martes, 27 de junio de 2023

Bernhard Schlink / La circuncisión

 



Bernhard Schlink
LA CIRCUNCISIÓN

    1
    La fiesta había acabado. Ya se habían ido la mayoría de los invitados, y casi todas las mesas estaban recogidas. La chica del vestido negro y el delantal blanco que había servido a los invitados abrió las cortinas y las ventanas y dejó entrar el sol, el aire y el ruido. De la Park Avenue llegaba el rumor del tráfico, que se detenía a intervalos ante el semáforo, dejaba pasar un momento a los conductores que pretendían cruzar y pedían paso impacientes a bocinazos, y volvía a ponerse en marcha. El aire que penetró en la habitación revolvió el humo y el olor de los puros antes de llevárselo fuera.


    Andi estaba esperando que Sarah volviera para poder irse. Ella había desaparecido con su hermano pequeño, cuya bar mitsvah celebraba la familia, y lo había dejado solo con el tío Aaron. El tío Aaron era amable, toda la familia era amable, incluidos el tío Josef y la tía Leah, que, como Andi sabía a través de Sarah, habían estado internados en Auschwitz y habían perdido allí a sus padres y a sus hermanos. Le habían preguntado a qué se dedicaba, cómo vivía, de dónde era y qué objetivos tenía en la vida, en fin, lo que suele preguntársele a un hombre joven que acude por primera vez con la hija, la sobrina o la prima a una fiesta familiar. Ni preguntas difíciles ni comentarios desafiantes ni alusiones delicadas. Andi no percibió que nadie esperase que él se sintiera distinto a como se habría sentido un holandés, un francés o un americano en su lugar: le habían dado la bienvenida, lo habían observado un poco con benevolente curiosidad y lo habían invitado a echar también él una mirada curiosa a la familia.
    Y sin embargo se sentía incómodo. ¿Y si una palabra o un gesto inadecuado por su parte lo echaba todo a perder? ¿Era creíble aquella actitud benevolente? ¿Era de fiar? ¿No podía ser que la dieran por acabada y se la retirasen en cualquier momento? ¿Acaso el tío Josef y la tía Leah no tenían motivos para hacerle notar, al despedirse, que no querían volver a verlo? No era fácil concentrarse en evitar toda palabra o gesto inadecuado. Andi no sabía qué era lo que podían tomarle a mal. ¿Que hubiera preferido hacer el servicio militar en lugar de objetar? ¿Que no tuviera amigos ni conocidos judíos en Alemania? ¿Que en la sinagoga todo le resultase nuevo y desconocido? ¿Que nunca hubiera estado en Israel? ¿Que no se acordase de los nombres de la gente que acababan de presentarle?
    El tío Aaron y Andi estaban sentados al extremo de la gran mesa esquinera, separados por el mantel blanco salpicado de manchas y migas de pan, las servilletas arrugadas y las copas de vino vacías. Andi hacíagirar el tallo de su copa entre el pulgar y el índice, mientras el tío Aaron le contaba su viaje alrededor del Mediterráneo. Lo había hecho en ochenta días, como Phileas Fogg en su vuelta al mundo. Y, también como Phileas Fogg, durante el viaje había conocido a su mujer, hija de una familia judía emigrada de España a Marruecos a principios del siglo XVIII . El tío Aaron narraba con placer e ingenio.

    Pero luego se puso serio.
    -¿Usted sabe dónde vivían sus antepasados por entonces y a qué se dedicaban?
    -Nosotros…
    Pero Andi no llegó a responder.
    -Los nuestros fueron los únicos de la aldea que sobrevivieron a la gran peste de 1710, y se casaron entre ellos, él de familia humilde y ella la hija del rabino. Ella le enseñó a leer y escribir, y él montó un negocio de maderas. Su hijo amplió el negocio, y su nieto fue el mayor vendedor de maderas de la provincia o quizá de toda Polonia y Lituania. ¿Sabe lo que significa eso?
    -No.
    -Significa que después del gran incendio de 1812 reconstruyó la sinagoga con su madera y la hizo más grande y más bonita que antes. Su hijo amplió todavía más el negocio. Pero en 1881 le incendiaron los almacenes que tenía en el sur, y ya no se recuperó ni como comerciante ni como persona. ¿Sabe usted lo que pasó en 1881?
    -¿Un pogromo?
    –Sí, un pogromo. El mayor pogromo del siglo. Después de eso emigraron; él y su mujer querían quedarse, pero sus dos hijos varones se los llevaron a rastras. Llegaron a Nueva York el 23 de julio de 1883.
    Hizo una pausa.
    -¿Y luego?
    -¿Y luego? Eso es lo que siempre preguntan los niños. No les interesa cómo era la provincia ni por qué hubo un gran incendio, ni lo que escribió el rabino, porque escribía, ¿sabe usted? Pero en cuanto la familia llega a Nueva York, empiezan a preguntar: ¿y luego, y luego? -Volvió a hacer una pausa y sacudió la cabeza-. Se instalaron en el Lower East Side y se pusieron a trabajar como sastres. Dieciocho horas y cincuenta centavos por día, seis días y tres dólares por semana. Ahorraron lo suficiente para que Benjamín pudiera entrar a estudiar en 1889 en la Alianza Educativa. Samuel al principio se metió en política; escribía en el Naye Tsáit . Benjamin tuvo mala suerte con el negocio de la madera y luego con el de la ropa usada, pero al final tuvo éxito con la chatarra, y entonces Samuel se le unió. En 1917 vendieron la chatarrería y con el resultado de la venta ganaron una fortuna en aquel año loco de guerra y de Bolsa. ¿Puede imaginárselo? ¿Ganar una fortuna en un año? -No esperó la respuesta-. En septiembre de 1929, tres meses antes del crack de la Bolsa, vendieron todas las acciones. Se habían enamorado los dos de unas hermanas que habían llegado de Polonia en 1924. Se habían enamorado y querían preocuparse sólo de las hermanas, no de las acciones.
    -Vaya, por una vez el amor se impone a la Bolsa.
    Por un instante, Andi temió haber hecho una observación demasiado osada.
    Pero el tío Aaron se rió.
    -Sí, y con el dinero, que en el momento álgido de la crisis escaseaba, compraron la empresa de chatarra de Pittsburgh que les había comprado la chatarrería a ellos en 1917, y luego otra más en Dallas, y fueron al mismo tiempo maridos felices y empresarios de éxito.
    -¿Son cosas que suelen ir juntas?
