lunes, 28 de agosto de 2023

Fleur Jaeggy / La pajarera



Fleur Jaeggy
La pajarera


    «No puedes olvidar», decía una vocecita infantil y acaramelada.
    Stefan está sentado en la oscuridad, la voz está detrás de la puerta cerrada con llave. Ella no puede entrar, se lo ha prohibido. No le permitía entrar en la habitación donde estaban los objetos de mamá. Una vez los había tocado y el joven sintió un malestar en el estómago. Pero hizo como si nada. ¿Acaso no podía su mujer tocar las cosas de su madre? No pasaba nada si su mujer cogía con la mano un jarro de flores, o recogía del suelo un cuadro para mirarlo. También había tocado su mujer las alfombras, pero de una bolsa salió un polvillo de insectos alborotados. Emanó de ellos un halo venenoso. Él la dejaba hacer. Seguía con los ojos y con dolor de estómago aquellas manos blandas que tocaban las cosas de mamá.


    El dolor le subió a la boca, tuvo un espasmo. Su mujer se echó a reír. Su blanda muñequita. Stefan estaba temblando. ¿Acaso temía que su madre resucitase de entre los objetos? Ella se acercó a Stefan y le dijo: «Ahora estamos solos tú y yo. Estamos solos en el mundo, no tenemos que preocuparnos por nada». La joven esposa no tenía ya por qué ser amable con la señora Hanne. Ahora, si quería, podía insultarla. Pero eso no se lo dijo a Stefan. Era demasiado pronto.
    No estaban solos en el mundo. Ella todavía tiene a la madre alcoholizada. Cirrosis hepática. Él, Stefan, sí estaba solo. Su mujer no. Tenía aún a su madre siempre en la cama, el cabello desgreñado, la boca pintada, babeando. Había enterrado a sus dos maridos. El primero en Argentina, el segundo en Colombia. Nosotros los alemanes, había dicho, acabamos todos en Sudamérica. Pero después queremos regresar a Europa. Había regresado a Europa llevándose a la hija y dormían en la misma cama.
    Por la noche la madre la abrazaba y la llamaba por el nombre de uno de sus maridos, el que no era su padre. Las sábanas estaban calientes. La madre estaba en la cama con un traje de noche, como los que llevaban en Sudamérica justo después de la guerra, a la manera germano-argentina. O se quedaba con los pantalones de montar. No se desnudaba casi nunca. Le horrorizaba desnudarse. A veces, pocas, se enfilaba los pijamas de los maridos, pero después se los quitaba, no favorecen, y sentía aún el olor del sueño.
    Ya no tiene lencería, e incluso los trajes de cóctel de Sudamérica se pudrían aunque aún lucieran. Parecía una vieja
cocotte de antiguos esplendores y se hacía llamar Freiin. Baronesa. Los pantalones de montar eran de una tela muy resistente. Hizo un esfuerzo por verse con la señora Hanne.
    «Dame el abanico.» Todavía le quedaba una docena, con las varillas de marfil y las plumas. Los utilizó para quitar el polvo antes de la llegada de la señora Hanne. Extenuada, la Baronesa se abanicaba el cuello, la cara, mirando el infinito, encendido en los apliques de la pared. La cabeza inclinada, como una dama que contemplara la puesta de sol en la terraza que se abre sobre la pampa.
    La hija se vestía de azul. Komm, komm hier, mein Kind. La buscaba debajo de la cama como si fuera un perrito. Apenas había cumplido diecisiete años y parecía pura. El perrito encontró otra cama, la de Stefan, y se casaron.
    «Qué suerte poder verse», dijo Freiin, sin convicción, en tono alegre.
    A rachas cacareaba por nada aquel día la Baronesa, jovial, bromeaba a cada frase de la señora Hanne. Rió con prudencia cuando se rozó el tema del nazismo. Se distrajo. Oh sí, sus maridos habían creído en aquello. Para qué, a fin de cuentas, para conducir camiones en Sudamérica. La Freiin ya no tiene apoyos. La han abandonado todos. Y ahora también su tesoro la abandona. Se le humedecieron los ojos, un breve énfasis. Queda bien manifestar el amor materno.
    A los nueve años Stefan se volvió triste. Más que cualquier otra cosa en el mundo la señora Hanne había deseado ese hijo. El niño tenía un aire malvado. Los inmensos ojos azules, de los que la madre se enorgullecía, parecían robados. Robados a algún niño homicida —o a alguien de su estirpe. Hanne leía un libro de un psiquiatra húngaro experto en estirpes, sus dos hijos se habían matado. Les escribía cartas, sin respuesta. Y entretanto rebuscaba en su estirpe, si había un criminal o un depresivo. Las generaciones que los habían precedido pasaron del nacimiento a la muerte sin manías, sin escándalos, sin depresiones, pensaba y auspiciaba. Incluso si no eran del todo alegres en la familia. Eran buenos, obstinadamente buenos. Los ojos celestiales de su hijo son malvados.

