miércoles, 28 de junio de 2023

Bernhard Schlink / El salto


Bernhard Schlink

EL SALTO

    1
    De todos los amigos que tuve en Berlín Oriental, sólo Sven y Paula siguieron siéndolo después de la caída del Muro. Las otras amistades no sobrevivieron al cambio. Siempre pasaba lo mismo: empezábamos a vernos cada vez menos, y un día el encuentro quedaba anulado en el último minuto. Había mucho que hacer: buscar trabajo, reformar pisos y edificios, aprovechar ventajas fiscales, hacer negocios, enriquecerse, viajar. Antes en el Este no había nada que hacer, porque el Estado no dejaba hacer nada, y en el Oeste no había que hacer nada, porque tarde o temprano el dinero de Bonn llegaba infaliblemente. Teníamos tiempo de sobras.


    Sven y yo nos conocimos jugando al ajedrez. Yo me instalé en Berlín en el verano de 1986; como no conocía a nadie, los fines de semana me dedicaba a descubrir la ciudad, tanto el Este como el Oeste. Un sábado por la tarde, en la terraza de un bar junto al lago de Müggelsee, conocí a un grupo de ajedrecistas y asistí al final de un pequeño torneo. El vencedor me retó a una partida. Cuando oscureció y tuvimos que marcharnos, quedamos en continuar la partida el sábado siguiente.
    En cuanto uno conoce a alguien, empieza a sentir la ciudad como propia. De regreso a la zona occidental, la desolación de Berlín Este me pareció menos deprimente y su fealdad menos repulsiva. Había luz en las ventanas, algunas veladas por cortinas de colores y otras azuladas por la luz de los televisores, a veces pegadas las unas a las otras en la fachada de un edificio de hormigón, a veces solitarias en una fachada lateral descubierta, las viejas fábricas débilmente iluminadas, las calles anchas con pocos coches, los escasos bares; veía todo aquello y me imaginaba que Sven vivía aquí o allá, trabajaba en tal fábrica o tomaba tal tranvía. También me veía a mí mismo entrar y salir de tal o cual lugar, tomar un determinado tranvía, comer en un determinado bar.
    La segunda persona a la que conocí en Berlín fue un niño con macuto. Una mañana, cuando estaba a punto de cruzar la ancha calle en la que se encontraba mi casa, se puso a mi lado, me preguntó: «¿Cruzamos la calle juntos?», y me cogió de la mano. Desde entonces aparecía muchas mañanas mientras yo esperaba en la acera que el semáforo situado a un centenar de metros se pusiera rojo y el tráfico se detuviera un momento. Más adelante, poco después de la caída del Muro, a Sven y Paula los asaltó una fiebre viajera que los llevó, en tren o en autobús, a Munich, Colonia, Roma, París, Bruselas y Londres, siempre viajando de noche para poder pasar dos días y ahorrarse una noche de hotel. Yo cuidaba de Julia durante su ausencia, y los dos niños acabaron haciéndose amigos. Ella todavía estaba en preescolar y admiraba al chico, que ya estaba en primero de básica; y él en el fondo se sentía halagado, por más que se avergonzase un poco de tener trato con una niña tan pequeña. Se llamaba Hans y vivía unos pocos números más allá, en una casa en la que sus padres tenían un estanco-papelería.

2
    El sábado siguiente llovió. Crucé en tranvía un Berlín Este aún más gris y vacío que de costumbre. De la estación de Rahnsdorf me dirigí corriendo hacia el lago; la lluvia no cesaba, hacía frío, y la mano que sostenía el paraguas se me agarrotó. Ya desde lejos vi que el bar estaba cerrado. Luego vi a Sven. Llevaba el mismo pantalón de peto que el sábado anterior y la misma gorra de cuero, y con aquellas gafas redondas sobre su cara mofletuda parecía una especie de revolucionario infantil que despertaba confianza. Estaba delante de la puerta de un cobertizo, con el tablero y la caja de las piezas entre los pies, y después de saludarme con la mano, se encogió de hombros y trazó con los brazos un amplio ademán de lamentación que abarcaba el cielo, la lluvia, los charcos y el bar cerrado.
    Había venido en coche y me llevó a su casa. Su mujer y su hija, me explicó, estaban en casa de los abuelos y volverían por la tarde; hasta entonces podríamos jugar sin que nadie nos molestase. Luego tenía que acostar a su hija y leerle un cuento durante una hora como cada noche. Pero si me apetecía, podía leérselo yo mientras él preparaba alguna cosilla para cenar. Me preguntó si yo también tenía hijos. Le dije que no, y él suspiró y meneó la cabeza como compadeciéndose de mí.
    Aquel sábado tampoco acabamos la partida. Sven se tomaba mucho tiempo para pensar. Mientras tanto, yo paseaba la mirada por la casa. Había una librería de fabricación casera, hecha con tablones blancos, un bufet rechoncho y oscuro, cuatro sillas oscuras, a juego con el bufet, alrededor de una mesa de comedor cuyomantel blanco, orillado con flores bordadas, llegaba hasta el suelo; una pequeña mesa de bambú, a la que nos sentábamos sobre unos sillones de armazón metálica negra y cuerpo de mimbre, y una estufa de carbón de color marrón oscuro. En la pared colgaban un tapiz azul y blanco que representaba una paloma con una rama de olivo en el pico, y un grabado con los girasoles de Van Gogh. A través de las ventanas mojadas se veía un edificio de ladrillo viejo y grande, una escuela, como me confirmó Sven con un gruñido. De vez en cuando pasaba por el adoquinado un coche traqueteante, y el tranvía chirriaba en la curva a intervalos regulares. Ésos eran los únicos sonidos.

    Al cabo de un tiempo empezaron a aburrirme las largas cavilaciones de Sven, y propuse que jugáramos partidas cronometradas de cuatro horas y partidas relámpago de siete minutos. Al final acabamos cansándonos del ajedrez, y empezamos a salir con Paula y Julia, a quedar con amigos suyos o a jugar a los juegos nuevos que yo traía, a veces al cabo de dos intentos, si los guardias de fronteras me atrapaban la primera vez y me mandaban de regreso a Berlín Occidental. O simplemente charlábamos; los dos teníamos treinta y seis años, nos gustaba el teatro y el cine y sentíamos curiosidad por la gente y sus relaciones. A veces, durante un encuentro con amigos, nuestras miradas se cruzaban cuando algún comentario, un breve diálogo o un intercambio de gestos nos llamaba la atención del mismo modo.
    La habitación en la que jugábamos Sven y yo nunca más volvió a estar como el primer sábado. Siempre reinaba en ella un desorden total; los juguetes de Julia y el material de trabajo de Sven y Paula estaban tirados por allí, junto con la tetera y las tazas, entre manzanas mordidas y tabletas de chocolate empezadas, muchas veces compartiendo espacio con el tendedero cargado de ropa. Aquella habitación era un reflejo fiel de la vida de cada día. Por lo demás, el piso tenía también un minúsculo dormitorio para los padres, una habitación todavía más pequeña para Julia y una estrecha cocina dividida en dos por un tabique, cuya otra mitad era un cuarto de baño no menos angosto. Aquel primer sábado, Sven ordenó la habitación. También compró pasteles. Pero con el ajedrez se le olvidaron los pasteles y el té, y sólo recordó que tenía pensado invitarme a merendar cuando oyó a Paula y Julia llegar a la puerta. Se levantó, dijo: «Vaya, si iba a…», y describió con los brazos un nuevo gesto de lamentación e impotencia.

