuas, en joyas. La transmutación no tiene objeto donde no hay
operación que cumplir en hornacha para tener oro del mejor, hasta donde alcanza
la mano de un buen extremeño, parado en una estancia de regular tamaño.
Noche es ya cuando el indiano se va al aposento,
trabada la lengua por tanto vino bebido, y el negro sube, con el mono y el
papagayo, al pajar de la cuadra. El romero, también metido en humos yéndose a
un lado y otro del bordón—y, a veces girando en derredor—, acaba por salirse a
un callejón de las afueras, donde una moza le acoge en su cama hasta mañana, a
cambio del permiso de besar las santas veneras que comienzan a descoserse de su
esclavina. Las muchas nubes que se ciernen sobre la ciudad ocultan, esta noche,
el Camino de Santiago.
V
Dice ahora, a quien quiere oírle, que regresa donde
nunca estuvo. Allá quedó Santiago el Mayor y la cadena que le aprisionó y el
hacha que lo decapitó. Por aprovechar las hospederías de los conventos y su
caldo de berzas con pantortas de centeno; por gozar de las ventajas de las
licencias, sigue llevando Juan el hábito, la esclavina y la calabaza, aunque
ésta, en verdad, sólo carga ya aguardiente. Bien atrás quedó el Camino Francés,
beneficio de otro que, al pasar por Ciudad Real, lo tuvo tres días pegado a los
odres del más famoso vino de todo el Reino. De allí en adelante nota algo
cambiado en las gentes. Poco hablan de lo que ocurre en Flandes, viviendo con
los oídos atentos a Sevilla, por donde llegan noticias del hijo ausente, del
tío que mudó la herrería a Cartagena, del otro que perdió su plata, por no
tenerla registrada. Hay pueblos de donde han marchado familias enteras;
canteros con sus oficiales, hidalgos pobres, con caballo y los criados. Ahora
tocan cajas en todas las plazas, levando gente para conquistar y poblar nuevas
provincias de la Tierra Firme. Los mesones, los albergues, están llenos de
viajeros. Así, habiendo trocado la venera por la Rosa de los Vientos, llega
Juan el Romero a la Casa de la Contratación, tan olvidado de haber sido
peregrino, que más parece un actor de compañía desbandada, de los que a falta
de dinero, echan mano a las arcas del vestuario, acabando por ponerse la casaca
del bobo de entremés, las bragas del vizcaino, la cota de Pilato y el sombrero
que llevaba Arcadio, el pastor enamorado de la comedia al estilo italiano, que
no gustó. Poco a poco, haciéndose de unas calzas acá allá de una capa,
cambiando la esclavina por zapatos, regateando al ropavejero, Juan lucía un
atuendo que si en nada recordaba al romero, tampoco evocaba al soldado de los
Tercios de Italia. Además, no era propósito suyo acudir a la llamada de las
levas, pues bien le había advertido el Indiano que las conquistas a lo Cortés,
yéndose en armada, no era ya lo que mejor aprovechaba. Lo que ahora pagaba en
Indias era el olfato aguzado, la brújula del entendimiento, el arte de saltar
por sobre los demás, sin reparar mucho en ordenanzas de Reales Cédulas,
reconvenciones de bachilleres, ni griterías de Obispos, allí donde la misma
Inquisición tenía la mano blanda, por tener muy poco que hacer con tantos negros
e indios, escasamente preparados en materia de fe, sabiéndose, además, que si
hubiese empeño en repartir sambenitos, los más se irían en vestir capellanes
culpables del delito de solicitación en el confesionario; y como la atenuante
del impulso repentino era tanto más válida en tierras calientes, el Santo
Oficio americano había optado, desde el comienzo, por calentar jícaras de
chocolate en sus braseros, sin afanarse en establecer distingos de herejía
pertinaz, negativa, diminuta, impenitente, perjura o alumbrada. Además, donde
no había iglesias luteranas ni sinagogas, la Inquisición se echaba a dormir la
siesta. Podían los negros, a veces, tocar el tambor ante figuras de madera que
olían a pezuña del diablo. Pero mientras con su pan se lo comieran, los frailes
se encogían de hombros. Lo que molestaba eran las herejías que venían
acompañadas de papeles, de escritos, de libros. Así, después de agacharse bajo
el agua bendita, los negros e indios volvían muchas veces a sus idolatrías,
pero hacían demasiada falta en las minas, en los repartimientos, para que se
les viera, al tenor del Cuarto Evangelio, como el sarmiento seco que se
amontona y arroja al fuego. De este modo, favoreciéndolo con la merced de su
larga experiencia, el Indiano, lo había recomendado a un cordelero sevillano,
cuya atarazana, repleta de catres y jergones, era posada donde otros
aguardaban, como él, permiso para embarcar en la Flota de la Nueva España, que
en mayo saldría de Sanlúcar con mucha gente divertida a bordo de las naves. Con
el nombre de Juan de Amberes quedaba Juan asentado en los libros de la Casa de
la Contratación —pues no debía olvidarse que se le esperaba en Flandes, luego
de la promesa cumplida—, entre un Jorge, negro esclavo del Obispo de Tarragona,
y uno que demasiado insistía en no ser hijo de reconciliado, ni nieto de
quemado por herejía. En el mismo folio de asientos desfilaban, a continuación,
un pellejero de la Emperatriz, un mercader genovés llamado Jácome de Castellón,
varios chantres, dos polvoristas, el Deán de Santa María del Darién con su paje
Francisquillo, un algebrista maestro en pegar huesos rotos, clérigos,
bachilleres, tres cristianos nuevos, y una Lucía, de color de pera cocha. En
eso del color, mejor hubiera sido no entrar en distingos, buscándose matices de
era cocida o no, porque Juan, en sus andanzas por el laberinto bético, se
asombraba ante el gran portento de los humanos colores. Y no eran tan sólo
negros horros que esperaban el día de salir en las flotas, loros como brea o
con el pellejo de berenjena; no eran tan sólo las morenas del para cumbé,
guineas alcojoladas, mulatas de Zofalá, sino que se veían, en estas vísperas de
salida, muchos indios que aguardaban el regreso a sus patrias en el séquito de
prelados o capitanes, venidos a tratar negocios en la Corte. El solo Chantre
Mayor de Guatemala, que embarcaría en la Flota, se traía tres criados, de color
aceitunado, con las frentes ceñidas por tiras bordadas, y una manta de lana
espesa, con los colores del arco iris, metida por la cabeza a modo de capisayo.
