Rudolph Wurlitzer |
Por Fran G, Matute
El Cultural (ES)
Viene ya siendo algo común eso de ver cómo un autor olvidado o prácticamente desconocido en este país desembarca de repente en las librerías en mil y un formatos. Ocurrió hace no mucho con Hubert Selby Jr., y parece que esté ocurriendo lo mismo con Margaret Drabble. Su obra se pone de moda (no sabemos muy bien por qué), y las infinitas editoriales independientes que hay en España se lanzan a rescatar sus títulos como si no hubiera un mañana. “Bien para el lector”, pensará la mayoría, pero esta atomización puede provocar a la larga no solo dispersiones de posicionamiento comercial sino también distorsiones literarias, por la multiplicidad de traductores.
Todo apunta a que este va a ser el caso de Rudolph Wurlitzer (Cincinnati, Ohio, 1937), reconocido guionista y literato de culto, que ha visto en pocos meses traducida su primera -Nog (1969)- y última novela -Zebulon (2008)- cada una, claro está, en una editorial distinta. No obstante, se hace justo señalar que estamos ante dos obras muy diferentes entre sí.
La propuesta narrativa de Nog, abiertamente experimental, parece estar a medio camino entre la de Samuel Beckett y Thomas Pynchon (confeso fan de Wurlitzer). Zebulon, por su parte, se presenta como una historia de aventuras de corte clásico envuelta, eso sí, en los ropajes de un wéstern bastante violento con algún que otro ramalazo esotérico. La destreza narrativa (y descriptiva) que Wurlitzer despliega en Zebulon ayuda de hecho a confirmar la consistencia literaria que late en el extraño Nog, un texto un tanto psicótico que no podrá agradar a todo el mundo.
A pesar de sus irreconciliables diferencias, ambas obras giran sobre un personaje protagonista equivalente. El trampero Zebulon va construyendo su sangrienta leyenda desde las falsedades que relata a un periodista ávido por noticias sensacionalistas. Apela así Wurlitzer al clásico “print the legend” que consagró John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Por su parte, el estrambótico Nog no consigue apenas recordar quién es. Su memoria es un colador, parece mezclar presente y pasado, hasta el punto del desdoblamiento. ¿Es tan solo un hippie trasnochado o estamos ante un veterano de guerra que ha perdido la chaveta? Ya puestos a fabular, y teniendo en cuenta que Zebulon se ve incapaz de morir por cierto embrujo indio, ¿no podría ser Nog un trasunto futuro del mismísimo Zebulon? El espíritu que encarnan ambos se ve similar. Lo único que parece haber cambiado, a ojos de Wurtlizer, es el tiempo que les ha tocado vivir, pues a través de estos dos personajes se ofrece una visión única de en lo que se han convertido los Estados Unidos.
El hecho de que entre dos obras tan estéticamente dispares puedan establecerse paralelismos de este tipo remite a una realidad incuestionable: en ambas obras se percibe la presencia de un escritor con una enorme personalidad, que lo impregna todo. Ocurre igual con su producción cinematográfica: Wurlitzer es guionista, entre otros, de dos títulos de culto dentro del cine norteamericano, Carretera asfaltada en dos direcciones (Monte Hellman, 1971) y Pat Garrett y Billy El Niño (Sam Peckinpah, 1973), y en el cruce de ambas (el wéstern como paisaje conceptual, el viaje sin destino como motor narrativo) encontraremos concentrado todo su imaginario narrativo.
¿Acaso no es Nog un wéstern? Lo es del mismo modo que El tesoro de Sierra Madre (1927) de B. Traven o El Topo (1970) de Alejandro Jodorowsky. ¿Acaso no es Zebulon una suerte de road movie? Antes de ser novela, fue un guión de cine y sobre él Jim Jarmusch construyó su aclamado Dead Man (1995). Parece entonces que escriba lo que escriba, tome la forma que tome, Wurlitzer no puede dejar de ser él, no puede evitar dar vueltas sobre su particular universo estético y temático, lo que convierte a estas dos novelas en toda una declaración de principios de lo más coherente. Rudolph Wurlitzer se erige así, con ellas, en uno de los grandes deconstructores del wéstern norteamericano.
REVISTA PIJAO
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