3
    Lo de Julia y yo fue amor a primera vista. Tenía dos años, era alegre, revoltosa, le gustaba hablar, y cuando se concentraba en sí misma tarareaba. A veces se ponía pensativa y seria, como si quisiera y pudiera entenderlo todo. Otras veces miraba, se colocaba y se movía de una manera que dejaba adivinar ya la mujer que sería algún día. No es de extrañar que me fascinara. Lo que sí me extrañó fue el entusiasmo con el que me recibió ya la primera tarde, como si en su corazón quedara un espacio vacío y yo fuera la persona ideal para llenarlo.
    Paula y yo no nos llevábamos bien. Ella se mostraba seria y severa hacia Sven, Julia y yo, como si desaprobara la diversión que nos procuraban pequeñeces como una torre de piezas de ajedrez o un striptease del oso de Julia o las enormes pompas de jabón que logramos hacer uno de los sábados siguientes con el juguete del tamaño de un plato y el jabón en polvo que yo había traído, y que causaron una pequeña aglomeración en el Treptower Park. También desaprobaba mis cumplidos, que entendía como intentos de ligar, y cuando me esforcé por adoptar yo también delante de ella una apariencia seria y severa, aunque amable, no vio en ello más que otra variante del flirteo. Siempre que podía, hacía como si yo no estuviera.
    Nuestra relación mejoró cuando descubrimos que los dos éramos amantes de la lengua griega. Paula era profesora de griego en un seminario de la Iglesia evangélica, y yo lo había aprendido en el bachillerato y desde entonces leía textos en griego; era mi hobby, igual que hay otros que tocan el saxo o se compran un telescopio para mirar las estrellas. Un día, mirando unos libros esparcidos por allí, vi que Paula tenía algo que ver con el griego, le pregunté, y ella se dio cuenta de que el tema me interesaba de verdad y no era en absoluto un neófito. Desde entonces empezó a hablarme, al principio sólo para comentar asuntos de gramática y sintaxis griegas, y luego por cosas de Julia o algo que le había sucedido durante las clases, o un libro que estaba leyendo.
    Pero no fue hasta el verano de 1987, durante las vacaciones que pasamos juntos en Bulgaria, cuando dijo algo acerca de nuestra relación. Antes, me explicó, me consideraba una persona frívola, y había temido que Sven se llevara un chasco conmigo.
    -Las primeras veces que quedabais, le hacía mucha ilusión, y al mismo tiempo tenía mucho miedo de que no te presentases. Estuvo así bastante tiempo, haciendo equilibrios entre la ilusión y el miedo. No tenéis ni idea de lo que significa conocer a uno de vosotros, irlo conociendo, llegar a conocerlo bien. Para nosotros es como una puerta abierta a otro mundo, intelectualmente y, por qué no reconocerlo, también materialmente, y le dan a uno ganas de alardear de vosotros delante de los amigos, y al mismo tiempo se sienten unos celos tremendos. Y siempre tenemos miedo de que el encanto exótico que encontráis en nosotros acabe gastándose y extinguiéndose y empecéis a fijaros en otras cosas y otras personas.
    Yo podría haberle contestado que también ellos me habían abierto la puerta de otro mundo. No un mundo exótico, de encanto breve y escasa trascendencia, sino la otra mitad de nuestro mundo partido en dos por el Muro y el telón de acero. Gracias a ellos me sentía en casa en todo Berlín, casi en toda Alemania, casi en todo el mundo.
    En lugar de eso, le llevé la contraria. Ledije que el hecho de que su mundo y el mío fueran diferentes y de que intercambiáramos el acceso a un mundo por el acceso a otro más bien me molestaba. Yo quería una relación de amistad, no de intercambio. No quería ser el occidental ni que ellos fueran los orientales. Quería que fuéramos personas y nada más.
    -Pero no puedes hacer como si el Muro no existiera. Como si nuestra amistad fuera igual que las tuyas de allí o las nuestras de aquí.
    Ibamos caminando por la playa. A Paula y a mí nos gustaba levantarnos temprano, tan temprano que veíamos salir el sol por el mar. Estábamos alojados en hoteles diferentes, ellos en un hotel para turistas del Este y yo en uno para occidentales, y cuando empezaba a clarear nos encontrábamos en el puerto y caminábamos hasta que llegaba la hora de desayunar y de volver al hotel. Ibamos descalzos.
    -Mira -dijo, poniendo un pie en la arena mojada sobre la que acababa de pasar una ola y retirándolo a continuación-: dos o tres olas y ya no quedará rastro.
    -¿Por qué lo dices?
    -No, por nada.

4
    Pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a hablar de política. En la segunda mitad de los años ochenta el mundo se había calmado. El Este seguía siendo el Este, pero se había vuelto viejo, cansado y prudente, y Occidente estaba satisfecho y alegre porque ya no tenía nada que temer ni que demostrar. Nadie tenía ganas de hablar de política.
    Al acabar la carrera trabajé tres años como asistente de grupo parlamentario en el parlamento regional de Stuttgart, y pese a mi entusiasmo inicial, la política acabó decepcionándome pronto. Más tarde, cuando ya vivía en Berlín, mi relación con ella se limitaba a leer regularmente el periódico sin demasiado interés. Debido a mi profesión de juez de lo social, no tenía más remedio que estar atento a ciertos temas de naturaleza política, pero sólo los seguía a través de las revistas del sector o mis compañeros de profesión. Sabía que Sven y Paula tenían la costumbre de escuchar cada día un largo programa informativo de la emisora Deutschlandfunk; no compraban el periódico, y no veían televisión, porque no querían que Julia adquiriese el hábito de verla. A ellos tampoco les interesa la política, pensé, y me pareció perfectamente natural teniendo en cuenta que al fin y al cabo ella era profesora de griego y él traductor de literatura checa y búlgara.
    Pero en el otoño de 1987 me di cuenta de mi error. Un día me pidieron que al volver a Berlín Occidental transmitiera por teléfono un críptico mensaje, y me contaron una complicada historia sobre unos amigos suyos que habían quedado con alguien del otro lado para darle un encargo, pero, debido a una desafortunada concatenación de circunstancias, no habían podido encontrarse. La historia no me pareció muy creíble. Luego me volvieron a pedir lo mismo otra vez, y entonces supe con certeza que aquella historia era falsa, y ellos se dieron cuenta de que lo sabía. Si la cosa se hubiese limitado a esas dos veces, no habría dicho nada. Pero luego llegó el tercer encargo, y esa vez les pedí explicaciones. Estaba indignado, no por miedo a correr algún peligro por hacer lo que me pedían, sino porque esperaba de ellos una mayor confianza.
    Fue Paula quien se empeñó en que yo no supiera nada. Para protegerme, dijo. Pero el caso es que, antes de hacerse cristiana y participar en el movimiento eclesiástico de base, había sido activa militante de las Juventudes Comunistas y del mismísimo Partido, y tanto el celo con que defendía la biblioteca de medio ambiente de la Zionskirche como su decisión de utilizarme para ello me parecieron herencias de su pasado comunista.
    -El fin justifica los medios, ¿eh?
    -No tienes derecho a decir eso. Yo te hablo con toda franqueza de mi época en el Partido y tú lo utilizas contra mí.
    -No estoy utilizando nada. Si no tengo derecho a opinar sobre lo que tú dices, entonces dejemos claro que aquí hay censura. Ya se sabe: esta información es sólo para los camaradas, esto se le puede contar a los ingenuos como yo, y esto otro…
    -Venga, deja de darte importancia y autocompadecerte. Tienes razón, deberíamos habértelo contado todo desde el primer momento. Pero bueno, te lo estamos contando ahora, ¿no? Y en este país no es tan fácil saber en quién se puede confiar.
    Estaba apoyada en el bufet y me miraba con la cara encendida y ojos chispeantes. Nunca la había visto tan guapa. ¿Por qué tendrá que llevar siempre ese moño, por qué no se suelta alguna vez el pelo?
    Aquel día se acabaron los mensajes por teléfono; me pidieron que mantuviera contacto regular con un periodista. Hasta el otoño de 1989 estuve informándole acerca de las medidas de represión contra la biblioteca de medio ambiente, los registros y las detenciones de personas relacionadas con ella y las acciones de Paula y sus amigos, que rozaban los límites de la legalidad, pero sin llegar nunca a traspasarlos. Empecé a pensar que quizá la policía política sospechaba de mí y me vigilaba. Pero lo cierto es que en la frontera no me registraban ni más a menudo ni más a fondo. De todos modos, nunca llevaba encima ningún papel comprometedor.
    Un día, en la primavera de 1988, Paula y Sven me llevaron a la Zionskirche. Oí hablar de paz, ecología y derechos humanos, pero por lo demás me pareció una misa como otra cualquiera. Sin embargo, Paula insistió en que mi presencia no había pasado desapercibida, y a partir de entonces convenía que me mantuviera al margen de sus actividades políticas.
    -Y a ser posible, tú también.
    -¿Qué? -dijo Sven mirándola estupefacto.
    –Tú estás metido en esto sólo por mí. Si vuelve a pasarme algo, no quiero que te pase lo mismo a ti. Piensa en Julia.
    –No creo que te vaya a pasar nada.
    -¿Y tú cómo lo sabes? –replicó ella con gesto de desafío.
    Y Sven cedió.