Los tres llevaban cruces al cuello, pero sabe Dios de qué paganismo hablarían,
en su idioma de respirar para dentro, que más soñaba protesta de sordomudo que
a lengua de cristiano había indios de la Española, yucatecos que llevaban
calzones blancos, y otros, de cabeza redonda, bocas belfudas, y pelo espeso,
cortado como a medida de cuenco, que eran de la Tierra Firme, y hasta aparecían
en misa, algunas veces, los ocho mexicanos de la casa de Medina Sidonia, que
habían tocado chirimías —y muy diestramente, por cierto —en las fiestas dadas
para celebrar el encuentro de Doña María con el Príncipe Felipe, en Salamanca. Todo
aquel mundo alborotoso y raro, tornasolado de telas gritonas, de abalorios y de
plumas, donde no faltaban eunucos de Argel, y esclavas moras con las caras
marcadas al hierro, ponían un estupendo olor de aventuras en las narices de
Juan de Amberes. Y luego, era la salmuera de los matalotajes, la brea de los
calafates, las sardinas salpresadas de las tabernas de vino blanco, el dado
echado a todas horas, y la endemoniada zarabanda que ya se bailaba en las casas
del trato, donde los marineros habían traído la costumbre de mascar una yerba
parda, que les teñía la saliva de amarillo, y ponía en sus barbas un fuerte
olor a regaliz, a vinagre, a especias, y a muchas cosas más que no acababan de
oler bien.
Y ya está Juan de Amberes en alta mar. No le
dejan pasar a México, porque el Consejo quiere gente para poblar comarcas
empobrecidas por los saqueos de piratas franceses, la falta de labradores, la
mortandad de los indios en las minas. Juan recibió la nueva con pataleos y
blasfemias. Pensó luego que era castigo de Dios, por no haber llegado hasta
Compostela. Pero a punto apareció el Indiano de la feria de Burgos en el
albergue de viajeros, para decirle que una vez cruzado el Mar Océano, podría
reírse de los oficiales del Consejo, pasando a donde mejor le viniera en ganas,
como hacían los más cazurros. Y así, ya sin enojo, anda Juan redoblando el
tambor en la cubierta de su nave, para anunciar la carrera de cerdos que se
hará en el sollado, antes de que los animales caigan bajo el cuchillo del
cocinero, para ser salados. Queriéndose burlar el tedio de la calma chicha, y
olvidar que el agua de los barriles ya sabe a podrido, se corren cochinos, se
corren becerros, mientras todavía están en pie, en espera de otras diversiones.
Habrá, luego, la batalla de jeringas cargadas de agua de mar; el palo atado a
la cola del perro enfurecido, que romperá más de una cabeza de un molinete; la
busca, a ojos vendados, del gallo apretado entre dos tablas, para zafarle la
cabeza de un sablazo; y cuando todo esto aburre y el dinero de los unos ha
pasado a ser de otros, diez veces, al juego de la quínola o el rentoy, se
desatan las fiebres, caen los de la insolación, hay quien deja los colmillos en
una galleta ya rumiada de ratones, pasa algún difunto por sobre la borda, pare
mellizos la negra lora, vomitan estos, se rascan los otros, largan aquellos las
entrañas, y cuando ya parece que no se aguanta más, de pulgas de liendres, de
mugre y hediondeces, grita el vigía, una mañana, que por fin se divisa el morro
del puerto de San Cristóbal de La Habana. Era tiempo de llegar: el ingrato
camino para alcanzar la fortuna estaba cansando ya a Juan, a pesar de que peces
voladores, vistos algunos días antes, le hubieran parecido un portento
anunciador de Arpías Americanas y tierras de Jauja. Contento ahora, al mirar un
campanario esbelto sobre el hacinamiento de tejados y chozas de lo que debe ser
la ciudad, agarra los palillos y atruena el tambor con el compás de la marcha
que llevaba su compañía, cuando entrara en Amberes a tomar cuarteles de
invierno, para hacer la guerra a los herejes, enemigos de nuestra santa
religión.