    -Qué va, ojalá. Y tampoco hay felicidad sin una gota de amargura. Samuel y Hannah no tuvieron hijos. En cambio, Benjamín y Thirza tuvieron tres. A mi hermano, el médico, ya lo conoce. -Señaló al padre de Sarah, que estaba sentado junto a la ventana, echando una cabezada-. Ahora me conoce a mí también, pero todavía no sabe que yo soy la oveja negra de la familia y no he contribuido en ningún sentido a su engrandecimiento. A mi hermana Hannah ya la conocerá. Lo crea o no, es ella quien lleva la empresa, quien la hace crecer, y para mí lo que hace es un misterio, pero un misterio agradable, del que vivimos todos, incluidos mis primos Josef y Leah, que sobrevivieron y se vinieron para aquí. ¿Qué hizo su padre durante la guerra?
    -Era soldado.
    -¿Dónde?
    -Primero en Francia, luego en Rusia y al final en Italia. Luego lo hicieron prisionero los americanos.
    -Si Josef se entera de eso, le preguntará si su padre pasó por Kosarovska. Pero usted no debe de saberlo, ¿verdad?
    -No tengo la menor idea. Mi padre nunca ha hablado mucho de la guerra: lo que acabo de contarle y poco más.
    El tío Aaron se levantó.
    -Nos vamos todos. Josef y Leah quieren ir a la sinagoga.
    Andi lo miró asombrado.
    -¿Qué pasa, es que ya ha tenido bastante con las cuatro horas de esta mañana? Yo también, y la mayoría igual. Pero Josef y Leah suelen ir más a menudo, y hoy es la bar mitsvah de David.
    -Me ha gustado mucho la der… –Andi había olvidado la palabra y se sonrojó–, quiero decir, el discurso que ha pronunciado David durante el banquete.
    -Sí, ha hecho una buena derasha , tanto la interpretación de la Tora como lo que ha dicho después sobre el amor a la música. Esta mañana, durante el rezo, también ha leído muy bien.
    El tío Aaron miró al frente.
    -Espero que no se tuerza. No podemos perder a ninguno más.

2
    Andi y Sarah caminaban por el Central Park. Los padres de Sarah vivían en el lado este del parque, y ellos en el lado oeste. El sol tardío y bajo alargaba las sombras. Hacía fresco y los bancos estaban vacíos; sólo unas cuantas personas hacían jogging, patinaban o iban en bicicleta. Él la llevaba cogida por el hombro.
    -¿Tienes idea de por qué el tío Aaron me ha explicado la historia de vuestra familia? Me ha parecido muy interesante, pero me ha dado la sensación de que no me la explicaba simplemente por eso.
    -¿Ah, no? ¿Entonces por qué?
    -No me contestes con otra pregunta.
    -Y tú no quieras darme lecciones.
    Siguieron andando en silencio, con un cierto rencor mutuo y tristes por su propio rencor y por el del otro. Hacía dos meses que se conocían. Se habían visto por primera vez enel parque; los dos habían salido a pasear los perros de sus respectivos vecinos, que estaban de vacaciones, y los animales se conocían el uno al otro. Unos días más tarde quedaron para tomar un café y no se despidieron hasta la medianoche. Aquella misma noche él supo que se había enamorado; ella lo supo a la mañana siguiente, al despertarse. Desde entonces pasaban los fines de semana juntos y algún día entre semana también quedaban para cenar y estaban juntos toda la noche. Los dos estaban muy atareados; él tenía una beca de un año de la Universidad de Heidelberg para escribir su tesis doctoral sobre derecho, y ella, que era programadora, estaba trabajando en un juego de ordenador que tenía que estar listo en unos pocos meses. El tiempo se les escapaba, el tiempo que necesitaban para trabajar y para sí mismos.
    -Ha sido una fiesta muy bonita, y te agradezco que me hayas invitado. Lo de la sinagoga ha estado muy bien, y la comida y la conversación también. Sé apreciar la amabilidad que han demostrado todos conmigo. Incluidos el tío Josef y la tía Leah, aunque seguro que no les ha sido fácil.
    Recordó cuando Sarah, en una de sus primeras noches, le explicó la historia del tío Josef y la tía Leah y su familia, que había sido asesinada por los nazis en Auschwitz. Él no había sabido qué decir. «Terrible» le parecía demasiado suave, y tenía la impresión de que no habría estado bien preguntarle: «¿Cuántos eran de familia?», como si sugiriera que matar a una familia pequeña no era tan grave como matar a una familia numerosa.
    -Te ha contado la historia de nuestra familia para que sepas con quién estás tratando.
    Al cabo de unos instantes, Andi preguntó:
    -¿Y por qué no le interesa saber con quién estáis tratando vosotros?
    Ella se detuvo y lo miró preocupada.
    -¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan irritable? ¿Qué es lo que te ha molestado?
    Le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca.
    -Les has caído bien a todos. No sabes la cantidad de cumplidos que me han hecho: que si eres guapo, que si eres inteligente, que si eres amable, modesto, educado… ¿Por qué iban a querer hurgar en tu historia? Ya saben que eres alemán.
    Y al lado de eso todo lo demás es indiferente, ¿no?, pensó Andi, pero sin decirlo.
    Fueron a casa de Sarah e hicieron el amor mientras fuera anochecía. Antes de que la habitación se oscureciera se encendió la farola que había delante de la ventana, y lo sumergió todo, las paredes, el armario, la cama y sus cuerpos, en una luminosidad dura y blanca. Encendieron velas, y la habitación se llenó de una luz cálida y suave.
    Andi se despertó en plena noche. La luz de la farola colmaba la habitación, se reflejaba en las paredes blancas, iluminaba todos los rincones, se tragaba todas las sombras y lo hacía todo plano y ligero. Borraba las arrugas de la cara de Sarah y la rejuvenecía. Andi la contempló feliz hasta que de pronto lo asaltó una ola de celos. Nunca vería a Sarah bailar por primera vez, ni ir en bicicleta, ni divertirse en la playa. Su primer beso y su primer abrazo habían sido para otros, y los rituales de su familia y de su religión eran un mundo y un tesoro que a él le estaría vedado para siempre.
    Pensó en la discusión que habían tenido. Era la primera. Más adelante, creyó ver en aquella discusión el anuncio de todas las que vendrían. Pero es muy fácil predecir el futuro cuando ya ha sucedido. Las parejas hacen tantas cosas juntas, que es muy fácil encontrar presagios de todo lo que sucederá en el futuro, y también de todo lo que nunca ocurrirá.