    Hay que dejar en paz la tristeza de los demás. Es un jardín pequeño, una Arcadia frágil y delicada, no se la debería perturbar. Pero esto Hanne no lo sabía. La tristeza es casi una culpa, es rea, pensaba Hanne. Lo tiene todo, se repetía. Imaginaba, es cierto, que también los niños pueden tener sus inquietudes, también ella de joven reía por nimiedades. Una risa nerviosa, decían sus padres. Cuando estaban todos serenos, puritanamente serenos, Hanne no conseguía ocultar cierta animadversión. Ella los llamaba los pequeños desórdenes de su
beauty-case. En la oración antes de las comidas, a veces, imprecaba contra la monstruosidad del Agradecimiento.
    Y en cambio cuánto había agradecido al Señor, cuán devota le fue, cuando nació Stefan. A las cuatro de la mañana. Desde el primer berrido del niño hubo un idilio entre ella y el Señor. «Te regalo este hijo que me has dado», dijo aún Hanne mientras amanecía en la habitación de la clínica. Convencida de que el Señor jamás le habría quitado aquel niño. Pero era una ofrenda que quería brindar al altar de los Cielos. Su felicidad necesitaba de ceremonias, de ritualidad. Mientras Stefan estuvo en la
nursery, ella alzaba los brazos hacia delante, las palmas en alto, exhibiendo a la nada sus ojos verdes. Miraban fijamente el techo, y la pared blanca, un iconostasio de fervor, de aire amurallado, de desinfectante.
    La habitación era su capilla, las enfermeras las vestales que le llevaban el don de la promesa consumada. Prometió castidad. No le costó pesar alguno. Nunca lo había deseado, el cuerpo del marido. Sólo lo había deseado para generar. Y no obstante quería a aquel hombre, como quería su casa, el memento de sus padres.
    Tras prometer castidad al Señor se sintió tranquila y saciada. Sexualmente saciada.
    A los nueve años Stefan se volvió triste. Ella se había arrodillado a sus pies, implorándolo. «Dime, ¿qué te pasa?» ¿Había hecho Hanne algo mal? Escrutaba al hijo que la rechazaba. Escrutaba a aquel hijo tardío. Embarazada en el lago de Lucerna, en una casa cercana a la que habitó Wagner, tenía cuarenta y siete años y con el marido no se perdían ni un concierto.
    Y ahora Stefan intenta controlarse, mientras su mujer toca todos los objetos como si estuviera en una feria benéfica, toca todos los objetos que pertenecen a su madre. No a los muertos, pensaba Stefan, sino a mamá. La esposa sigue rebuscando entre las cajas.
    «Mi madre no te quería», dice Stefan.
    «Ahora ya no está, no importa, ya he olvidado.» Enseguida se oye la odiosa vocecita infantil. «Nos hizo tanto daño.» Sigue la melodiosa, imperturbable vocecita.
    «Ahora tú me perteneces a mí y yo a ti.» Stefan sintió todo el horror de aquella frase. Stefan sabe que su madre no la soportaba.
    «Señora», dice Stefan en falsetto imitando la voz de la esposa, «cuando amo a alguien no me acuesto con otros.»
    «Stefan, por qué te burlas de mí, tu madre me había preguntado si estaba enamorada de ti.»
    Stefan, siempre en falsetto: «Yo no me acuesto con otros».