VI
Pero allí todo es chisme, insidias, comadreos,
cartas que van, cartas que vienen, odios mortales, envidias sin cuento, entre
ocho calles hediondas, llenas de fango en todo tiempo, donde unos cerdos
negros, sin pelo, se alborozan la trompa en montones de basura. Cada vez que la
Flota de la Nueva España viene de regreso, son encargos a los patrones de las
naves, encomiendas de escritos, misivas, infundios y calumnias, para entregar,
allá, a quien mejor pueda perjudicar al vecino. En el calor que envenena los
humores, la humedad que todo lo pudre, los zancudos, las nihuas que ponen
huevos bajo las uñas de los pies, el despecho y la codicia de menudos
beneficios —que grandes, allí, no los hay— roen las almas. Quien sabe escribir
no usa la merced en escribir discursos de provecho, a la manera de los
antiguos, alguna pastoral o invención de regocijo para el Corpus, sino que se
las pasa mandando quejas al Rey, habladurías al Consejo, con la pluma mojada en
tinta de hiel. Mientras el Gobernador trata de desacreditar a los Oficiales
Reales en carta de ocho pliegos, el Obispo denuncia al Regidor por amancebado;
el Regidor al Obispo, por usurpar cargos de Inquisidor, no conferidos por el
Cardenal de Toledo; el Escribano Público acusa al Tesorero, amigo del Alcalde,
acusa al Escribano de pícaro y trapacero. Y va la cadena, rompiendo siempre por
lo más débil o lo más forastero. A éste se denuncia de haber comprado hierbas
de buen querer a un negro brujo, a quien mandarán azotar en Cartagena de
Indias; al Pregonero, porque dicen que cometió el nefando pecado; al Encomendero,
por haber movido los linderos de un realengo; al Chantre, por lujurioso; al
Artillero por borracho, al Pertiguero por bujarrón. El Barbero de la villa —bizco de daña con el solo mirar cruzado— es
la espernada de la cadena de infamias, afirmando que Doña Violante, la esposa
del antiguo gobernador, es zorra vieja que tiene comercio deshonesto con sus
esclavos. Y así se lleva, en este infierno de San Cristóbal, entre indios
naboríes que apestan a manteca rancia y negros que huelen a garduña, la vida
más perra que arrastrarse pueda en el reino de este mundo. ¡Ah! ¡Las
Indias!...Sólo se le alegra el ánimo a Juan de Amberes, cuando llega gente
marinera de México o de la Española. Entonces, durante días, recordando que fue
soldado, roba a los carniceros un costillar que guisarán entre varios, en salsa
de achiote o polvo de chile traído de la Veracruz —o ayuda a tumbar las puertas
de las pescaderías, para cargar con las cestas de pargos y jicoteas. En esos
meses, a falta de manjares más finos, Juan se ha aficionado a las novedades del
jitomate, la batata y la tuna. Se llena las narices de tabaco, y en días de
penurias —que son los más— moja su cazabe en melado de caña, metiendo luego la
cara en la jícara para lamerla mejor cuando la tripulación de las flotas viene
a tierra, se da a bailar con las negras horas —de cara de Diablo para hacer tal
oficio, donde tanto escasean las hembras—, que tienen un corral de tablaje, con
catres chinchosos, junto a la dársena del carenero. Lo poco que gana tocando el
tambor cuando hay arco a la vista, encabezando alguna procesión, o tratando de
concertar a las zambas que tocan maracas en los Oficios de Calenda, se lo gasta
en el bodegón de un allegado del Gobernador, próximo la Casa del Pan, que suele
recibir, de tarde en tarde, barricas del peor morapio. Pero aquí no puede
hablarse de vino de Ciudad Real, ni de Ribadavia, ni de Cazalla. El que le baja
por el gaznate, esmerilándole la lengua, es malo, agrio, y caro por añadidura,
como todo lo que de esta isla se trae. Se le pudren las ropas, se le enmohecen
las armas, le salen hongos a los documentos, y cuando alguna carroña es tirada
en medio de la calle, unos buitres negros, de cráneo pelado, le destrenzan las
tripas como cintas de Cruz de Mayo. Quien cae al agua de la bahía es devorado
por un pez gigante, ballena de Jonás, con la boca entre el cuello y la panza,
que allí llaman tiburón. Hay arañas del tamaño de la rodela de una espada,
culebras de ocho palmos, escorpiones, plagas sin cuento. En fin, que cuando
tintazo avinagrado se le sube a la cabeza, Juan de Amberes maldice al hideputa
de indiano que le hiciera embarcar para esta tierra roñosa, cuyo escaso oro se
ha ido, hace años, en las uñas de unos pocos. De tanto lamentar su miseria en
un calor le tiene el cuerpo ardido y la piel como espolvoreada de arena roja,
se le inflaman los hipocondrios, se le torna pendenciero el ánimo, a semejanza
de los vecinos de la villa, cocinados en su maldad, y una noche de tinto mal
subido, arremete contra Jácome de Castellón, el genovés, por fullerías de
dados, y le larga una cuchillada que lo tumba, bañado en sangre, sobre las
ollas de una mondonguera. Creyéndolo muerto, asustado por la gritería de las
negras que salen de sus cuartos abrochándose las faldas, toma Juan un caballo
que encuentra arrendado a una reja de madera, y sale de la ciudad a todo
galope, por el camino del astillero, huyendo hacia donde se divisan, en días
claros, las formas azules de lomas cubiertas de palmeras. Más allá debe haber
monte cerrado, donde ocultarse de la justicia del Gobernador.
Durante varios días cabalga Juan de Amberes el
rocín que pierde las herraduras en tierra cada vez más fragosa. Ahora que se
dejaron atrás los últimos campos de caña, una cordillera va creciendo a su
derecha, con cerros de lomo redondeado, como grandes perros dormidos bajo su
lana de manigua. Siguiendo las orillas de un arroyo que viene bajando a saltos,
trayendo semillas y frutas podridas, con altas malangas en los remansos y
pececillos de ojos negros que titilan a contracorriente, el fugitivo va
subiendo hacia donde los árboles cargan flores moradas, o se enferman, en la
horquilla de un tronco, del tumor de una comejenera hirviente de bichos. Hay
matas que parecen vestidas de cáscara de cebolla, y otras que cargan los nidos
de enormes ratas. Juan deja el caballo en el amarradero de un tronco de ceibo,
pues tendrá que trepar ahora por grandes piedras para alcanzar el filo de la
cordillera. Y ya baja hacia la otra vertiente, cuando clarea el matorral, y se
abre el mar a sus pies: un mar sin espuma, cuyas olas mueren, con sordo embate,
en las penumbras de socavones habitados por un trueno de gravas rodadas. Al
atardecer está en una playa cubierta de almejas, donde unas vejigas irisadas
mueren al sol, entre cáscaras de erizos pomas leonadas y guamos grandes, de los
que braman como toros. Juan se hincha los pulmones de aire salobre, de brisa
fresca que le llena los ojos de lágrimas, al olerle a Sanlúcar el día de la
partida, y también a su desván de Amberes, con la pescadería de abajo, cuando ladra
un perro tras de los cocoteros, y ve el fugitivo, al volverse, un hombre
barbado que le apunta con un arcabuz:
—¡Soy calvinista! —dice, en tono de reto.
—¡Yo he matado!—responde Juan, para tratar de
descender, en lo posible, al nivel de quien acaba de confesar el peor crimen.