3
    En la bar mitsvah, Andi había conocido a Rachel, la hermana de Sarah. Estaba casada, tenía un hijo de tres años y otro de dos y no trabajaba. Sarah animó a Andi a alquilar un coche y salir a dar una vuelta con Rachel. Ella podría enseñarle algo que todavía no hubiera visto, por ejemplo alguna de aquellas magníficas casas de campo a la orilla del Hudson.
    -Te dirá que lo hace por ti, pero la verdad es que sale poco y necesita airearse. Hazlo por ella y también por mí, tengo ganas de que os conozcáis.
    Pasó a recogerla. La mañana era clara y fresca, y como Andi había tenido que aparcar bastante lejos, fue un placer encontrar el coche caliente. Ella traía café y galletas de chocolate. Mientras él se concentraba en el tráfico de la ciudad y de vez en cuando tomaba un trago y mordía una galleta, ella no hablaba, comía galletas, bebía café, se calentaba las manos con la taza y miraba por la ventanilla. Luego se dirigieron hacia el norte siguiendo el curso del Hudson.
    -Qué bien sienta el café, ¿eh? -dijo ella dejando la taza, estirándose y girándose hacia él. ¿Sarah y tú os queréis?
    -Todavía no nos lo hemos dicho nunca. Ella es un poco reservada, y yo también. -Sonrió. Me parece curioso decírtelo a ti antes que a ella.
    Rachel esperó a que él acabara de hablar. Y luego empezó a contarle cómo se habían enamorado ella y su marido, le habló de su suegro, que era rabino, y de las habilidades culinarias y reposteras de su suegra, y también de su marido y de sí misma: él trabajaba en el departamento de investigación de una empresa de electrónica y ella lo había hecho antes en la biblioteca de una fundación, y tenía muchas ganas de volver a trabajar.
    –Hay demasiada gente que ama los libros y sabe algo de libros, la hay a paletadas. Y en los sitios donde hacen falta, ni siquiera los contratan, porque prefieren poner en su lugar a señoras de buena familia que no tienen idea de nada, pero tampoco cuestan un centavo y así se entretienen, porque sus maridos están en la junta directiva o son patrocinadores. Me lo paso muy bien con mis hijos, ¿eh? Esos primeros años son una sorpresa y una maravilla permanente. Pero daría mi brazo izquierdo, bueno, no, el dedo meñique del pie izquierdo, o del derecho, por trabajar un par de días a la semana, o incluso un solo día. También sería bueno para losniños. Pienso tanto en ellos, me preocupo tanto por ellos, que se dan cuenta y sufren.
    Andi se puso a hablar de su infancia en Heidelberg.
    -Mi madre tampoco trabajaba. Ya sé que las mujeres con hijos también tienen derecho a trabajar, pero gracias a eso mi hermana y yo pudimos disfrutar plenamente de nuestra madre. Y eso que todavía jugábamos en la calle y no hacía falta que nos llevaran en coche a hacer deporte, a clase de música, a casa de los amigos e incluso a la escuela, como los niños de Nueva York.
    Hablaron de lo que significaba crecer en una ciudad grande y en una pequeña, y de las dificultades que comportaba tanto una cosa como la otra. Estaban de acuerdo en que no les gustaría volver a ser niños, ni en Nueva York ni en Heidelberg ni en ninguna parte.
    -¿A qué edad entran los niños en el College? A esa edad ya ha pasado lo peor. El que en la High School no prueba las drogas, luego tampoco cae en ellas en la universidad, y el que tiene notas lo bastante buenas para ir al College, suele licenciarse luego sin problemas.
    -¿Eso es lo peor? ¿Las drogas y el fracaso escolar?
    Andi sacudió la cabeza.
    -Eso es lo único contra lo que los padres pueden luchar, ¿no? Eso y pocas cosas más. Desde luego que hay cosas peores, pero no están en manos de los padres.
    Se preguntó si lo que estaba diciendo tenía sentido, y no estaba seguro.
    -¿Para ti qué sería lo peor?
    Rachel se lo quedó mirando. Más tarde Andi lamentó no poder recordar exactamente aquella expresión de su cara. ¿Lo miró inquisitiva, preguntándose qué era exactamente lo que él quería saber? ¿Lo miró vacilante porque dudaba de si debía responder sinceramente? ¿O simplemente dudaba porque no estaba segura de la respuesta? En cambio, el lugar por el que pasaban cuando ella contestó se le quedó grabado en la mente. Iban por una carretera con curvas que seguía la orilla, y a la izquierda salía otra que cruzaba el río por un largo puente. El puente, una construcción de hierro o de acero con arcos y puntales, apareció de lleno en el campo visual en el momento en que Rachel dijo:
    -Lo peor sería que mis hijos se casaran con una mujer que no fuera judía.
    Andi no supo qué decir ni qué pensar. ¿Cómo debía entender las palabras de Rachel? ¿Era lo mismo que si él pensara que lo peor sería una nuera que no fuera alemana, que no fuera aria, una judía, una negra? ¿O el problema era la religión? ¿Y entonces, qué debía pensar Rachel de que Sarah se casase con él? Pensó que iba a añadir algo, que se explicaría mejor, que le pediría que no la entendiese mal, que no se sintiese aludido. Pero ella no dijo nada. Al cabo de unos instantes, Andi le preguntó:
    -¿Y por qué eso sería tan malo?
    -Porque lo perderían todo. Encender las velas el viernes por la tarde, decir el kiddush sobre el vino y la bendición sobre el pan, la comida kosher, el sonido del shofar por Rosh Hashanah, reconciliarse por Yom Kippur, y por Succoth construir una cabaña de ramas, adornarla y pasarse el día dentro de ella. Sin una madre judía, mis nietos no tendrían nunca eso.
    -También puede ser que a tus hijos, o a uno de ellos, todo eso les dé lo mismo. A lo mejor se casa con una católica y deciden entre los dos qué fiestas prefieren celebrar, las judías o las católicas, u otras, y cómo educan a cada uno de los hijos. Por ejemplo, él podría llevar a su hijo a la sinagoga el sábado y ella ir a la iglesia con la hija el domingo, ¿por qué no? ¿Sería tan terrible?
    Rachel meneó la cabeza.
    -Las cosas no funcionan así. Los matrimonios mixtos no tienen una vida religiosa más rica. Simplemente no tienen vida religiosa.