5
    Luego llegó el cambio político. Paula habló en público en las manifestaciones de laAlexanderplatz, ingresó en el SPD , se comprometió en el trabajo de redacción de una nueva Constitución y estuvo a punto de ser elegida diputada del último parlamento de la RDA . Sven se metió en un grupo dedicado a estudiar las actas de la policía política y a editar el primer libro sobre la organización, las actividades y los colaboradores del antiguo Ministerio de Seguridad del Estado. Durante unos meses, los dos vivieron en plena euforia política.
    Pero al cabo de un tiempo, antes de la reunificación de las dos Alemanias, Paula se despertó, despertó a Sven de su sueño de fundar un partido y una editorial de libros políticos, y los dos se lanzaron de lleno a remodelar su vida. Él consiguió una plaza de lector en la Freie Universität, y ella empezó a dar clases en la Humboldt-Universität. Ahora se podían permitir mudarse de la Schnellerstrasse al barrio de Prenzlauer Berg. El nuevo piso, que era grande, los nuevos empleos y la escolarización de Julia monopolizaron la vida de Sven y Paula. No les quedaban recuerdos nostálgicos de la desaparecida RDA . «A nosotros el cambio nos ha beneficiado», constataban con asombro de vez en cuando, extrañados de que a ellos no les hubiera tocado pasarlo mal como tantos otros a los que el cambio y la consiguiente reunificación habían privado del fruto de su conformismo o de su resistencia.
    Durante un tiempo Sven se dejó deslumbrar por la sociedad de consumo. Se compró un coche grande, usaba trajes de Armani y llevaba a Julia arreglada como una princesa. A Paula no le parecía bien tanto gasto.
    -Antes vivíamos en el quiero y no puedo, pero eso no nos hacía mejores que los del otro lado. Y ahora nos hemos vuelto igual de arrogantes que ellos.
    Pero ella también estaba cambiando, aunque de un modo menos llamativo. Seguía llevando vestidos grises y marrones, pero ahora elegantes; los talones de sus zapatos iban creciendo, y las gafas nuevas, de montura muy fina, imprimían a su cara un aire altivo. También cambió su voz: se hizo más fuerte y segura. Sven intentaba convencerla de que se dejara el pelo suelto. Ella se mostraba decepcionada, como si su pelo fuera un secreto que sólo había compartido con su marido, y que ahora él, en nombre de la moda, quería dejar a la vista de todos.
    Aunque Sven y Paula acabaron cansándose de sus viajes relámpago, Julia siguió viniendo a veces a dormir a mi casa. Al salir de la escuela cogía el metro en la esquina de su casa y salía en la esquina de la mía, iba a buscar a Hans y telefoneaba a sus padres desde la tienda para decirles que se quedaba en mi casa, y a mí para decirme que pasara a recogerla. Ya era una niña capaz de cuidarse de sí misma.
    En la primavera de 1992 volvimos a ir de vacaciones juntos, esta vez a Ancona, pasando por la Toscana y la Umbría antes de llegar a la costa. Paula y yo reanudamos nuestra costumbre de levantarnos temprano y pasear por la playa al amanecer. Le conté que no había vuelto a ver a ninguno de aquellos amigos suyos que también se habían hecho amigos míos.
    -Nosotros tampoco vemos ya más que a dos o tres. Las cosas han cambiado mucho.
    -¿Es también por culpa de las actas de la policía política?
    Se encogió de hombros.
    –Nosotros hemos decidido no preocuparnos por el tema. Llegamos a la conclusión de que nos conocemos bien y no queremos saber nada de desconfianzas y actas secretas.
    -¿Quiénes son «nosotros»?
    –Hans y Ute, Dirk y Tatjana, los Theissen y los cuatro de la orquesta. Lo decidimos la última vez que nos juntamos todos, el día de la reunificación. No te enfades porque no te consultáramos. Nos pareció que era problema nuestro, no tuyo.
    Pero sí me enfadé. Yo esperaba que mis amigos se tomaran la molestia de hablar conmigo antes de decidir qué problemas eran suyos y cuáles míos.
    Ella lo comprendió sin necesidad de que yo dijese nada.
    -Tienes razón, deberíamos haber hablado contigo. También es problema tuyo. Lo que pasó fue que por alguna razón salió el tema y acabamos enredándonos. Al cabo de un rato tuvimos la sensación de que no bastaba simplemente con hablar del tema. Queríamos algo vinculante, de manera que tomamos la decisión.
    -¿Por unanimidad?
    -No, Hans y Tatjana votaron en contra, y Tatjana se negó a aceptar que la decisión fuera vinculante. Quería ver su acta.
    -¿La ha visto?
    -No lo sé. Ya no tenemos contacto.
    Yo me había preguntado más de una vez si entre las personas que formaban el círculo de amigos de Sven y Paula no habría habido algún que otro informante al servicio del Ministerio. Y ahora quería saberlo. Seguía enfadado.
    -Yo también quiero ver mi acta.

6
    En otoño Sven consiguió un contrato indefinido. Llevaba mucho tiempo esperándolo, y ahora que ya había perdido la esperanza, el director del departamento le venía inesperadamente con los papeles.
    Me llamó al juzgado.
    -¡Ven a casa esta noche! Hay que celebrarlo.
    Al salir del trabajo me dirigí allí con una botella de champán francés y un ramo de flores. Él había abierto una botella de vino blanco, que ya estaba medio vacía; nunca lo había visto de tan buen humor.
    -¿Te ha dicho tu jefe por qué han tardado tanto en hacerte el contrato?
    -Ni una palabra. Sólo que se alegra de que por fin lo hayamos conseguido. Y que soy el primer alemán del Este que obtiene una plaza con carácter indefinido en un puesto académico en la Freie Universität -proclamó. ¿Sabes? A veces siento no ser más que un pez chico. Lector de checo y búlgaro: no es gran cosa. Tú algún día serás juez del Tribunal Supremo y llevarás una toga roja. Paula algún día sacará del cajón la tesis doctoral que empezó y dejó a medias hace años, la acabará y será profesora titular. Pero si el mundo es un lugar luminoso y habitable, es gracias a los peces chicos. Paula no tiene contrato indefinido, e imagínate que quieren quitársela de encima o ella lo deja para escribir la tesis y poder ser profesoratitular… Es una suerte que me tenga a mí a su lado, aunque sea un pez chico.
    Llegaron Paula y Julia. Aquella tarde, Paula había ido a buscar a la niña a la escuela y le había comprado un helado, y Julia estaba pesada y gritona. Ella y Sven empezaron a juguetear por la cocina y por la habitación grande, mientras yo, apoyado en el bufet, bebía vino blanco e iba contagiándome del buen humor de Sven y Julia. Sólo al cabo de un rato me di cuenta de que Paula estaba muy callada. Se limitaba a reírse de las ingeniosas ocurrencias de Julia y a acariciarle la cabeza. Pero estaba ausente. Sven puso un vals y le propuso bailar con él por toda la cocina y el vestíbulo, pero ella se negó. Pensé que quizá le molestaba que Sven bebiera tanto, pero ella por su parte no paraba de vaciar copas de vino.
    Por fin Sven se dio cuenta también de que a Paula le pasaba algo, y se empeñó en hacerla cambiar de humor. Empezó a mostrarse atento, delicado, afectuoso, todo ello con conmovedora torpeza de borracho. Pero sólo conseguía un rechazo detrás de otro. Cuando se le acercaba, ella se apartaba; él, pese a todo, insistió en rodearla con el brazo y juntar su cabeza con la de Paula, y ella se soltó bruscamente. Julia empezó a mirar confundida al uno y luego al otro.
    Me sentí impotente. Nos sentamos a la mesa en la habitación grande, Julia y yo a un lado y Sven y Paula al otro, y me pareció revivir escenas de infancia, de cuando algo no iba bien entre mis padres, y la situación me desesperaba, por miedo a que aquel problema que yo desconocía pudiera inflamarse y destruir los cimientos de mi confianza en el mundo. Me vino a la mente aquella inacabable serie de cenas en las que, sentado con mis padres a la mesa, me encogía todo lo que podía para evitar a toda costa ser el detonante de un estallido que parecía inminente. Y ahora también Julia se esforzaba por pasar desapercibida.
    ¿Realmente sabía si a Sven y Paula les iban bien las cosas como pareja? Su matrimonio siempre me había parecido armonioso, pero lo cierto era que yo siempre había querido ver las cosas así. Alguna vez Sven empezaba a hablar de cómo le iban las cosas con Paula, pero yo enseguida cambiaba de tema. Igual que les sucede a los niños con sus padres, prefería no saber nada de los problemas matrimoniales que pudieran tener. Eso sí, tampoco quería saber nada de su felicidad.
    Acosté a Julia. No hablamos de Sven y Paula. Le leí un cuento y ella se durmió antes de que acabara, cansada de aquel día intenso o de aquella velada con sus padres. Me quedé donde estaba y acabé de leerle el cuento. Cuando iba a despedirme de Sven y Paula, ellos insistieron en que me quedase un rato más. La velada había salido mal, pero al menos ahora podíamos ver por fin aquellas películas de vídeo que siempre dejábamos para más adelante para no perdernos por ellas una velada agradable. Insistieron con un énfasis que habrían hecho mejor en poner para explicar qué es lo que andaba mal entre ellos.
    Vimos dos películas. Me apetecía dejarme llevar por las historias, pero no me atreví. Notaba la tensión que había entre Sven y Paula, y tenía la estúpida sensación de que si me concentraba en la película y no les prestaba atención, podía pasar algo malo. Bebimos tanto vino, que al final Sven y Paula me convencieron de que no cogiera el coche y me quedase a dormir en su casa.