El barbado afloja el arma, lo contempla durante un rato, y llama por un Golomón
—negro de mejillas tasajeadas a cuchillo—, que cae de un árbol, casi encima de
Juan, y le baja el sombrero sobre la cara, con tal fuerza que la cabeza se lo
raja a media copa. Metido en la noche del fieltro, lo hacen caminar.
VII
Seiscientos fueron los calvinistas degollados
por el desmadrado de Menéndez de Avilés en la Florida, cuenta el barbado,
enfurecido, golpeando la mesa con anchos puños, mientras Golomón, más lejos,
afila el machete en una piedra. De milagro escapó el hugonote, compañero de
René de Landonnière, con treinta hombres que luego se dispersaron tratando de
alcanzar la Española. Y el hombre, entreverando la doctrina de la
predestinación con blasfemias para herir al cristiano, cuenta la degollina con
tales detalles de tajos altos y tajos bajos, de sables mellados, que se paraban
a medio cuello y terminaban aserrando —de hachazos que venían a caer en lo
empinado del espinazo sonando a trinchante de carnicero— que Juan de Amberes
agacha la cabeza con una mueca de disgusto, dando a entender que por honrar a
Dios y a Jesucristo con menos latines, el castigo le parecía un poco subido, y
más aquí donde las víctimas, en verdad, en nada molestaban. A uno, de un
mandoblazo, le llevaron el hombro izquierdo con la cabeza. «Otro empezó a
gatear, ya sin cabeza, con el pescuezo hecho un cuello de odre», —cuenta el
barbado, furibundo, queriendo hallar objeción en el otro, para ordenar a
Golomón que le tumbe, de un machetazo, todo lo que se le alza por encima de la
nuez. Pero Juan de Amberes no aprueba ya por fingimiento. Él, que ha visto
enterrar mujeres vivas y quemar centenares de luteranos en Flandes, y hasta
ayudó a arrimar la leña al brasero y empujar las hembras protestantes a la
hoya, considera las cosas de distinta manera, en ese atardecer que pudo ser a
el último de su vida, luego de haber padecido la miseria de estos mundos donde
el arado es invento nuevo, espiga ignorada la del trigo, portento el caballo,
novedad la talabartería, joyas la oliva y la uva, y donde el Santo Oficio, por
cierto mal se cuida de las idolatrías de negros que no llaman a los Santos por
sus nombres verdaderos, del ladino que todavía canta areitos, ni de las
mentiras de los frailes que llevan las indias a sus chozas para adoctrinarlas
de tal suerte que a los nueve meses devuelven el Páter por la boca del Diablo. Que
allá, en el Viejo Mundo, se pelee por teologías, iluminaciones y encarnaciones,
le parece muy bien. Que demande el Duque de Alba a quemar al barbado, allá
donde el hereje pretende alzar provincias contra el Rey Felipe, Campeón del
Catolicismo, Demonio de Mediodía, es acto de buena política. Pero aquí se está
entre cimarrones. Es cimarrón él mismo, por la culpa que acarrea. Cimarrón como
el calvinista que ha compartido la cimarronada con un cristiano nuevo, tan
nuevo que se olvidó del bautismo, luego de haber tenido que escapar de La
Habana, al denunciar que el Obispo vendía por buenas, a la Parroquial Mayor,
unas custodias enchapadas, de lo peor, pidiendo su pago en oro del que se
muerde. Así, con el calvinista y el marrano, ha encontrado Juan amparo contra
la justicia del Gobernador, y calor de hombres. Y calor de mujeres. Porque, en
la cimarronada que acaudillara Golomón, al escabar de una plantación de cañas
de azúcar, los perros agarraron a muchos esclavos que fueron rematados luego
por los ranchadores. Entretanto, las mujeres, que iban delante, alcanzaron el
monte. Así, tiene ahora el tambor Juan de Amberes dos negras para servirle y
darle deleite, cuando el cuerpo se lo pide. A la grandísima, de senos anchos,
con la pasa surcada por ocho rayas, ha llamado Doña Mandinga. A la menuda,
cuyas nalgas se sobrealzan como sillar de coro, y apenas si tiene un pelo ralo donde
las cristianas lucen tupido vellón, ha llamado Doña Yolofa. Como Doña Mandinga
y Doña Yolofa hablan idiomas distintos, no discuten a la hora de ensartar los
peces por las agallas en el asador de una rama. Y así se va viviendo, en
trabajos de encecinar la carne del jabalí o del venado, guardando bajo techo
las mazorcas de los indios, en un tiempo detenido, de mañana igual a ayer,
donde los árboles guardan las hojas todo el año, y las horas se miden por el
movimiento de las sombras. Al caer de las tardes, una gran tristeza se apodera
de los que viven en el palenque. Cada cual parece recordar algo, añorar, echar
de menos. Sólo las negras cantan, en el humo de leña que demora sobre la mar
tranquila, como una neblina que oliera a cortijo. Juan de Amberes se quita el
sombrero, y, de cara a las olas, dice el Padrenuestro y también el Credo, con
voz que le retumba a lo hondo del pecho, cuando afirma que cree en el perdón de
los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable. El calvinista,
más lejos, musita algún versículo de la Biblia de Ginebra; el marrano, de
espaldas a las carnes desnudas de Doña Yolofa y Doña Mandinga, dice un salmo de
David, con inflexiones que parecen de llanto contenido: «Clemente y
misericordioso Jehová, lento para la ira y grande para el perdón...» Álzase la
luna y los perros del palenque, sentados en la arena, aúllan en coro. El mar
rueda sus gravas en los socavones de la costa. Y como el judío, después de los
rezos, denuncia una trampa del calvinista en el juego de los naipes, se lían
los tres a puñetazos, pegando, cayendo, abrazados en lucha, pidiendo cuchillos
y sables que no les traen, para reconciliarse luego, entre risas, sacudiendo la
arena que les ha llenado las orejas. Como no tienen dinero, juegan conchas.