    -A lo mejor los hace felices no ser ni judíos ni católicos. Pero eso no quiere decir que sean malas personas; supongo que también habrá gente a la que aprecies y que no sea ni judía ni católica. Y quién sabe, puede ser que sus hijos algún día descubran la religiosidad por sí mismos, en el budismo, en el islam o en el catolicismo o en el judaismo, ¿por qué no?
    -¿Cómo va a ser feliz mi hijo si deja de ser judío? Además, te equivocas en lo que dices. La segunda generación nunca vuelve al judaismo. Hay excepciones, claro, pero la estadística lo dice muy claro: el que contrae matrimonio mixto pierde su identidad judía.
    -Pero a lo mejor a cambio gana otra cosa, él o sus hijos.
    -¿Tú qué eres? ¿Católico, protestante, agnóstico? En cualquier caso, sois muchos y podéis casaros entre vosotros. Nosotros, en cambio, vamos perdiendo gente con cada matrimonio mixto.
    -¿Están disminuyendo los judíos en el mundo? No conozco las estadísticas, pero lo dudo mucho. Además, ¿qué pasaría si algún día nadie quisiera ser ni católico ni protestante ni agnóstico ni judío?
    -¿Que qué pasaría si algún día ya no hubiera judíos? -dijo ella con mirada incrédula. ¿Eso es lo que me preguntas?
    Andi se enfadó. ¿A qué venía esa pregunta? ¿Es que por ser alemán no tenía derecho a pensar que el judaismo, como cualquier otra religión, subsiste sólo porque hay gente que la escoge voluntariamente, y podía desaparecer si ya no interesaba a nadie? ¿Creía Rachel que la religión judía no era igual que las demás? ¿Que los judíos eran realmente el pueblo elegido?
    Ella, como si le leyera el pensamiento, añadió:
    -Si tú tienes tan poca fe en tu religión que no te importa que desaparezca, es asunto tuyo. Pero yo quiero que la mía sobreviva y mi familia con ella, y en ella. Sí, para mí mi religión no es igual que las demás, y no entiendo que te enfades, porque yo no le prohíbo a nadie creer lo mismo. Y pienso igual en lo que respecta a mi familia. Pero mira -añadió tocándole el brazo con la mano izquierda y señalando hacia adelante con la derecha-, por ahí se entra a Lyndhurst. Ya hemos llegado.
    Contemplaron por fuera y por dentro el esplendor neogótico de la casa, pasearon por el jardín atestado de rosas, comieron, se sentaron a la orilladel Hudson y charlaron de todos los temas posibles: libros y cuadros, béisbol y fútbol, uniformes escolares y casas de campo. Fue un día ligero, familiar y alegre. Pero en el viaje de regreso él tenía en la cabeza una pregunta: ¿qué pensaría Rachel de que Sarah y él se quisieran? Prefirió guardársela.

4
    Él no tenía en Nueva York amigos que presentarle a Sarah, y pasó algún tiempo hasta que ella empezó a presentarle a los suyos. Durante los primeros meses de su relación eran demasiado felices, tenían demasiadas cosas que descubrir juntos y el uno en el otro como para que les apeteciera estar con otras personas. Paseaban por el Central Park y el Riverside Park, iban al cine o alquilaban en vídeo sus películas favoritas, salían, hablaban: si apenas tenían tiempo para sí mismos, ¿cómo iban a tenerlo para otros?
    La primera noche que pasaron juntos, Sarah se lo quedó mirando fijamente hasta que él le preguntó en qué estaba pensando, y ella dijo:
    –Espero que nunca dejes de hablar conmigo.
    -¿Por qué iba a hacerlo?
    -Puede ser que algún día creas que ya sabes lo que tengo en la cabeza y no necesites que te lo diga. Procedemos de dos culturas diferentes, hablamos dos lenguas diferentes, aunque tú te defiendes bien con la mía, vivimos en dos mundos diferentes; y si dejamos de hablar el uno con el otro, empezaremos a separarnos.
    Tenían diferentes maneras de hablar entre ellos. Una era fácil y rápida, y a veces irreflexiva, de modo que podía hacer daño y requería luego rectificaciones y disculpas. Pero no dejaba huellas. La otra era lenta y cuidadosa. Cuando hablaban de sus respectivas religiones, o de lo que representaba lo alemán para él y lo judío para ella, hacían lo posible para que el otro no se sintiera cuestionado. Cuando iba con ella a la sinagoga, Andi quedaba impresionado; cuando asistía con ella a una conferencia sobre jasidismo, le parecía interesante; cuando el viernes por la noche la acompañaba a casa de sus padres, le parecía bonito. Realmente le gustaba acompañarla a esas cosas; tenía ganas de conocer su mundo. Y si algo le extrañaba, no sólo se lo ocultaba a ella, sino a sí mismo: se negaba a reconocerlo. También hacía como si su conversación con Rachel no hubiera existido. «Ha estado muy bien», dijo cuando Sarah le preguntó por la excursión a Lyndhurst, y ella se dio por satisfecha con eso, ya que a partir de entonces Andi y Rachel tuvieron una actitud más amistosa el uno hacia el otro. Por su parte, a ella le gustaba la literatura alemana que él le proporcionaba en traducción inglesa, los actos en el Goethe-Institut a los que él la llevaba, y las misas protestantes en la Riverside Church.
    En abril fue el cumpleaños de Andi, y ella le preparó una pequeña fiesta sorpresa. Invitó a Rachel y a su marido Jonathan, a los dos colegas americanos con los que él compartía despacho en la universidad, y a sus propios amigos: dos informáticas como ella, una profesora con su marido, un pintor que se ganaba la vida restaurando cuadros, y unos cuantos exalumnos de la época en que ella había dado clases de programación en la universidad. Preparó ensaladas y galletas de queso, y cuando Andi entró, se encontró a los invitados de pie en la sala de estar y cantando «Happy birthday, dear Andi». Sarah se lo presentó orgullosa a sus amigos, y él los saludó a todos con una sonrisa.
    Durante la conversación salió el tema de Alemania. Uno de los exalumnos de Sarah había pasado un año en Frankfurt con una beca de intercambio. Hablaba maravillas de la puntualidad, la comodidad y la limpieza de los trenes alemanes, del pan y los bocadillos alemanes, de la sidra de Frankfurt, el pastel de cebolla y el asado de buey. Lo único que le molestaba era el lenguaje.
    –Los alemanes, para referirse a algo mal organizado, dicen que está hecho «a la polaca», y cuando alguien no para de meter prisa, se dice que «es más pesado que un judío». Y cuando hacen algo hasta hartarse, lo hacen «hasta gasearlo».