7
    Me acosté en la habitación de paso, un cuarto grande con dos puertas y una ventana que daba al patio de luces. Tumbado en un colchón sobre el suelo, veía por la ventana abierta una pared oscura y un tejado oscuro con chimeneas oscuras contra el cielo nocturno iluminado por las luces de la ciudad, y oía un zumbido que crecía y disminuía regularmente, como si las casas que daban al patio respirasen pesadamente en el calor de la noche de verano. El reloj de una iglesia dio una campanada, y, mientras esperaba el siguiente toque, me quedé dormido.
    Fue como un sueño, y más tarde he deseado muchas veces que de verdad sólo hubiera sido un sueño.
    Ella apareció sentada al borde del colchón. Quise preguntarle «¿Qué pasa?», pero justo cuando empezaba a mover los labios oí un «Shhhh» y sentí sus dedos sobre mi boca. Yo la miraba, sin poder descifrar su cara en la oscuridad. Por la izquierda le caía encima un poco de luz, que le iluminaba la mejilla y brillaba en el ojo. Llevaba el pelo suelto, dejando libre el cuello por la izquierda y cubriendo el hombro derecho. Con la mano izquierda se sujetaba la bata delante del pecho, mientras con la derecha imponía silencio a mi boca.
    Me pregunté si se daba cuenta de lo que estaba pasando en mi interior. Paula, la mujer de mi amigo Sven… Las mujeres de los amigos no se pueden desear, son intocables, y flirtear con ellas es como hacerlo con tu hermana pequeña o con una señora mayor: un juego que nunca lleva a nada serio. No es que entre Paula y yo no hubiera habido roces, abrazos, risas compartidas, momentos de entendimiento y de confianza, en los que podía imaginarme amándola. A veces incluso podía imaginarme amándola mejor y haciéndola más feliz de lo que Sven era capaz; y sabía que ella también se preguntaba cómo sería estar conmigo. Pero todo eso eran visiones de otro mundo, en el que Sven, pese a todo, era amigo mío y feliz con su mujer, y en el que yo quizá no la amaba a ella, sino a alguna como ella, en lugar de las mujeres demasiado jóvenes con las que mantenía relaciones demasiado cortas. No, no había ningún deseo reprimido que estuviera pidiendo realizarse. Los dos lo sabíamos, y si hubiéramos hablado lo habríamos dicho y habríamos zanjado definitivamente el asunto.
    Pero no hablamos. Cuando sus dedos dejaron de ordenar silencio a mi boca y empezaron a deslizarse por mi cara, a seguir el trazo de mis cejas, de mis sienes, de mis pómulos y mis labios, se me pasaron las ganas de hablar. Cerré los ojos y seguí viendo su imagen, extraña y hermosacon el pelo suelto, una Paula que se prometía muy distinta de la que yo conocía. No sólo noté sus dedos en mi cara, sino también la proximidad y el calor de su cuerpo. No la toqué, me limité a aspirar su olor. Cuando volví a abrir los ojos, ella tomó mi cabeza entre las manos, se inclinó sobre mí y me besó. Su pelo cayó sobre nuestras cabezas y las envolvió.
    Nos amamos con tanta tranquilidad como si no fuera la primera vez y tuviéramos todo el tiempo del mundo. Como si tuviéramos la conciencia tranquila. Pero yo no la tenía, pensaba en Sven y en que estaba durmiendo unas puertas más allá, y en lo que pasaría si se despertaba y nos encontraba, o en qué cara le pondría yo a la mañana siguiente. Aunque en realidad la mala conciencia carecía de fuerza, era como si se limitara a cubrir el expediente, sin interesarse demasiado por lo que estaba pasando. Incluso sentí una maligna satisfacción al darme cuenta de que nada ni nadie nos detenía. Me sentí libre. Y me sentí poderoso; era como si descubriera que a partir de entonces para obtener el placer me bastaría con alargar la mano. Me sentí orgulloso cuando ella tuvo su orgasmo y yo el mío, igual que, al bailar, uno se felicita de la concordancia de los movimientos, la gracia de la mujer y su propia ligereza.
    Luego nos tumbamos el uno junto al otro. Con toda naturalidad, sin esforzarnos, encontramos la mezcla perfecta de aproximación y distanciamiento. Quise hablar, no para preguntarle si le había gustado -sabía que sí-, sino qué íbamos a hacer a partir de ahora. Ella volvió a hacer «shhhh» y a tocarme la boca con los dedos. Antes el silencio nos había unido, ahora nos separaba. Entonces vi brillar las lágrimas que le corrían por la cara. Quise incorporarme y secárselas a besos, borrarlas. Quizá ella pensó que yo pretendía apartar sus dedos de mi boca y hablar pese a su prohibición, así que se incorporó, se puso la bata, se la sujetó sobre el pecho con la mano izquierda, y, tras inclinar brevemente la cabeza, se llevó la mano derecha a la cabellera y se la echó por encima del hombro. Estuvo sentada un instante al borde del colchón en la misma postura que hacía un rato. Y antes de que yo pudiera tomar una decisión, decirle algo o retenerla, ya había salido de la habitación.