VIII
Pero, al cabo de meses que no se cuentan, Juan
se enferma de languidez. Pueden abanicarlo con pencas, la Doña Yolofa y la Doña
Mandinga, espantando las diminutas moscas que se alzan, en este tiempo, sobre
los manglares cercanos; pueden traer buenos peces los indios encandilándolos
con teas en las cuevas de la costa. El Tambor de Amberes pasa largas horas
sacando humo de tabaco de un hueso que para eso tiene, añorando los tiempos en
que entraba en las ciudades, junto al abanderado, el trompeta y el pífano de boj,
y a su paso se abrían las ventanas verdes, con adorno de corazones calados en
la madera de los postigos, y sobre los alféizares florecidos asomábanse mujeres
que parecían ofrecer el pecho sonrosado bajo el encaje de la camisola —que eso
sí eran mujeres, las de Italia, de Castilla, de Flandes, y no esos pellejos de
odres, con olor a chamusquina, tan duros que no podían pellizcarse, de las
negras que aquí había que tomar como hembras. Con esas loras, lorísimas, no
podía un antiguo colegial de Alcalá hablar de las mil cosas que había visto y
aprendido en sus andanzas por el mundo, pues todo lo que sabían ellas era
aporrear sus bárbaros tambores y cantar unas coplas tan extravagantes y
repetidas que cuando las empezaban, a manera de un responso, sacudiendo unas
sonajas, y coreando lo que Golomón guiaba a la comodidad de la garganta, Juan
el Estudiante se iba al monte con los perros, en muestra de su disgusto. Porque
estudiante había sido Juan según contaba al barbado y al judío —en la clase
donde se enseñaban las artes del Cuadrivio, con el conocimiento de las cifras
para tañer la tecla, el harpa y la vihuela, el modo de hacer diferencias,
mudanzas y ensaladas, sin olvidar el conocimiento del canto llano y la práctica
del órgano. Y como no había tecla ni vihuela en aquella costa, Juan demostraba,
de palabras y tarareos, cómo sabía hacer glosas a una pavana o hermoseaba la
tonada del Conde Claro o el Mírame cómo lloro, con floreos y adornos a la
manera francesa o italiana, como ahora se acostumbraba en la Corte. Con el
cuadro de aquellos conocimientos había crecido también la condición del
fugitivo, que ahora resultaba ser el hijo de un escudero de los que en aquellos
tiempos llevaban su penuria con dignidad, por no deshacerse de una casa
solariega, desde cuyo zaguán divisábase —a la distancia de donde queda aquel
árbol: y miraban todos para allá —la fachada de la Imperial Universidad de San
Ildefonso, cuya vida estudiantil contaba el atambor con detalles, sucedidos y
ocurrencias, que cada día tomaban mayores vuelos. Si alguna vez había sido
soldado, lo debía al compromiso de servir al Rey, observado por todos sus
antepasados, hasta donde las fechas se enredaban con las hazañas de Carlomagno.
Así, dándose a encopetar el árbol genealógico, se aliviaba del hastío de comer
tanta almeja, tanta tortuga mal adobada, tanta carne ahumada en las parrillas
del calvinista. Su paladar reclamaba el vino con apremio casi doloroso, y
cuando la mente se le iba tras de bodegones imaginarios, se le pintaban mesas
enormes, cubiertas de perdices, capones, gallipavos, manos de vitela, quesos de
grandes ojos, fuentes de escabechados, manjar blanco y miel de Alcarria. Pero
no era Juan el único languidecido en aquel palenque, donde los negros y los
indios, en cambio, librados de mastines ranchadores, se hallaban muy a gusto,
en una constante paridera de mujeres y de perras. El judío soñaba con la
Judería toledana, donde se vivía apaciblemente, desde hacía muchos años,
pudiendo cada cual regocijarse en las bodas de mucha música, o escuchar a los
sabios que leían los Tratados, sin que las persecuciones de otros días llenaran
las casas de lágrimas y de sangre. Cerrando los ojos, vela el marrano las
estrechas calles donde los linterneros y cuchilleros tenían sus talleres, junto
a la pastelería de los hojaldres, con sus roscas de almendras y las toronjas
alcorzadas. Los padres, conversos por pura forma, seguían el mandato de enseñar
a sus hijos algún oficio manual, además de hacerles estudiar la Tora, y así,
quien no hacía balanzas, como el primo Mossé, era trabajador en coral y pintor
de barajas, como Isaac Alfandari; platero famoso como el otro primo Manahén, o
Maestro de Llagas, como el pariente Rabi Yudah. Las judías endecheras cantaban
por dinero en los entierros de cristianos, y en las oficinas y comercios sonaba
siempre la bella música sorda de las cuentas movidas en el ábaco. Sueña el
judío con la Judería, y el barbado sueña con París, de donde se dice oriundo,
aunque la verdad es que nació en un arrabal de Rouen, y sólo estuvo ocho días
al pie del Châtelet, siendo grumete de una barcaza leñera. Pero le bastaron los
ocho días para ver a los farsantes que representaban comedias sobre un puente
muy hermoso, meditar acerca de la vanidad de todo al pie de las horcas de
Montfaucon, y catar el vino de las tabernas de la Magdalena y de la Mula. Afirma
que no hay nada como París, y reniega de estas tierras ruines, llenas de
alimañas, donde el hombre, engañado por gente embustera, viene a pasar miserias
sin cuento, buscando el oro donde no reluce, siquiera, una buena espiga de
trigo. Y habla de hembras rubias, y de la sidra que bulle, y de la oca que suda
el zumo sobre un fuego de sarmientos, acabando de alterar los hipocondrios del
tamborero, que increpa a Golomón por perezoso, ahora que le ha dado, de tanta
oír, por hablar confusamente de un linaje que el hierro candente humilló en su
carne. Todos fueron gente de condición, y el negro, que apenas si se acuerda,