    -¿A quién gasean? -terció el pintor.
    Andi se encogió de hombros.
    -A nadie. No tengo ni idea de la procedencia de esa expresión. Me imagino que es anterior al Holocausto, debe de ser de la Primera Guerra Mundial, o quizá se refiere al suicidio por gas. De hecho, hacía mucho que no la oía; hoy en día se oye más «hasta la náusea», «hasta la saciedad» o «hasta decir basta».
    Pero el pintor estaba perplejo.
    -¿O sea que los alemanes, cuando están hartos de algo, lo gasean? ¿Y qué pasa si están hartos de una persona?
    Andi lo interrumpió.
    -Quiere decir que se hace algo hasta no poder más, se trata de hacer algo hasta no poder más. Hasta vomitar, porque ya no se puede comer más, hasta morir, suicidarse con gas porque ya no se puede soportar más la vida. Se trata de uno mismo, no de algo que se le hace a otra persona.
    -No lo veo claro. De hecho, suena a… -replicó el pintor meneando la cabeza-. ¿Y lo de los polacos? ¿Y la pesadez judía?
    -Son burlas interétnicas inofensivas, como las que existen también entre los propios alemanes, cuando hablan por ejemplo de ser cabezón como un westfaliano, alegre como un renano, disciplinado como un prusiano o perezoso como un sajón. Actualmente en toda Europa se hacen chistes sobre los coches robados en Polonia que entran otra vez en Polonia de contrabando.
    No tenía ni idea de si alguien en Alemania consideraba perezosos a los sajones o si en algún otro país de Europa se hacían chistes sobre ladrones de coches polacos. Pero bien podía ser así.
    -En Europa estamos todos muy juntos, no es como aquí en América. Es natural que haya más roces.
    La lectora lo corrigió.
    -Me parece que es exactamente al revés. En América los diferentes grupos étnicos viven tan mezclados que ese tipo de alusiones son tabú. De otro modo estaríamos siempre peleándonos.
    -¿Por qué hay que pelearse? Las pullas entre grupos étnicos no tienen por qué sermalignas, pueden ser simplemente divertidas.
    Entonces intervino uno de los compañeros de despacho de Andi.
    -Pero el único que puede decidir si son divertidas y hacen gracia o si son malignas y ofensivas es el aludido, ¿no?
    -Cuando se hace una afirmación, es tan importante el que la formula como el receptor -le corrigió el otro compañero-. Lo mismo pasa con muchas otras cosas, por ejemplo un contrato, una oferta, la disolución de un contrato… Siempre depende de los dos.
    A partir de ese momento, los compañeros de Andi se perdieron en disquisiciones académicas.
    Andi se sintió aliviado. Cuando le contó a Sarah que aquel mismo día había recibido por correo la confirmación de que le prorrogaban el permiso y la beca un año más, ella lo abrazó con lágrimas de alegría en los ojos y llamó a todos los invitados. Sarah anunció la noticia, todos brindaron, y el pintor y Andi se dirigieron el uno al otro un brindis especialmente afectuoso.
    Andi no sabía qué pensar. Le vinieron a la memoria las películas bélicas americanas y británicas que había visto de pequeño. Ya entonces sabía que era justo que los alemanes fueran los malos de la película, pero eso no evitaba que al verlas se sintiera de algún modo herido. En cuanto a la pesadez de los judíos, la verdad es que no estaba muy seguro de que fuera una alusión bienintencionada.
    Cuando estaban en la cama, él le preguntó a ella:
    -¿Me quieres?
    Ella se incorporó y le puso la mano en el pecho.
    -Sí.
    -¿Por qué?
    -Porque eres amable e inteligente, decente, generoso. Porque eres mi fiel soldadito y porque te complicas tanto la vida. Quieres hacerlo todo bien, y aunque consigues una gran parte de lo que te propones, no puedes hacerlo todo, sería imposible, pero aun así lo intentas, y eso me conmueve. Porque tienes una manera genial de tratar con los niños y con los perros. Porque me gustan tus ojos verdes y tus rizos castaños, y porque a mi cuerpo le gusta el tuyo. -Lo abrazó y lo besó. Y añadió-: No, no es que le guste. Es que lo necesita.
    Luego ella preguntó:
    -¿Y tú? ¿Sabes por qué me quieres?
    -Sí.
    -¿Me lo dices?
    -Sí.
    Andi hizo una larga pausa. Sarah pensó que se había dormido.
    -Nunca he conocido una mujer que vea tantas cosas, que mire con tanta delicadeza y tanta comprensión. Por eso te quiero. En tu mirada me siento resguardado. Y te quiero por los juegos de ordenador que te inventas. Utilizas tu cabeza para que otros se lo pasen bien. Serás una madre fabulosa. Además tienes…, sabes quién eres, de donde vienes, adonde quieres ir y lo que necesitas para que tu vida tenga sentido. Te quiero por el lugar sólido que tienes en el mundo. Y además eres guapa.
    Repasó con la mano el contorno del rostro de Sarah, como si no hubiera luz en la habitación, como si estuviera oscuro y no viera nada.
    -Tienes el pelo más negro que he visto jamás, y la nariz más traviesa y la boca más seductora, tan sensual y al mismo tiempo tan inteligente que a veces me cuesta creerlo. -Se estrechó contra ella-. ¿Te basta con eso?

5
    En mayo, cuando acabó el curso, Sarah y Andi viajaron a Alemania. Llegaron a Düsseldorf antes del amanecer y tomaron el tren a Heidelberg. Cuando el convoy cruzaba el Rin a la altura de Colonia, el sol estaba saliendo y hacía resplandecer la catedral y el museo.
    -Mira, qué bonito -dijo Sarah.
    -Y eso no es nada, ya verás.
    Le encantaba el trayecto ferroviario que corría paralelo al Rin, le gustaba el río con sus curvas, las orillas a veces amables y otras veces agrestes, las viñas y laderas boscosas, los viejos castillos y los pueblos, y los barcos de carga, que se desplazaban rápidos aguas abajo y lentos y cansinos aguas arriba. Le encantaba aquel trayecto en invierno, cuando el agua del río humeaba en el aire frío de la mañana y el sol se abría paso a duras penas entre la niebla, y en verano, cuando el mundo de juguete de los castillos, pueblos, trenes y coches del otro margen del río se ofrecía a la vista tranquilizador bajo la luz clara del sol. En primavera gozaba con los prados en flor y en otoño con el follaje rojo y amarillo.
