sábado, 15 de julio de 2023

Philip Larkin / Los viejos tontos

 





Philip Larken
Los viejos tontos


¿Qué creen que ha pasado, los viejos tontos,
que los ha dejado como están? ¿Supondrán acaso
que se es más adulto cuando tu boca permanece abierta y babea,
y te meas continuamente, y no puedes recordar
quién llamó esta mañana? ¿O que, con solo quererlo,
pudieran cambiar las cosas y regresar a aquella vez en que bailaron toda la noche,
o fueron a su boda, o llevaron las armas al hombro algún septiembre?
¿O se imaginan que en realidad no ha habido ningún cambio,
y que siempre se han comportado como si fueran inválidos o tiesos,
o han tenido que soportar días de leve, continuo ensueño,
viendo cómo se mueve la luz? Si no es así (y no puede ser así), es extraño:
¿por qué no gritan?
Con la muerte, te disuelves: los pedazos que eran tú
comienzan a alejarse uno del otro, para siempre,
sin que nadie los vea. Es solo olvido; cierto:
lo tuvimos antes, pero entonces iba a acabar,
y todo el tiempo se confundía con el exclusivo empeño
de hacer crecer la flor de un millón de pétalos
de estar aquí. La próxima vez no puedes hacer
como que habrá algo más. Y estos son los primeros síntomas:
no saber nada, no oír a nadie, haber perdido
el poder de la elección. Sus caras muestran que están listos:
pelo ceniciento, manos de sapo, el rostro, como pasa, seco…
¿Cómo pueden ignorarlo?
Acaso ser viejo sea tener habitaciones alumbradas
dentro de tu cabeza, con gente que en ellas actúa.
Gente que conoces, pero a la que no puedes nombrar; cada cual surge
como una profunda pérdida recuperada, volviendo de una puerta conocida,
colocando una lámpara, sonriendo desde una escalera, sacando
un libro conocido de los estantes. O a veces simplemente
las habitaciones solas, con sillas y un fuego encendido,
el arbusto que el viento sacude a través de la ventana,
o la tenue simpatía del sol sobre la pared de una solitaria
tarde de verano en que la lluvia se ha interrumpido. Es ahí donde viven:
no aquí y ahora, sino donde todo ya ha sucedido.
Es por eso por lo que tienen
un aire de perpleja ausencia, como si intentaran estar allá
mientras están aquí, pues las habitaciones se vuelven más lejanas, y dejan
tras de sí un frío incompetente, el desgaste constante
del aliento que han respirado, y a ellos de cuclillas,
ante la cordillera de la extinción, los viejos tontos, que nunca perciben
cuán cerca está. Debe ser esto lo que los mantiene tranquilos:
la cima que se mantiene visible adondequiera que vayamos
para ellos crece del suelo. ¿Podrán nunca darse cuenta
de qué los arrastra, de cómo acabará? ¿Tal vez de noche?
¿Tal vez cuando los extraños vengan? ¿O acaso nunca,
durante toda esa espantosa niñez invertida? Bueno,
hemos de averiguarlo.



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