en cuanto a su nación, de un río muy ancho y muy enturbiado de raudales, a cuya
orilla había chozas con paredes de barro embostado, habla de un mundo en que su
padre, coronado de plumas, paseaba en carrozas tiradas por caballos blancos
—semejante a la que hacían rodar los de Medina Sidonia, por la Alameda de
Sevilla, en días de fiesta. Todos sueñan, malhumorados, entre cangrejos que
hacen rodar cocos secos, triscando las frutillas moradas de un árbol playero,
que medio saben a uva, y remozan apetencias de vino en las bocas hastiadas de
cazabe y chicha de maíz. Todos piensan en cosas que poco tuvieron en realidad,
aunque las columbraron con apetito adivino, hasta que revientan las lluvias,
alzando nuevas plagas. Juan se enfurece, patalea, grita, al verse envuelto por
tantas mosquillas negras que zumban en sus oídos, pringándose con su propia
sangre al darse de manotazos en las mejillas. Y una mañana despierta todo
calofriado, con el rostro de cera, y una brasa atravesada en el pecho. Doña
Yolofa y Doña Mandinga van por hierbas al monte —unas que se piden a un Señor
de los Bosques que debe ser otro engendro diabólico de estas tierras sin ley ni
fundamento. Pero no hay más remedio que aceptar tales tisanas, y mientras se
adormece, esperando el alivio, el enfermo tiene un sueño terrible: ante su
hamaca se yergue, de pronto, con torres que alcanzan el cielo, la Catedral de
Compostela. Tan altas suben en su delirio que los campanarios se le pierden en
las nubes, muy por encima de los buitres que se dejan llevar del aire, sin
mover las alas, y parecen cruces negras que flotaran como siniestro augurio, en
aguas del firmamento. Por sobre el Pórtico de la Gloria, tendido está el camino
de Santiago, aunque es mediodía, con tal blancura que el Campo Estrellado
parece mantel de la mesa de los ángeles. Juan se ve a sí mismo, hecho otro que
él pudiera contemplar desde donde está, acercándose a la santa basílica, solo,
extrañamente solo, en ciudad de peregrinos, vistiendo la esclavina de las
conchas, afincando el bordón en la piedra gris del andén. Pero cerradas le
están las puertas. Quiere entrar y no puede. Llama y no le oyen. Juan Romero se
prosterna, reza, gime, araña la santa madera, se retuerce en el suelo como un
exorcizado, implorando que le dejen entrar. «¡Santiago! solloza—. ¡Santiago!»
Al atorarse de agua salada, se ve a la orilla del mar y ruega que le dejen
embarcar en una urca fondeada donde sólo ven los demás un tronco podrido. Tanto
llora, que Golomón tiene que atarlo con unas lianas, dentro de su hamaca,
dejándolo como muerto. Y cuando abre los ojos al atardecer, hay un gran
alboroto en el palenque. Una nave en derrota, desmantelada por las Bermudas, ha
venido a vararse en un cayo, frente a la costa. Traídas por la brisa, se oyen
las voces de los marineros pidiendo ayuda. Golomón y el barbado empujan la
canoa hasta el agua, mientras el marrano carga con los remos.
IX
En aquel amanecer la sombra del Teide se ha
pintado en el cielo como una enorme montaña de niebla azul. El barbado, que
viaja como cristiano, dándoselas de borgoñón pasado a las Indias con licencia
del Rey (y se ha comprometido a demostrarlo a la llegada), sabe que sus
andanzas terminarán muy pronto. Como la Gran Canaria tiene comercio con gentes
de Inglaterra y de Flandes, y más de un capitán calvinista o luterano descarga
allí su mercancía, sin que le pregunten si cree en la predestinación, ayuna en
cuaresma o quiere bulas a buen precio, sabe que le será fácil perderse en la
ciudad, viendo luego cómo escapar de la isla y pasarse a Francia. Dirige a Juan
una mirada entendida, por no hablar de lo que saben ambos. Por lo pronto, hay
ya el contento de haber vuelto a encontrar, en la lenteja y el salpicón, el
queso y la salmuera, sabores que se añoraban demasiado, allá en el palenque
donde quedaron, más llorosas por despecho que por duelo, la Doña Yolofa y la
Doña Mandinga, que casi se tenían por damas castellanas ante las otras negras,
al saberse las mancebas del hijo de algo tan grande como debía serlo un
Escudero. El enfermo donde lo esperaban las sandalias y el bordón del
peregrino, que las promesas eran promesas, y por no cumplir la suya le habían
llovido las malandanzas. Y ahora, tan cerca de pisar tierra de la buena y
verdadera, después de largas semanas de mar, se siente alegre como recordaba
haberlo estado, cierta tarde, luego de bañarse con el agua del Hospital de
Bayona. Piensa, de pronto, que al haber estado allá, en las Indias, le hace
indiano. Así, cuando desembarque, será Juan el Indiano. Oye entonces un
alboroto de marineros en el castillo de popa, y creyendo que se regocijan por
la pronta llegada, corre a verlos, seguido del barbado. Pero lo que allí ocurre
no es cosa de risa: los hombres rodean al cristiano nuevo, zarandeándolo a
empellones. Uno lo tira al suelo de una zancadilla, y levantándolo por la piel
del cogote lo hace arrodillarse: «¡El Padrenuestro!» —le grita en la cara. «¡El
Padrenuestro y luego el Avemaría!» Y Juan se entera de que los marineros
espiaban al cristiano nuevo desde hacía varios días, al saber, por boca del
cocinero que, con la treta de servirle de marmitón, había robado alguna harina
para hornearse un pan sin levadura. Y hoy, que era sábado, lo habían visto
bañarse temprano y ponerse ropa limpia. «¡El Padrenuestro!», aúllan todos
ahora, dándole de puntapiés. El marrano, atolondrado, gime súplicas que nadie
escucha, y al recibir el latigazo de una soga de nudos, empieza a murmurar algo
que no es Padrenuestro ni Avemaría, sino el Salmo de David que recitaba en el
palenque, tres veces al día: «Clemente y misericordioso Jehová, lento para la