    Ahora recorría aquel trayecto con Sarah. El día era soleado; bajo el cielo azul y el aire transparente se ofrecía a la vista aquella Alemania de juguete que le gustaba tanto. Andi se lo enseñaba todo con entusiasmo infantil: la alameda del castillo de Brühl, la isla de Nonnenwerth, la Loreley y la fortaleza de Kaub. Cuando el tren se internó por la llanura renana, el corazón se le llenó de nostalgia y melancolía. La ancha planicie, las montañas al este y al oeste, las rojas canteras de arenisca cuando el tren, después de dejar atrás Mannheim, enfiló hacia Heidelberg: él era de allí, aquél era su lugar. Y ahora iba con Sarah. Ya en Heidelberg, tomaron un taxi, y él le pidió que no mirara por la ventanilla mientras el coche cruzaba la ciudad y subía la montaña al otro lado del río. Bajaron del taxi, caminaron hasta el Philosophenweg, y entonces él le puso orgulloso su ciudad a los pies: el castillo, el casco antiguo, el puente viejo y el río Neckar, el instituto en el que había cursado el bachillerato, el auditorio en el que había tocado con un compañero de clase un concierto para dos flautas durante la fiesta de graduación, y la cantina universitaria en la que comía cuando era estudiante. Hablaba sin parar, empeñado en que a ella todo le pareciera interesante y al mismo tiempo familiar.
    –Cariño –dijo Sarah poniéndole un dedo sobre los labios–, cariño. No tengas miedo de que no me guste tu ciudad. La estoy viendo y veo al pequeño Andi ir a la escuela y luego a la cantina, y me gusta, y te quiero.
    Llegaron a casa de los padres de Andi en el mismo momento que su hermana, que iba con su marido y sus dos hijos. Al cabo de un rato llegaron sus tíos, sus primas y primos y unos cuantos amigos de la familia. Los padres habían invitado a una veintena de personas para celebrar sus «bodasde mármol», como llamaban a su cuarenta aniversario de boda. Con qué facilidad se mueve Sarah en medio de mi familia, pensó él, qué bien se entiende con todos en su mezcla de alemán e inglés, qué fresca está a pesar de que casi no ha dormido. ¡Qué mujer tan maravillosa tengo!
    Antes del almuerzo se sentaron en el sofá con el padre de Andi y su cuñado.
    -¿De dónde procede su familia? -le preguntó Sarah al padre.
    -De Forst, al otro lado del valle. Hasta donde recordamos, siempre hemos sido viticultores y hosteleros. Yo fui el primero que se buscó otra profesión. Y fíjate, mi hija ha vuelto a la viticultura.
    -¿No le gustaba el vino?
    El padre rió.
    -Sí, sí. Me gustaba el vino y me atraía la viticultura. Pero antes de que pudiera decidirme me movilizaron y me mandaron a la guerra, y allí descubrí que lo mío es la organización, así que cuando me soltaron decidí entrar en el mundo de la empresa. Además, mi primo, que tenía una pierna mal y no pudo ir a la guerra, llevaba siete años dirigiendo las bodegas, y no quise hacerle renunciar a ellas. Pero lo echaba de menos. Por eso me casé tan mayor. No podía imaginarme casado y sin poder establecerme con mi mujer en la finca.
    -¿Qué cosas organizaba durante la guerra?
    –De todo. En Rusia, el traslado de obras de arte. Los comunistas habían convertido las iglesias en almacenes, talleres, graneros y establos, y nosotros encontrábamos iconos, lámparas y vestimentas litúrgicas extraordinarias entre los cascotes y la porquería.
    -¿Y qué hacían con todo eso?
    -Lo inventariábamos, lo embalábamos y lo mandábamos a Berlín. Lo que hacían luego no lo sé. Desde el punto de vista de la logística fue más interesante en Francia, donde me encargaba de cargamentos de cereales y vino.
    -¿Y en Italia?
    -¿Italia?
    -Andi me comentó que durante la guerra estuvo en Francia, en Rusia y en Italia.
    -En Italia fui una especie de agregado económico del último gobierno de Mussolini.
    Andi se llevó una buena sorpresa.
    -Eso no nos lo habías contado nunca.
    -Tengo que hacerlo si no quiero que esta chica me mire con desconfianza toda la vida.
    El padre los miró con ojos sabios y amables.
    Por la noche, cuando estaban en la cama, Sarah recordó aquella mirada sabia y amable del padre. Le dijo a Andi que su padre era un hombre atractivo, con aquella cabeza de rasgos tan marcados y el pelo blanco tan corto, y en la cara una mezcla muy interesante de raíces campesinas e inteligencia aguda. Pero aquella mirada le había hecho sentirse mal.
    -¿Cómo sabe que soy judía? ¿Se lo has dicho tú?
    -No, pero tampoco estoy seguro de que estuviera pensando en eso cuando ha dicho lo de la desconfianza. Por tu manera de preguntar se notaba que no estabas dispuesta a quedarte sin respuestas.
    -Pero ¿qué respuestas me ha dado? ¿A qué se dedicaba un agregado económico de Mussolini, de un gobierno títere creado por los alemanes? ¿Qué significa encargarse de envíos de cereales y vino de Francia a Alemania? Eso se llama expolio, tanto en Francia como en Rusia. Eso es robar y saquear.
    -¿Por qué no se lo preguntas a él?
    Pero en el fondo Andi se alegraba de que ella no hubiera hecho más preguntas, y de que su padre no le hubiera enseñado el icono que tenía en su despacho.
    -Por eso te digo lo de la mirada. Con esa mirada me ha querido decir que siempre tendrá una respuesta para todas mis preguntas, para contrarrestar mi desconfianza, pero que en realidad nunca me dirá nada.
    Andi recordó haberse sentido también alguna vez así discutiendo con su padre. Pero al mismo tiempo no podía admitir que nadie acusara a su padre de robar y expoliar.
    -Según él, todas aquellas obras de arte rusas se habrían estropeado si ellos no las hubieran puesto a salvo, y yo le creo.
    Sarah, que estaba tumbada boca arriba, levantó las manos como si fuera a hacer una objeción más genérica. Pero las dejó caer de nuevo.