8
    Cuando volví a despertarme seguía siendo de noche. Esta vez oí abrirse la puerta y unos pasos suaves sobre las tablas del suelo. Era Julia.
    -¿Qué pasa?
    -Me he despertado y no puedo dormir. Papá y mamá están discutiendo.
    Estaba de pie en camisón, esperando delante de mi cama. Le dije que se sentase, esperando que el olor a sexo no fuera demasiado fuerte o que a Julia no le extrañase demasiado. Se metió bajo la manta y se puso a mi lado.
    -Nunca los había oído discutir tan fuerte.
    -Es normal que los padres discutan de vez en cuando. Y unas veces gritan más y otras menos.
    -Sí, pero…
    Comprendí lo que la niña esperaba de mí: que le diese ejemplos de cosas sobre las que los padres suelen discutir sin que peligre el orden del mundo. Pero yo no estaba dispuesto a quitarle importancia a la discusión, fuera cual fuera su peligrosidad.
    -¿Sabes la historia de las ovejas?
    -¿Lo de la valla? ¿Que saltan la valla y hay que contarlas hasta que te duermes?
    -No, esa historia no. También hay una valla, pero la puerta del redil está abierta, y no hace falta contar las ovejas si no se quiere. ¿Te la cuento?
    Asintió con tanto fervor que lo noté incluso en la oscuridad. Ahora yo también oía discutir a Sven y Paula, a pesar de que su dormitorio y la habitación de Julia estaban al otro extremo de un largo pasillo en forma de L. Las voces me llegaban lejanas y débiles, pero aquello bastó para que me preguntase si no sería mejor vestirme, marcharme sin decir nada y no volver a dar señales de vida. Estaba enfadado con Sven y Paula por ser incapaces de vivir en pareja sin pelearse, con Paula por haberme utilizado como un pañuelo de papel, con Julia por venir a pedirme ayuda como si yo no tuviera suficientes problemas. Y conmigo mismo por lo que le había hecho a mi amistad con Sven, y por haber permitido que Paula se me acercase tanto.
    -¿Me lo cuentas o no?
    -Sí. Hay un país con unas montañas muy altas. Cuando estás arriba, está todo cubierto de nieve y hielo, y cuando bajas, primero hay rocas y piedras, luego hierba y luego un bosque muy espeso. Enfrente de las montañas altas hay otras no tan altas, y las últimas de todas, las más bajas, están cubiertas de hierba, de la misma hierba pajiza que hay por toda la llanura que empieza al pie de las montañas, y que se extiende hasta más allá del horizonte, hasta más allá de donde alcanza la vista. ¿Me escuchas?
    -Sí, pero también oigo a papá y mamá.
    -Y yo. Pero ¿no quieres que te cuente la historia? No es muy divertida, pero las historias divertidas no van bien para dormirle.
    -Sigue contando.
    Al pie de las montañas hay un redil de ovejas. Un redil muy grande, con muchas ovejas.
    -¿Qué es un redil?
    -Un redil es como un establo, pero sin tejado y con paredes hechas con dos tablas. ¿Ves el redil?
    -Sí.
    -Pues bien, por la mañana estabas en las montañas, en las más altas de todas. Luego empezaste a…
    -¿Y cómo he subido a las montañas?
    -No lo sé. Seguramente naciste allí.
    -Mmm…
    -Bueno, el caso es que has empezado a bajar de las montañas. Has tardado mucho rato, porque has tenido que caminar por la nieve y patinar por el hielo, y al llegar a las rocas a veces has tenido que descolgarte, y por las piedras te costaba mucho andar. A veces, al pasar por un desfiladero, tenías que subir por un lado para poder bajar por el otro. Luego has estado mucho rato cruzando el bosque espeso. Luego, justo cuando empieza a ponerse el sol, sales del bosque y ves enfrente de ti las últimas montañas, las más bajas de todas, y la ancha llanura.
    -Y el redil.
    -Sí, también el redil. Como el sol se está poniendo por detrás delas montañas altas, el redil ya está a la sombra. Pero en la llanura todavía brilla el sol, un sol cálido, que hace relucir la hierba pajiza de la llanura. Alguien ha quitado las tablas que cierran el redil. No sabes quién ha sido, no ves a nadie por ninguna parte. Pero sí ves que unas cuantas ovejas de los cientos y cientos que hay en el redil se han atrevido a salir y pastan delante del redil, primero sólo unas pocas, pero luego cada vez más, al principio muy cerca del redil, y luego cada vez más lejos. Te sientas. Estás cansada porque has tenido un día muy duro, y te alegras de poder sentarte por fin. Estás cansada, pero sigues mirando.
    -Mmm.
    Se echó de costado. Yo le acaricié la cabeza y la tapé con la manta.
    –Sigues mirando y ves cómo las ovejas salen del redil. Algunas se detienen de vez en cuando y mordisquean la hierba. Otras no paran de moverse y corretean de aquí para allá. Pero todas quieren salir a la ancha llanura. Algunas son más rápidas y se las ve relucir muy lejos a la luz del sol, mientras que las otras están cubiertas por la sombra de las montañas. Luego el sol desaparece del todo detrás de los picos y toda la llanura queda en sombra. Está salpicada de manchas claras que se mueven poco a poco, cada vez más lejos. El redil ya está vacío. A veces oyes balar a las ovejas. Y las manchas claras se van alejando cada vez más, cada vez más. ¿Las ves?
    Julia ya se había dormido.

9
    Oí gritar varias veces a Paula y Sven. Luego volvían a hablar más bajo, y yo tenía la esperanza de que la discusión se acabase. Pero seguía. Me vinieron a la memoria aquellas discusiones insoportables que había tenido con mi mujer hacía muchos años; discutíamos hasta el agotamiento, pero el agotamiento no daba pie a la paz, sino sólo a una tregua que nos permitía recuperarnos y seguir discutiendo con la misma vehemencia.
    Me levanté, me puse los pantalones y el jersey y crucé la habitación pisando de puntillas las tablas chirriantes del parqué. Abrí la puerta sin hacer ruido, salí silenciosamente al pasillo y cerré la puerta. Y me deslicé hasta el dormitorio de Paula y Sven.
    -¿Cuántas veces más tengo que decírtelo? No tenía ni idea de que te lo tomarías así.
    Sven hablaba despacio y enfatizando cada palabra.
    -¿Y entonces por qué no me dijiste nada?
    -Porque lo prohibían las reglas. No se podía hablar del asunto.
    –Eran sus reglas, no las nuestras. Nosotros prometimos que nos lo contaríamos y luego les diríamos a ellos que nos lo habíamos contado.
    -Eso fue cuando todavía pensábamos que no íbamos a entrar en el juego. Pero en el momento en que entré en el juego, eso dejó de ser válido.
    -Pero es que no deberías haber entrado en el juego sin hablar conmigo y sin mi aprobación. La promesa que nos hicimos no tenía ninguna condición que tú pudieras manipular a tu gusto.
    -Entonces, ¿me habrías dado tu aprobación?
    -No, no te la habría dado, por más que me lo preguntes. Yo…
    -No te lo pregunto para que me des tu aprobación a posteriori , sino para que entiendas de una vez que no podía contar contigo, que era asunto mío y de nadie más. Tuve que…
    -No «tuviste». No me digas que «tuviste». Quisiste. Y llevo horas pidiéndote que me digas por qué.
    -Deja de hablar de una vez como si todo hubiera sido por pura diversión, como si lo hubiera hecho para divertirme. Lo hice por tu bien.
    -¿Por mi bien? ¿Sin contar conmigo? ¿A mis espaldas? ¿Cómo te atreves a…?
    -Que sí, que ya lo sé. No tengo derecho a decidir por ti lo que te conviene. Pero a ver si te metes en la cabeza de una vez que tengo la obligación de hacer lo que sea mejor para nuestra hija. Nuestra hija no necesitaba una heroína ni una mártir, sino una madre. Y yo hice todo lo que pude para que siguiera teniendo una madre.
    -Y para eso traicionaste todos mis principios. Nuestros principios. Los revolcaste por el fango.
    Sonaba como si no fuera la primera vez que se decían todo eso. Las voces sonaban gastadas; el tono de atormentada razonabilidad parecía cansino, y el intento de Paula de hacerle comprender a Sven su horror parecía desesperado. No quise seguir escuchando. Pero en el momento en que iba a marcharme con discreción, Sven abrió la puerta bruscamente.
    –Vaya, tenemos un espía. Los espías saben cuándo los están espiando. Tienes razón, Paula, debo de ser un espía. Y ahora también lo sabe nuestro amigo, que por lo visto es aficionado a escuchar detrás de la puerta y a mirar por el ojo de la cerradura. No se quede fuera el señor, pase a disfrutar del linchamiento.
    Hizo una reverencia irónica y un gesto de invitación con el brazo. Entré, y Sven cerró la puerta y se quedó delante de ella, como si quisiera impedir que Paula o yo saliéramos de la habitación. Ella estaba junto a la ventana, dándonos la espalda.
    Di unos cuantos pasos hacia el interior de la habitación; no sabía adonde ir, dónde ponerme, si quedarme de pie o sentarme. Me quedé de pie, con Sven a la izquierda y Paula a la derecha.
    -Julia ha venido a mi habitación porque no la dejabais dormir con vuestros gritos. Y como ya estaba despierto, no he podido evitar oíros yo también.
    -Y entonces, claro, has querido enterarte bien del asunto. ¿Sería por simple curiosidad? ¿O para disfrutar de tu poder? El saber es poder, y saber cosas de los amigos es tener poder sobre ellos. ¿O a lo mejor lo has hecho por nuestro bien? Claro, cuando los amigos están en crisis, lo mejor es ponerse a mirar por el ojo de la cerradura.
    -No sabía lo que pasaba, no sabía si llamar a la puerta, si preguntar. Pensaba marcharme enseguida.
    -¿Pensabas marcharte? ¿No querrás decir más bien que pensabas escaparte sigilosamente, sin hacer ruido, para que no nos diéramos cuenta de que habías estado escuchando?
    Sven se regodeaba en sus palabras y me señalaba con el dedo.
    -Escucha, Sven.
    Paula habló sin volverse. Yo veía su cara reflejada en la ventana.
    -A éltambién lo has traicionado, a él y a todos los demás.
    -¿A qué viene eso ahora?
    -De todos modos, se van a enterar.
    -Correrás a contárselo, ¿no?
    Paula se dio la vuelta.
    -No, Sven, yo no. Helga va a ver su acta la semana que viene, y ya sabes que es incapaz de callarse nada.
    -Bah, Helga es una charlatana. Nadie le hace caso.
    -Sven, despierta. Vas a perderlo todo: tu trabajo, tus amigos y tu mujer. Y un día Julia te preguntará lo que pasó, y, entonces, ¿qué le dirás?
    Sven se quedó callado. Miraba a Paula con los ojos y la boca muy abiertos, con gestó estúpido, cerril, desconcertado.
    -¿Por qué vas a irte? Oyéndote hablar, cualquiera pensaría que te he engañado. Pero hoy en día hacerle el salto a tu pareja ya no es nada del otro mundo. Mira los Theissen, se pusieron los cuernos el uno al otro y lo han superado. Y nosotros, nosotros… Yo nunca te he engañado, Paula, soy incapaz de engañarte. Siempre te he querido sólo a ti y siempre te querré sólo a ti.
    -Ya lo sé.
    Se dirigió hacia la puerta.
    -Déjame pasar. Voy a buscar una cosa.
    Él la cogió del brazo.
    –Pero volverás, ¿no?
    -Sí, hombre, claro.

