domingo, 27 de agosto de 2023

Fleur Jaeggy / La elección perfecta

 


Fleur Jaeggy
La elección perfecta

    El dolor que le causó su hijo al haber elegido morir en un día de primavera era menor de lo que ella esperaba. Está contento así, dijo. Y casi se sentía ella misma aliviada. Ella habría querido morir de aquella manera. O tal vez hubiera elegido una manera distinta. Pero ¿cuál? El dolor se dejaba empujar hacia fuera como una cometa de papel y ella, la madre, tras reflexionar sobre las distintas maneras de morir, estuvo absolutamente de acuerdo con su único hijo, con su elección perfecta. No podía hacerlo de otro modo. Cerró los ojos para poder ver una vez más la escena, el lugar lo conocía de memoria. Entretanto pensaba que habría tenido que cambiar el testamento. El hijo se dejó caer desde una roca, en la espléndida Via Mala, donde de niño lo llevaba a ver los acantilados. Jörg miraba afligido aquella agua en el fondo, verde lagarto, allá abajo, muy en lo profundo. La madre lo arrastraba hacia arriba, para mirar abajo. Para obligarle a mirar hacia abajo. Él padecía de vértigo. Su paso era inseguro. Era delicado, desvaído. Y eso no le gustaba a la madre, que lo llevaba de la mano. El niño miraba el anillo con la esmeralda, del mismo color que el agua. Más allá del confín de lo visible. Y hoy, después de unos años, él bajó allí. Nadie le obligó. Por su propia voluntad. La voluntad lo impulsó hasta el fondo. Casi como para reencontrar sus ojos de ahora, que se habían incrustado con odio en las pozas de agua. Casi no se enteró de que bajaba, de que se caía, el agua verde lo mecía y las crestas de las rocas ya lo habían despedazado. Lanzas fósiles. Dejó la bicicleta bloqueada con el candado. Por costumbre. Le habían aconsejado que fuera en bicicleta para intentar calmar su insomnio. Debe cansarse. Debe cansarse mucho. Con ejercicio físico. El insomnio disminuyó. A la vez aumentó el cansancio. El médico está satisfecho. Y también la madre que lo había acostumbrado a los somníferos. Eran una dinastía de insomnes. De mujeres insomnes. Los varones eran más propensos al sueño. Habían dormido siempre, contaba la madre con una pizca de acritud. Y entonces su hijo, ¿por qué no conseguía dormir? Había que aumentar el cansancio para disminuir el insomnio. El hijo único se había cansado tanto que ya no le importaba nada el insomnio. Ni siquiera se daba cuenta. Estaba en pie toda la noche, le parecía tener mucho que hacer, sin hacer nada.


    Luego, cuando conseguía echarse en la cama, tenía la sensación de entrar en el sueño. Estaba entrando, debido a su enorme cansancio, en una especie de descanso eterno. Era algo muy hermoso. Algo similar lo había vivido con el opio. Estaba tumbado en un diván, un incómodo diván del XIX . Los pies se apoyaban en los brazos de madera. Esperaba. Un seto ocluía la ventana. Mientras no ocurría nada entre los párpados y el ojo, sus piernas se estiraron, casi a punto de tocar con la punta de los zapatos una línea lejana, lejanísima. No era sino la línea del horizonte. Una línea curva, en forma de hoz. Y la hoz había allanado y afeitado al ras las olas del mar. Había calma absoluta. Un paisaje de esmalte, inocuo, mudo. Y él, el joven, se encontraba tan bien, en la paz oscura. En el leve malestar del aire. La plenitud de la primavera, el perfume era dulzón, corrupto y demasiado fuerte. Un momento solemne y glorioso poco antes de la disolución. Vislumbraba en un campo flores con pequeñas heridas violeta. Flores tatuadas. Una marca diminuta, como la que se utiliza para marcar el ganado, o en la tintorería. Alguien, al pasar, debe de haberlas señalado. Pero ¿quién? No le importaba. Las flores estaban regresando ante sus ojos, delante de la puerta. Las había dejado fuera. Cuando la visión desapareció, vio la pared. Abrió la puerta.
    Estaba la madre con una bandeja en la mano. «Te he preparado la cena.» Moluscos y algo rosa hervido y gris, con dos flores. A la madre le encantaban las comidas que él no podía soportar. Por ejemplo el pescado. Nadie le engañaba acerca de la frescura. Hay quienes tienen un don innato para no dejarse engañar en la vida. Ni por los alimentos estropeados ni por el Espíritu Santo. De hecho, le encantaba que el carnicero le diera un hermoso trozo de carne. De modo que, al final, se alegró de la muerte del hijo. De la elección perfecta. La comprensión y la caridad empiezan en el regazo materno. En la Via Mala. 





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