    -Puede ser. Además, los iconos rusos, el vino y los cereales franceses y los negocios de Mussolini me traen sin cuidado. Y tu padre puede mirarme como le dé la gana, siempre que tú no me mires también de esa manera. Tu madre es un encanto, y tu hermana y los niños me han caído muy bien. -Se detuvo un momento para pensar-. Y tu padre, desde luego, es un hombre con mucha personalidad. –Se volvió hacia un lado y miró a Andi. ¡El viaje en tren ha sido precioso! ¡Y la vista desde la montaña no digamos! ¿Iremos mañana a pasear por la ciudad? ¿Y qué tal si ahora hacemos el amor?

6
    En Berlín, Andi temió por primera vez que la diferencia entre los mundos de los que procedían pusiera en peligro su amor. Habían estado en Munich y en Ulm, en el lago de Constanza, en la Selva Negra y en Friburgo, y Sarah lo había observado todo con interés y buena disposición. Le gustaba más la naturaleza que las ciudades, y se enamoró del paisaje que bordeaba la llanura del Rin y que tanto le gustaba a Andi: la Bergstrasse, la Ortenau, el Markgräfler Land. Pasaron un día entero en un balneario de Baden-Baden. Entraron por los accesos separados para hombres y mujeres, se hicieron cepillar por separado, sudaron por separado en el baño de vapor seco al estilo finlandés y en el húmedo al estilo romano y se encontraron en la sala central, flanqueada de columnas, de la antigua instalación, en la piscina coronada por una alta cúpula. Andi llegó primero y la buscó con la vista. Nunca la había visto venir hacia él desnuda desde una cierta distancia. Qué hermosa era: el pelo negro hasta los hombros, el rostro claro, los hombros torneados, los pechos abundantes, las caderas suaves y las piernas un poco cortas pero bien formadas. Con qué gracia caminaba, orgullosa de su belleza y al mismo tiempo cohibida al verse observada tan descaradamente. Con qué encanto sonreía, burlona, porque siempre encontraba algo de qué burlarse, feliz por la admiración que él le mostraba y llena de amor.
    En las ciudades quevisitaron, a ella le hacía gracia que los alemanes siempre sacaran a colación, infaliblemente, los destrozos de la Segunda Guerra Mundial.
    -¡La guerra acabó hace cincuenta años! Ya sé que tiene mucho mérito que os hayáis convertido en el país más importante de Europa a pesar de lo que sucedió, pero ¿tú crees que hay para tanto?
    Cuando pasaban por los barrios periféricos, se burlaba de las casitas blancas con jardines primorosos y verjas impecables, y cuando viajaban por el campo, le llamaba la atención la ausencia de los trastos, coches desvencijados y sofás mohosos que siempre se ven en América en los alrededores de las granjas.
    -Aquí todo parece recién construido.
    Se burlaba de la señalización de las calles. Andi la oía un día mofarse de que las marcas de la zona azul de aparcamiento siempre acabasen en un escrupuloso triángulo rayado, y otro de que en los cruces se señalase el camino a seguir para girar con líneas discontinuas que se cruzaban con las líneas discontinuas del tráfico contrario.
    -Tengo una idea. Podríais cerrar las calles al tráfico y fotografiarlas desde el aire. ¡Menudas obras de arte saldrían!
    El sarcasmo de Sarah siempre iba acompañado de risas, y la risa lo hacía contagioso; Andi se daba cuenta de que estando con ella se tomaba las cosas con más ironía y sentido del humor. También sabía que para Sarah la burla era una manera de familiarizarse con las cosas, y que en Nueva York también se reía de todo: de un director de orquesta a pesar de que el concierto le había encantado, o de una película cursi a pesar de que al final acababa llorando y al día siguiente todavía se le humedecían los ojos al recordarla. Incluso se había tomado a risa la bar mitsvah de su hermano pequeño, pero al mismo tiempo se le había puesto el corazón en un puño cuando el chico leyó en voz alta en la sinagoga y habló durante el banquete sobre la Tora y el amor a la música. Él sabía todo eso, pero en el fondo le molestaban aquellas burlas, que no respetaban nada. Se reía con ella, pero apretando las mandíbulas.
    Andi tenía un tío en Berlín que había heredado una casa en Grunewald, y se alojaron en ella en un pequeño apartamento con dormitorio, sala de estar, cocina y baño. Aparte de invitarlos a comer un día, el tío, que era profesor jubilado, los dejaba completamente a su aire. Pero una tarde, cuando salían para ir al campo de concentración de Oranienburg, se cruzaron casualmente con él en la puerta de la casa.
    -¿Oranienburg? ¿Qué se os ha perdido allí?
    -Queremos ver cómo es.
    -¿Cómo va a ser? Todo el que lo visita vuelve diciendo que era como se lo imaginaba, pero eso es únicamente porque nos lo imaginamos así. Yo hace unos años estuve en Auschwitz, y os aseguro que no hay nada que ver, pero nada de nada. Unos cuantos cuarteles de ladrillos, hierba y unos pocos árboles, y ya está. Está todo en la cabeza.
    El tío los miró extrañado y casi con compasión.
    -Bueno, pues entonces sabremos qué es lo que tenemos en la cabeza -replicó Andi riéndose-. ¿Vamos a convertir esto en un debate sobre teoría del conocimiento?
    El tío meneó la cabeza.
    -Hace cincuenta años de aquello. No entiendo por qué no podemos dejar el pasado en paz igual que toda la demás gente deja en paz el suyo.
    -¿No será que ese pasado es diferente? -preguntó Sarah en inglés. Para asombro de Andi, había entendido la conversación en alemán.
    -¿Un pasado diferente? A todo el mundo le parece que su pasado es diferente. Y además, el pasado es una cosa que se fabrica, tanto si es normal como si es especial.
    -Sí, a mi familia los alemanes le fabricaron un pasado muy especial -replicó Sarah mirando fríamente al tío.
    -Fue terrible, desde luego. ¿Pero eso quiere decir que la gente de Oranienburg o de Dachau tenga que tener por fuerza un presente terrible? ¿Es justo que la gente que nació muchos años después de la guerra, y que nunca le ha hecho daño a nadie, tenga que aguantar que le recuerden y le echen en cara cada dos por tres el pasado singular del lugar donde vive? -El tío sacó la llave del bolsillo del abrigo-. Pero bueno, qué le vamos a hacer. Tu novia es americana, y para los turistas americanos Europa no es lo mismo que para nosotros. ¿Vais a ir al restaurante italiano de la esquina? Que os aproveche.
    Sarah guardó silencio hasta que encontraron una mesa y se sentaron.
    -Tú no serás de la misma opinión que tu tío, ¿no?
    -¿Qué opinión?