10
    Él se me quedó mirando con la misma cara mofletuda e infantil que cuando nos conocimos, y trazó con los brazos aquel gesto suyo de lamentación e impotencia.
    -Me he metido en un buen lío. ¿Se te ocurre alguna manera de arreglarlo?
    -No.
    Me encogí de hombros. Me habría gustado darle un abrazo, pero no podía.
    -Quizá debería decirte una cosa… Antes de que te lo cuente Helga o lo leas tú mismo… No es muy importante, pero… -Hizo un esfuerzo-. Cuando le hablé de ti a la Stasi, fanfarroneé un poco. Les dije que algún día serías un pez gordo y que a través de ti conseguiría información importante, de momento todavía no, pero sí más adelante. Bueno, de hecho no les dije nada ni les conté nada de ti, sólo les hice pensar que a lo mejor algún día…, que a lo mejor tú algún día…
    -Si no me vas a decir toda la verdad, es mejor que no digas nada.
    Paula estaba en la puerta.
    -La verdad, la verdad… De acuerdo, les dije que estaba desengañado del sistema político de la República Federal y que a lo mejor algún día conseguía convencerlo de que trabajase para nosotros. Y que después de las decepciones políticas que había tenido, andaba buscando un punto de referencia, algo por lo que luchar.
    Sven nos miró a Paula y a mí.
    -Lo siento, lo siento. Yo pensaba que con eso no hacía daño a nadie y en cambio ayudaba a mucha gente. Por ejemplo a ti, Paula, y con Paula también a Julia y a mí mismo. No te traicioné. No he traicionado a nadie. Lo único que hice…
    Paula le dio unos papeles.
    -Lee esto.
    Él dejó caer la mano que sostenía los papeles y su mirada se movió de ella a mí y de mí a ella. Buscaba palabras, como si pudieran existir palabras que le permitiesen no tener que leer los papeles. Como si así pudiera enterrar y ocultar la verdad que había en ellos. Pero no encontró las palabras, de modo que suspiró y empezó a leer.
    -No -dijo al cabo de un rato-, no fue así.
    -¿Quieres decir que no le contaste nada sobre nuestra vida matrimonial? Espera, que enseguida vienen los detalles. Sólo pudo saberlos a través de ti.
    Volvía a estar junto a la ventana, con los brazos cruzados y los ojos clavados en él.
    Sven siguió leyendo. Y luego volvió a bajar el brazo.
    -Es que en el fondo no era mala persona. Y de algún modo se puede decir que éramos colaboradores. No éramos lo que se suele entender como compañeros de trabajo, pero de alguna manera sí éramos compañeros, y al fin y al cabo los compañeros hablan de sus mujeres, de sus novias, ¿no? Y además, Paula, oye, no le dije nada malo sobre tu persona. Al contrario, alardeaba de ti.
    -Le hablaste de nuestra vida sexual a un tipo de la policía política. Nos traicionaste, a nosotros, a ti y a mí. No se lo contaste a un amigo ni a un compañero de trabajo; se lo contaste a ellos. Sí, alardeabas de mí, de nuestra vida sexual, y de paso les contaste que yo era una humanista y una idealista inofensiva que sólo había cometido el error de dejarse manipular un poco por la Iglesia. «En cuanto a la asistencia de mi esposa a las asambleas, no hay que tomarla demasiado en serio. Se deja influir y manipular fácilmente». Y luego les pusiste en bandeja a Heinz. Lo pintaste como si fuera el cerebro en la sombra, el líder del movimiento, a él, que…
    -Pero sólo fue para salvarte a ti. Sólo lo hice para que tú no… Después de todo lo que había pasado, necesitaban una cabeza de turco, y si no hubieran cogido a Heinz, a lo mejor habrían ido a por ti. Y total, ¿qué le pasó? Al cabo de unos meses lo expulsaron a Occidente, no le pasó nada.
    -No entiendes nada.
    Paula temblaba de nerviosismo.
    –No me salvaste a mí tal como soy, sino como ellos me querían. Seguramente tú también me quieres así: una mujer inofensiva, buena en la cama, y a la que no hace falta tomarse demasiado en serio. No te importaba en absoluto cómo soy en realidad. No te importaba que estuviera dispuesta a que me detuvieran, que prefiriera dejarme detener antes que traicionar mis ideales, y que prefiriera para mi hija una madre presa antes que una madre traidora. Tenía derecho a todo eso, era mi vida, era mi fe, mi manera de ser madre de mi hija. Y tú me lo quitaste, a mis espaldas, cobarde y vergonzosamente. Y no me digas que lo hiciste por amor. Eso no es amor.
    -Pero…
    Sven estaba pálido y miraba atónito a Paula.
    -No, eso no es amor. No sé lo que es, pero no lo quiero. Y no me vengas con que serle infiel a tu pareja es una minucia. Lo que has hecho no ha sido hacerme el salto. Has destruido el suelo sobre el que se sostenía mi vida. Nuestra vida. Voy a dejarte. No pienso quedarme contigo.
    Sven se despegó de la pared. Se dirigió a la puerta con paso vacilante, la abrió y salió al pasillo. Lo oímos abrir la puerta del cuarto de baño. Luego lo oímosvomitar.