ira y grande para el perdón...» No termina de decirlo, cuando todos se le echan
encima, pateándolo, mientras uno corre por los grillos. Y ya lo tienen
aherrojado, escupiendo los dientes que le desprendieron de un garrotazo, cuando
se vuelven todos hacia el barbado, a quien acosan de repente contra una borda,
llamándolo corsario luterano. El otro, haciendo frente, protesta con tal
firmeza, amenazando con elevar una queja al Consejo, que el patrón, indeciso,
acaba por pedir sosiego. Por las dudas, decide que lo más cuerdo es entregar al
fingido borgoñón a la justicia de Las Palmas, la cual proveerá a poner en claro
el caso de la tal licencia para pasar a las Indias. Lívido, el barbado se ve
remachar un par de hierros en los tobillos, mientras se llevan al marrano,
entre insultos, arrojándole baldes de agua sucia a la cara. Va tan lastimado
que deja un rastro de sangre por donde pasa. Mira Juan cómo lo tiran escala
abajo, y cierran una escotilla sobre su última queja. Acaba de saber que,
después de haber sido isla de paz para moros y conversos, y de vista muy gorda
para marinos y mercaderes luteranos, la Gran Canaria se ha erigido en atalaya
mayor del Campeón del Catolicismo, representado por el ministerio de un
tremebundo inquisidor que ha plantado, en La Palma, la Cruz Verde del Santo
Oficio, apresando tripulaciones enteras por sospechosas. Sus calabozos están
llenos de patrones holandeses, de capitanes anglicanos, prestos a ser
entregados al Brazo Secular. Golomón, agazapado al pie del trinquete, tiembla
como un afiebrado, temiendo que le pregunten por qué, cuando rezaba ante Nuestro
Señor Jesucristo, en la hacienda del amo cuya marca se le clarea en el pellejo,
no llamaba al Redentor por su nombre, sino que lo alababa en su lengua, luego
de colgarse muchos abalorios al cuello. Juan trata de aquietarlo, como a perro
bueno, con palmadas en los hombros, sin poderle decir —por temor a quien
pudiera oírlo —que en días de Tablado Mayor no gastaba leña la Inquisición en
quemar negros, sino más bien doctores demasiado conocedores del árabe, teólogos
de oreja puntiaguda, gente protestante, o difundidores de un librejo hereje,
muy perseguido en los puertos donde anclaban las naves holandesas, que tenía
por título «Alabanza de la Locura», o «Elogio de los Locos», o algo semejante.
Y como ya se acerca el día de la Trinidad, y la Trinidad es fiesta buena para
los autos, Juan el Indiano ve ya al marrano de sambenito negro, mientras el
barbado se le figura vistiendo uno amarillo, con la cruz de San Andrés bordada
en rojo, delante y detrás. Luego de recibir la bendición al pie del Estandarte,
montarían los dos en sus burros, en medio de la gritería y el escarnio de los
que hubiesen venido de muy lejos para ganarse los cuarenta días de indulgencia,
y serán arreados hacia el brasero, con otros muchos herejes, llevándose en alto
los retratos de quienes, por fugitivos, quedarían ardidos en efigie.
X
Un día de feria, al cabo de una calle ciega,
está Juan el Indiano pregonando, a gritos, dos caimanes rellenos de paja que da
por traídos del Cuzco, cuando lo cierto es que los compró a un prestamista de
Toledo. Lleva un mono en el hombro y un papagayo posado en la mano. Sopla en un
gran caracol rosado, y de una caja encarnada sale Golomón, como Lucifer de auto
sacramental, ofreciendo collares de perlas melladas, piedras para quitar el
dolor de cabeza, fajas de lana de vicuña, zarcillos de oropel, y otras
buhonerías del Potosí. Al reír muestra el negro los diente, tallados en punta y
las mejillas marcadas a cuchillo, de tres incisiones, a usanza de su pueblo, y,
agarrando unas sonajas, se entrega al baile, moviendo la cintura con tal
desencaje que hasta la vieja de los mondongos y las panzas se aparta de su
tenducho arrimado al Arco de Santa María, para venir a mirarle. Como en Burgos
se gusta ya de la zarabanda, el guineo y la chacona, muchos lo celebran, pidiendo
otra novedad del Nuevo Mundo. Pero en eso empieza a llover, corre cada cual a
resguardarse bajo los aleros, y Juan el Indiano se encuentra en la sala de un
mesón, con un romero llamado Juan, que andaba por la feria, con su esclavina
cosida de conchas —venido de Flandes para cumplir un voto hecho a Santiago, en
días de tremenda peste. Juan el Indiano, que desembarcó en Sanlúcar, llevando
el bordón y la calabaza de los peregrinos en cumplimiento de promesa, largó el
hábito en Ciudad Real, un día que Golomón, armándose de un mono y un papagayo
para ayudarse a revender baratijas de feriantes, le demostrara que pregonando
novedades de Indias se ganaba lo suficiente, en dos jornadas propicias, para
holgarse con vino y mozas durante una semana. El negro se desvive por catar la
carne blanca que gusta de su buen rejo; el indiano, en cambio, pierde el tino
cuando le pasa una lora por delante, de las que tienen la grupa sobrealzada
como sillar de coro. Ahora, Golomón seca el mono con un pañuelo, mientras el
papagayo se dispone a echar un sueño, posado en el aro de un tonel. Pide vino
el indiano, y comienza a contar embustes al romero llamado Juan. Habla de una
fuente de aguas milagrosas, donde los ancianos más encorvados y tullidos no
hacen sino entrar, y al salirles la cabeza del agua se la ve cubierta de pelos
lustrosos, las arrugas borradas, la salud devuelta, los huesos desentumecidos,
y unos arrestos como para empreñar una armada de Amazonas. Habla del ámbar de
la Florida, de las estatuas de gigantes vistas por Francisco Pizarro en Puerto
Viejo, y de las calaveras con dientes de tres dedos de gordo, que tenían una