    La joven baja la cabeza. El cabello rubio recogido en lo alto y enroscado como una tiara, y el resto de la cabellera le caía por la espalda. Que él agarró, arrastrándola por el suelo.
    La esposa le toma la mano.
    Stefan, todavía en falsetto: «Perdóneme, señora, mis manos están sudadas. Siempre tengo las manos sudadas».
    «Por favor, querido, sabes bien que me avergüenzo de mis manos.»
    Stefan: «Ahora también las tienes mojadas, sécatelas».
    La esposa toma un pañuelo y se seca las manos. Está a punto de llorar.
    «A mi madre no le dijiste que te lo hacías con la tuya. ¿Por qué no dijiste la verdad?»
    «Has cambiado, Stefan. Te portas así porque tu madre está muerta.»
    «Mi mamá y yo queremos ver cómo lo hacías.» Stefan sigue aferrando el largo cabello.
    «Mi mamá y yo nos sentábamos aquí en el sofá.» En el sofá Stefan apoya un traje chaqueta de su madre que ha sacado de una bolsa de plástico. En el suelo, los zapatos y el bolsito.
    La joven esposa se tumba en el suelo: «Lo hago por ti, Stefan».
    «Lo haces por nosotros dos. Todos los días harás algo por los dos. Y tendrás que cocinar los caracoles...»
    En el suelo, tras desnudarse, la joven alemana ejecuta sus órdenes. Se agita tímidamente. Se detiene.
    «Bésale los pies a mamá.» Ella se inclina y apoya los labios en los zapatos.
    «Y acuérdate de no darle nunca la mano a mamá, ella odia las manos sudadas.»
    Hace ya mucho tiempo que la muñequita no se atreve a tocar los objetos de la señora Hanne. La habitación huele a especias, a incienso, al tufillo de lo que queda —y no se ve. Los objetos están alineados en parada militar. Parecen ídolos, despojos, cachivaches. Inmundicia y espíritu. Las bolsas de plástico negro se están rompiendo, un sonido siniestro, de membranas. Una veladura de polvo cubría las pinturas. Era como si una mano quisiese cancelar las imágenes. Y los marcos se cuarteaban como si tuvieran labios. Stefan está sentado en la oscuridad. No quiere dejar solos los objetos de mamá.
    De niño había jugado en aquella misma habitación, y jugaba con el futuro, algo muy abstracto, que tenía un nombre simple, el mañana. Y también entonces aquella habitación eraoscura, él atrancaba las ventanas. Ahora ya no necesita muchas palabras para expresarse. Podría decirlo sin palabras, que está jugando con lo que ocurre, con el pasado. Es totémico, nada es real, y aun así una presencia lo deslumbra. Es la oscuridad sin fondo ni superficie, nada más que la oscuridad. Llana.
    Hace mucho tiempo que la muñequita ya no puede tocar los objetos de la señora Hanne. Puede mirarlos, desde arriba. De un gancho cuelga la pajarera. Ella está bastante cómoda. Tiene espacio, las rejas son distantes las unas de las otras. Stefan la ha izado con un gancho al techo. Antes estaba la lámpara de cristal. Ha cerrado la portezuela. Podía ver todas las cosas de mamá, como en un teatro. A veces él la llama, a veces le da de comer, a veces abre la portezuela.
    El sonido de su voz es tan dulce, acaramelado, débil.
    Cada vez más débil.
    Qué gracioso pajarito es su mujer.


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