11
    Cuando Sven abrió el grifo y cerró la puerta, Paula y yo nos miramos.
    -¿Qué pasó con Heinz? -le pregunté para cambiar de tema.
    -Bueno, él y yo hicimos juntos una acción pacifista en la Alexanderplatz. Al lado del Reloj Universal. El uno de enero de 1988 pegamos en la bola del mundo unos pasquines con el número de víctimas en cada uno de los sitios donde había habido guerras y guerras civiles en 1987. Pero, claro, eso no podía ser. Para ellos la guerra no era guerra y la guerra civil no era guerra civil. ¡Cómo podíamos mezclar las guerras de liberación de los pueblos oprimidos con las guerras de opresión de los imperialistas y los capitalistas! Nos detuvieron, y a mí me interrogaron durante tres días y me dejaron marchar después de echarme un rapapolvo, pero a Heinz lo metieron siete meses en la cárcel y luego lo expulsaron del país. Ahora sé que gracias a Sven a mí me trataron como a una niña mala que había hecho una travesura, y en cambio a Heinz como a un activista dedicado a una campaña de agitación y propaganda subversiva orquestada desde Occidente y promovida por determinados círculos de la Iglesia. Y sin embargo llevábamos años juntos en la política y él no había hecho nada que no hubiera hecho yo también.
    -¿Lo sabe Heinz?
    -No sé nada de él. Desde que pasó a Occidente no se ha puesto nunca en contacto conmigo, ni siquiera después del cambio. A lo mejor piensa que lo traicioné para salvar el pellejo.
    -¿Y Sven le contó a la policía política todo lo que sabía?
    Paula asintió con la cabeza.
    -Y hablaba con su oficial de contacto como con un amigo de toda la vida, sobre sí mismo, sobre mí y sobre Julia.
    -¿Desde cuándo?
    -La cosa empezó cuando nos conocimos nosotros, hacia el verano o el otoño de 1986.
    –¿Le daban algo a cambio?
    -Unos cuantos cientos de marcos de vez en cuando. A mí ya me extrañaba que, a veces, nos hiciera regalos inesperados a Julia y a mí, pero no le pregunté nada. No, no lo hacía por dinero. Pero es que en Alemania Oriental nadie hacía nada por dinero.
    -¿Sospechabas algo?
    -¿Lo dices porque le pedí que no se metiera en mis actividades políticas? No lo sé -dijo encogiéndose de hombros. Creo que no sospechaba nada. O por lo menos no quería sospechar.
    -Paula…
    –Dime.
    Sonrió, cansada y triste, como si supiera por dónde iba a continuar la conversación, y que por ahí no llegaríamos a ninguna parte.
    -¿Por qué te has acostado conmigo?
    No respondió.
    -¡Paula!
    Suspiró y se dio la vuelta. Volví a ver su cara en la ventana.
    -¿Lo has hecho porque Sven te engañó y necesitabas hacerle el salto tú también para poder perdonarlo?
    No dijo nada, no asintió, y en el reflejo no se distinguía bien la expresión de su cara.
    -¿Querías que yo me sintiera culpable hacia Sven para que no le tomara a mal que también me traicionase a mí?
    Siguió sin contestar.
    -Dime algo, Paula. Está claro que no lo has hecho por mí, en realidad no. ¿Lo has hecho por ti, querías que te consolara? Si es así, ¿por qué no me has dado tiempo para hacerlo?
    Esperé. Esperaba que ella dijera algo que me hiciera sentir que lo hubiera hecho por mí, aunque no fuera un gran amor, pero sí al menos un cierto grado de intimidad y confianza.
    Siguió callada,
    –Entonces es que lo has hecho por Sven, por una razón o por la otra, Y si es así, tienes que reconocerlo y quedarte um él. No sé si es terrible o maravilloso: te ha traicionado y a pesar de ello le quieres.
    Seguí esperando, sin creer ya que ella fuera a reaccionar. Pero entonces le lanzó una pregunta a su reflejo.
    -¿Puedes querer a alguien a quien no respetas?
    -¿Por qué se hizo informador?
    -Acudió a ellos por su propio pie. Tenía miedo por mí, desde hacía tiempo y especialmente desde 1985, cuando me detuvieron por primera vez. Cuando te conoció, pensó que podría informar sobre ti y a cambio obtener un trato más favorable para mí. Pero sobre ti no había nada que contar -dijo sonriendo-, excepto las cuatro cosas que se inventó. Y en cuanto lo tuvieron atrapado, les resultó fácil utilizarlo.
    Sven estaba en la habitación. Yo no lo había oído entrar. Sin duda había puesto toda su precaución para no hacer el menor ruido. ¿Cuánto rato debía de llevar escuchando detrás de la puerta?
    Paula se indignó.
    -¿O sea que sigues con las mismas? ¿Otra vez acechando y espiando? Si quieres saber algo, pregúntamelo. Pero no vuelvas a acercarte sin hacer ruido, nunca más, y… -Estaba gritándole, y de repente se interrumpió-. Bah, haz lo que te dé la gana.
    Se dirigió a la puerta.
    -Paula, no te vayas, por favor. No he venido a espiar. Sólo intentaba no hacer ruido para no despertar a Julia. Quería saber de qué estabais hablando para poder decir algo. Pero no os estaba espiando.
    Estaban frente a frente. Él levantó los brazos en gesto de lamentación y con el mismo gesto los dejó caer. Tenía lágrimas en los ojos y en la voz.
    -Tengo mucho miedo, he pasado mucho miedo todos estos años. Por ti, por nosotros, y después del cambio, miedo de que te enterases de todo. Tú nunca has querido saber nada de mi miedo, o sea, del miedo que tenía por ti y por nosotros; me volvía loco, y tú nunca me ayudaste. Yo no soy tan fuerte como tú. Nunca lo he sido. Intenté hablar contigo sobre mis miedos, hacerte ver que no era necesario que te implicaras tanto, pero tú no quisiste escucharme. –Lloraba. ¿Por qué no me dejaste cuando te diste cuenta de que soy más débil y más cobarde que tú y que no me parecían bien muchas de las cosas que hacías? ¿Quizá porque me necesitabas? ¿Sexualmente? ¿Por Julia, porque no tenías tiempo para ella? ¿Para las tareas de la casa? -Se secó los ojos y la nariz con las manos-. Ahora ya no me necesitas. Me dejas porque ya no me necesitas.
    -Sí te necesito. Pero ya no eres el mismo que…
    -Te equivocas. Sigo siendo el mismo. -Ahora gritaba-. El mismo, ¿me oyes? Elmismo. Claro que ahora quizá ya no soy lo bastante bueno para ti, quizá necesitas un hombre mejor o ya has encontrado un hombre mejor. Pero entonces sé sincera y dilo.
    -No hace falta que chilles, Sven. Lo que tenga que decir, ya te lo diré.
    -Sí, pero sólo si decides que tienes que decirlo. –Se volvió hacia mí y se me quedó mirando. ¿Y tú qué? ¿No tienes nada que decir?
    Se quedó esperando, y como yo no respondía, se sentó en la cama y se puso a mirarse los pies. Paula se dirigió a la puerta, pero no salió de la habitación. Se apoyó en la pared en el mismo sitio donde se había apoyado antes Sven.

12
    Seguimos esperando, aunque yo no sabía qué. ¿Que alguien dijera algo que no se hubiera dicho todavía? ¿Que alguien hiciera algo? ¿Que Paula sacara sus cosas del armario, hiciera las maletas y se marchara? ¿Que se marchara Sven?
    Yo quería irme. Pero no podía. No podía irme sin decir nada, y sin embargo no sabía qué decir. Así que me quedé quieto, paralizado, porque me faltaban las palabras. Cuando miraba a Paula y ella se daba cuenta, me sonreía con gesto cansado y triste. A veces Sven levantaba la mirada de sus pies y la dirigía inquisitiva hacia Paula y hacia mí.
    Luego empezó a clarear. El cielo se puso al principio gris, luego blanco y luego azul pálido. Antes de que el sol iluminara el tejado vecino, su luz cayó sobre la bola de la torre de la televisión, que lanzó un destello hacia donde estábamos nosotros. Cuántos pájaros hay en la gran ciudad, pensé. Alborotaban en el viejo castaño que había en el patio. Fui hacia la ventana, la abrí y dejé entrar el aire. Aire de la ciudad, el aire de una mañana fresca únicamente porque todavía conservaba el frescor de la noche. Desde el patio llegaba el hedor de una hilera de contenedores de basura y del montón de compost que los ecologistas de la planta baja acumulaban allí. El reloj de la iglesia dio las seis.
    De repente apareció Julia en la puerta. Se la veía medio dormida y extrañada.
    -Hoy tengo que estar en el colegio a las siete y cuarto. Tenemos ensayo. ¿Me dais el desayuno?
    Se dio la vuelta y se fue al cuarto de baño.
    Sven se levantó y se dirigió a la cocina. Oí cerrarse de un golpe la puerta de la nevera y luego la del horno, el tableteo de la vajilla y al cabo de un rato el pitido de la tetera. Cuando Julia salió del cuarto de baño y la oímos caminar por el pasillo, Paula se despegó de la pared y fue tras ella. Oí abrirse la puerta del armario de la habitación de Julia, abrirse y cerrarse los cajones, y a la madre y la hija hablando del ensayo, de la ropa que iba a ponerse y de lo que tenían que hacer aquel día. Cuando las dos se fueron a la cocina, Sven me llamó por mi nombre.
    En la mesa de la cocina había cuatro tazas y cuatro platos con panecillos recién hechos.
    -Te pongo café, ¿no?
    Sven me llenó la taza. Me senté. Julia empezó a hablar de la obra que ensayaba su grupo teatral, de los ensayos y sus progresos, de los preparativos técnicos de la representación. Paula y Sven hacían algún comentario de vez en cuando, manifestaban admiración, hacían preguntas.
    -Te acompaño.
    Cuando Julia se levantó, Sven lo hizo también. Paula asintió con la cabeza.
    -Voy con vosotros. Luego iré directamente al instituto.
    Sven cerró la puerta del piso cuando salimos. En la escalera, Julia me dio la mano. Al salir a la calle se echó a la espalda el macuto, que hasta ese momento llevaba en la mano, y se cogió de las manos de sus padres. La acera estaba vacía, y Paula, con un gesto, me llamó a su lado y me cogió del brazo.
    Así fuimos hasta la escuela. Apenas había tráfico. Sólo en las panaderías atendían ya a los primeros clientes. A medida que nos acercábamos a la escuela, íbamos encontrando otros niños y niñas que también iban al ensayo. Julia los saludaba, pero sin soltarse de las manos de sus padres.