oreja sola, y esa, en medio del colodrillo. Pero Juan el Romero, achispado por
el vino bebido, dice a Juan el Indiano que tales portentos están ya muy
rumiados por la gente que viene de Indias, hasta el extremo de que nadie cree
ya en ellos. En Fuentes de la Eterna Juventud no confiaba nadie ya, como
tampoco parecía fundamentarse en verdades el romance de la Arpía Americana que
los ciegos vendían, por ahí, en pliego suelto. Lo que ahora interesaba era la
ciudad de Manoa, en el Reino de los Omeguas, donde quedaba más oro por tomar
que el que las flotas traían de la Nueva España y del Perú. Las comarcas que se
extendían entre la Bogotá de los ensalmos, el Potosí —milagro mayor de la
naturaleza— y las bocas del Marañón, estaban colmadas de prodigios mucho
mayores que los conocidos, con islas de perlas, tierras de Jauja, y aquel
Paraíso Terrenal que el Gran Almirante afirmaba haber divisado en algún paraje—
y todos le conocían ahora la carta escrita antaño al Rey Fernando— con su monte
en forma de teta. Se hablaba de un alemán, muerto con el secreto de un reino
donde las bacías de los barberos, las cazuelas y peroles, el calce de las
carrozas, los candiles, eran de metal precioso. Seguían templándose las cajas
para salir a nuevas empresas... Pero aquí corta Juan el Indiano el discurso de
Juan el Romero, diciéndole que las conquistas a lo Pizarro, yéndose en armada,
no eran ya lo que mejor aprovechaba. Lo que ahora pagaba en las Indias era el
olfato aguzado, la brújula del entendimiento, el saltar por sobre los demás,
sin reparar mucho en ordenanza de Reales Cédulas, reconvenciones de
bachilleres, ni griterías de Obispos, allí donde la misma Inquisición tenía la
mano blanda, calentándose más jícaras de chocolates en los braseros, que carne
de herejes... Las cajas que acá se templaban no conducían a la riqueza. Las
cajas que debían escucharse eran las que sonaban allá, pues eran las que
llamaban a las nuevas entradas donde los hombres se hacían de haciendas
portentosas, guerreando menos que antes y llevando médicos de una pasmosa
ciencia en lo de pegar huesos rotos y curar mordeduras de alimañas con las
propias plantas de los indios.
XI
Al día siguiente, luego de haber regalado las
veneras de su esclavina a la moza con quien pasara la noche, toma Juan el
Romero el camino de Sevilla, olvidándose del Camino de Santiago. Le sigue Juan
el Indiano, tosiendo y garraspeando, pues se ha resfriado con el viento que
baja de las sierras. Cuando tirita en el camastro de una venta, añora el calor
que Doña Yolofa y Doña Mandinga llevaban dentro de la piel demasiado dura. Mira
el cielo aneblado, rogando por el sol, pero le contesta la lluvia, cayendo
sobre la meseta de piedras grises y piedras de azufre, donde las merinas
mojadas se apretujan en el verdor de un ojo de agua, hundiendo las uñas en la
greda. Golomón viene detrás, descalzo, con el mono y el papagayo arrebozados en
la capa, embistiendo, con el sombrero pajizo, un aire que le hiela. En
Valladolid los recibe el hedor de un brasero, donde queman la mujer de uno que
fue consejero del Emperador, en cuya casa se reunían luteranos a oficiar. Acá
todo huele a carne chamuscada, ardeduras de sambenito, parrilladas de herejes.
De Holanda, de Francia, bajan los gritos de los emparedados, el llanto de las
enterradas vivas, el tumulto de las degollinas, la acusación, en horribles
vagidos, de los nonatos atravesados por el hierro en la matriz de sus madres.
Unos dicen que empiezan tiempos nuevos, en la sangre y en las lágrimas; otros
claman que roto es el Sexto Sello, y pondráse el sol negro como un saco de
cilicio, y los reyes de la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los
capitanes, y los fuertes, y todo siervo y todo libre, se esconderán en las
cuevas y los montes. Pero, más allá de Ciudad Real, algo cambia en las gentes.
Poco hablan ya de lo que ocurre en Flandes, viviendo con los oídos atentos a
Sevilla, por donde llegan noticias de hijos ausentes, del tío que mudó la
herrería a Cartagena, del otro que tiene buena posada en Lima. Hay pueblos de
donde han marchado familias enteras; canteros con sus oficiales, hidalgos
pobres con el caballo y los criados. Juan el Indiano y Juan el Romero aligeran
el paso, al ver alzarse la primera huerta de naranjos, entre el morado de las
berenjenas y el cobre de los melones, burelados por un campo de sandías.
Reaparecen las tabernas de vino blanco, las negras loras o de color de pera
cocha, con las nalgas sobrealzadas como sillar de coro. En brisas de salmuera,
de brea, de madera resinosa, ármase el alboroto de los puertos de embarque. Y
cuando los Juanes llegan a la Casa de la Contratación, tienen ambos —con el
negro que carga sus collares— tal facha de pícaros, que la Virgen de los
Mareantes frunce el ceño al verlos arrodillarse ante su altar.
—Dejadlos, Señora—dice Santiago, hijo de Zebedeo
y Salomé, pensando en las cien ciudades nuevas que debe a semejantes truhanes—.
Dejadlos, que con ir allá me cumplen.
Y como Belcebú siempre se pasa de listo, he aquí
que se disfraza de ciego, vistiendo andrajos, poniendo un gran sombrero negro
sobre sus cuernos, y, viendo que ha dejado de llover en Burgos, se sube a un
banco, en un callejón de la feria, y canta, bordoneando en la vihuela con sus
larguísimas uñas:
—¡Ánimo, pues caballeros
Ánimo, pobres hidalgos,
Miserables, buenas nuevas,
Albricias, todo cuitado.
Que el que quiere partirse,
A ver este nuevo pasmo,
Diez naves salen juntas,
De Sevilla este año...!
Arriba, es el Campo Estrellado, blanco de
galaxias
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