13
    A partir de entonces dejamos de tener contacto. A mí no me apetecía ver a Sven, y tampoco me apetecía que él me viera. Me preguntaba si debía confesarle lo sucedido. ¿Podía hacerlo sin delatar a Paula? ¿Era mi deber delatar a Paula y a mí mismo? A veces me preocupaba que pudieran salir a la luz aquellos informes en los que me pintaba como bienintencionado juez de lo social con simpatías por el régimen comunista. Aunque no representaran un peligro directo para mi puesto de trabajo, sin duda me acarrearían comentarios estúpidos por parte de los compañeros y de los abogados. Sólo de pensarlo me enfurecía. Pero había algo que me enfurecía aún más: el tribunal interior en el que enjuiciaba el caso de Paula contra Sven, el mío contra Paula, el de Sven contra mí y el mío contra Sven. Yo no salía muy bien parado, sobre todo porque cada vez juzgaba con mayor benevolencia la actuación de Sven. Sí, me había utilizado, espiado y traicionado, pero lo había hecho por miedo. Para salvar a Paula. Y de hecho la había salvado. Jugar un poco a los espías no parecía tan grave si con ello uno conseguía salvar a su propia esposa. Luego estaba lo de Heinz y lo de Paula, que ya no podía calificarse como un juego. Pero ¿hasta qué punto era imperdonable? ¿Cómo medir la culpabilidad? ¿Y hasta qué punto yo estaba libre de culpa? Lo que había pretendido Paula había sido precisamente implicarme y complicarme en el asunto, y no lo contrario.
    La vi una vez en un concierto. Ella estaba sentada en la platea y yo en el anfiteatro. Su actitud despreocupada y la tranquilidad con que se levantó en el intermedio, se dirigió entre las filas de butacas hacia el vestíbulo y volvió luego a su lugar cuando sonó el timbre, me enfurecieron. También me sentó mal que llevara el pelo suelto y el gesto con que se echó un mechón detrás de la oreja.
    Supe por Julia que Sven y Paula volvían a estar juntos. Ella hacía como si no pasara nada. Cuando iba a visitar a Hans, pasaba a verme un rato, a veces con él y a veces sin él, y si sehacía tarde se quedaba a dormir en mi casa.
    Me sentía invadido por una ira que no tenía nada de positivo. La ira positiva se enfoca hacia los demás. Pero para eso hace falta que la situación esté clara, que no sea un embrollo como el que habíamos organizado nosotros. En medio del embrollo, la ira no sólo se dirige hacia los demás, sino también hacia uno mismo. Yo sufría las consecuencias de mi propia ira. Y muchas veces simplemente estaba triste. Echaba de menos la sonrisa infantil y confiada de Sven, sus comentarios cuando íbamos al cine o al teatro, la seriedad y severidad con que conversaba Paula, su rostro ardiente y sus ojos chispeantes cuando se enardecía.
    Las historias Este-Oeste eran siempre historias de amor, con todas las esperanzas y decepciones propias de las historias de amor. Se alimentaban de la curiosidad por lo que el otro tenía de ajeno, de lo que el otro tenía y yo no, y de lo que yo tenía y el otro no, que lo hacía a uno interesante sin necesidad de esforzarse. ¡Cuánto había de eso en aquellas relaciones! Tanto, que cuando cayó el Muro el invierno se convirtió en una primavera de curiosidad amorosa entre los alemanes de uno y otro lado. Pero al cabo de poco, todo aquello que resultaba ajeno y diferente y lejano se volvió de repente cercano, conocido y molesto. Como los pelos negros de la novia en el lavabo, o su enorme perro que era divertido sacar a pasear, pero en el piso compartido se convierte en una lata. El único objeto de curiosidad que queda, a lo sumo, es cómo nos las arreglaremos los unos con los otros en medio del embrollo, suponiendo que nos importemos mutuamente lo bastante para intentarlo.
    Julia me invitó a la fiesta de su décimo cumpleaños. Sus padres le habían dado permiso para invitar a quien quisiera, y ella creyó que lo correcto era celebrarlo no sólo con amigos y amigas de su edad, sino también con sus amigos mayores. Las primeras gafas, el paso a la educación secundaria y la crisis matrimonial de sus padres le habían impreso un aire de madurez prematura.
    Hans y yo fuimos juntos a la fiesta. Hacía buen día, y cuando salimos del túnel del metro cerca de casa de Sven y Paula, el sol iluminaba aquellas fachadas que el día de mi última visita estaban grises y quebradizas y ahora claras y recién restauradas. Había un montón de cosas nuevas: aceras y carriles-bici, una copistería, una agencia de viajes, y en la esquina un restaurante tunecino. También en el parque infantil de enfrente había aparatos nuevos, bancos nuevos y césped nuevo. El pasado había sido expulsado.
    Subimos las escaleras y llamamos al timbre. Sven abrió la puerta y extendió los brazos como si fuera a abrazarme. Pero lo único que hizo fue repetir una vez más el viejo gesto de lamento e impotencia.
    -No queda café. ¿Te apetece una taza de chocolate?
    La mesa del comedor estaba desplegada y cubierta. Vi a los padres de Sven, a la maestra preferida de Julia, al vecino con sus dos hijos y a unos cuantos compañeros y compañeras de escuela. Hans y yo no éramos los únicos occidentales: también había un profesor de lenguas eslavas que había trabajado con Sven en la universidad. Los niños armaban jaleo por la sala de estar, el pasillo y la habitación de Julia. Los mayores estábamos en el balcón y no sabíamos de qué hablar. El eslavista estaba indignado por la manera en qué se estaba llevando a cabo la reunificación: por lo visto era demasiado rápida, o demasiado lenta, y el coste en términos humanos estaba siendo excesivo, o al revés, no sé. Pero nadie tenía ganas de discutir. Preferíamos hablar de lo mucho que había crecido Julia, de lo bonita que estaba, de que se había convertido en una niña razonable, servicial y aficionada al deporte.
    Cuando todos nos sentamos a la mesa, Julia se levantó. Sven miró a Paula como preguntándole qué pasaba, pero ella se encogió de hombros. Julia nos soltó un discurso. Nos dio las gracias por los regalos y por haber venido, tanto sus amigos y amigas pequeños como los mayores, tanto los del Este como los del Oeste. Por desgracia, continuó, ahora ya no nos veíamos tan a menudo como antes; antes teníamos tiempo los unos para los otros. Ahora, en cambio, era muy fácil perderse de vista.
    -Sí -añadió Julia con ademán serio y mirada resuelta-, ¡menos mal que estamos las mujeres para mantener los lazos!
    Paula apretó los labios y rió con los ojos. Sven tenía la cabeza gacha. Julia había acabado de hablar, alguien empezó a aplaudir, los otros se le sumaron, y como Hans, encantado con Julia, se echó a reír, Sven también pudo levantar la cara y reírse, y Paula también se rió, y nos miramos los unos a los otros riendo.


Bernhard Schlink
"El salto"
Amores en fuga



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