    -Que hay que enterrar el pasado, y que ya estaría enterrado si no fuera porque los judíos meten cizaña.
    -¿No decías tú misma el otro día que la guerra acabó hace cincuenta años?
    -O sea que sí.
    -No, yo no pienso como mi tío. Pero las cosas tampoco son tan simples como tú las pintas.
    -¿Qué es lo que las hace complicadas?
    Andi no tenía ganas de discutir con Sarah.
    -¿Por qué no hablamos de otra cosa?
    -Respóndeme a esa pregunta y te dejo en paz.
    –¿Por qué las cosas son complicadas? Mira, es cierto que es necesario recordar el pasado para que no se repita, y también por respeto a las víctimas y a sus descendientes; pero el Holocausto y la guerra son cosas de hace cincuenta años, y no pueden cargárseles a los nietos las culpas que haya contraído la generación de los padres y los hijos. La gente de Dachau, cuando va al extranjero, se avergüenza de su lugar de origen, y hay chavales que se hacen neonazis porque están hartos de que se remueva el pasado constantemente. No me parece que todo eso sea tan simple.
    Sarah calló. Vino el camarero y pidieron la comida. Sarah siguió callada, y Andi se dio cuenta de que lloraba en silencio.
    -Oye -dijo él inclinándose sobre la mesa y rodeándole el cuello con los brazos-, no llorarás por nosotros, ¿no?
    Ella meneó la cabeza.
    -Sé que no tienes mala intención. Pero las cosas no son tan complicadas. La justicia es algo muy sencillo.

7
    Cuando estaban en Oranienburg, Andi no se atrevió adecir que le estaba pasando lo que había predicho su tío. Lo que veía no era aterrador. Lo aterrador era lo que tenía en la cabeza, aunque eso ya era suficientemente aterrador. Sarah y Andi cruzaron mudos el campo de concentración. Al cabo de un rato se cogieron de la mano.
    En el campo había también un grupo de escolares, unos treinta niños y niñas de doce años. Se comportaban como lo hacen normalmente los niños de doce años: gritaban, se reían y cuchicheaban tonterías. Estaban más interesados por sus compañeros que por lo que el profesor les enseñaba y les explicaba. Lo que veían sólo les servía para fanfarronear, tomarse el pelo los unos a los otros o hacer bromas. Jugaban a guardias y prisioneros, y gemían en las celdas como si los estuvieran torturando o se murieran de sed. El profesor hacía todo lo que podía, y escuchándolo se veía claramente que había preparado a fondo la visita al campo con los niños. Pero todos sus esfuerzos eran en vano.
    ¿Piensa Sarah de nosotros lo mismo que pienso yo ahora de estos niños? ¿Que me parece muy bien que los niños se comporten como tales, y sin embargo no puedo soportarlos? ¿Que le parece muy bien que mi padre descubriera en la guerra sus dotes organizativas, y que mi tío quiera que lo dejen en paz, y que yo vea los matices y las complicaciones del asunto, y sin embargo todo eso la desespera? ¿Qué sentiría yo si uno de estos niños fuera hijo mío?
    Andi se alegró de no encontrar a su tío al volver a casa entrada la tarde. Se alegró al pensar que al día siguiente visitarían la parte oriental de la ciudad y descubrirían cosas nuevas. Andi había estado trabajando en Berlín durante la transición, y le apetecía volver allí y despertar en Sarah el mismo entusiasmo que él sentía por la ciudad. Se alegraba de poder mostrarle tantas facetas distintas de Berlín; ya verás, le había dicho muchas veces, Berlín es casi como Nueva York. Pero cuando se imaginó contemplando con ella las obras de la Potsdamer Platz, de la Friedrichstrasse y del Reichstag, y tropezando por doquier con edificios en obras, supo lo que Sarah diría o por lo menos pensaría. ¿Por qué se empeñan en que todo esté acabado mañana mismo, en que parezca como si la ciudad no tuviera historia? ¿Como si no tuviera heridas ni cicatrices? ¿Y por qué se empeñan en sepultar el Holocausto debajo de un monumento? Andi intentaría explicárselo, y no diría ninguna tontería ni ninguna mentira, pero Sarah no lo entendería.
    ¿Sólo existe el blanco y el negro? ¿Sólo se puede ser hombre o mujer, niño o adulto? ¿Alemán o americano, cristiano o judío? ¿Será verdad que hablar no conduce a nada, porque, aunque te ayuda a entender a la otra persona, no te ayuda a soportarla, y lo que cuenta no es entender al otro, sino poder soportarlo? Y en cuanto a eso, ¿será cierto que sólo soportamos a los que son como nosotros? Por supuesto que somos capaces de aceptar las diferencias, es más, probablemente no se podría vivir sin ellas. Pero ¿no será necesario mantenerlas dentro de unos límites? ¿Es deseable que a causa de nuestras diferencias nos cuestionemos radicalmente los unos a los otros?
    Apenas acabó de hacerse esas preguntas, se horrorizó. O sea que sólo soportamos a los que son como nosotros: ¿no es eso precisamente el racismo, el patrioterismo o el fanatismo religioso? ¡Por supuesto que los niños y los adultos, los alemanes y los americanos, los cristianos y los judíos se soportan los unos a los otros! Lo hacen en el mundo entero, o por lo menos donde el mundo funciona como debiera. Pero ¿no será que se soportan sólo porque uno de los dos renuncia a ser lo que es? ¿Porque los niños se convierten en adultos o los alemanes se están volviendo como los americanos o los judíos se han vuelto como los cristianos? Quizá el racismo o el fanatismo religioso empiezan justamente cuando uno no está dispuesto a renunciar a sí mismo. En mi caso, probablemente, si no estoy dispuesto a convertirme por Sarah en americano y judío.
    El día siguiente fue tal como Andi se había imaginado. Sarah se interesaba por todo lo que él le enseñaba, las obras de la Potsdamer Platz la dejaron admirada y fascinada, y también la audaz remodelación de la Friedrichstrasse y todo el entorno del Reichstag. Pero también le preguntó por las heridas y cicatrices y por qué la ciudad se empeñaba en esconderlas, y si el futuro monumento al Holocausto no pretendería en el fondo barrerlo debajo de la alfombra. Le preguntó por qué los alemanes no soportaban el caos, y si el delirio de limpieza y orden del nacionalsocialismo no había sido una expresión, quizá no muy normal, pero sí muy representativa, de la manera de ser del pueblo alemán. A Andi no le gustaban aquellas preguntas. Pero al cabo de un rato hubo algo que todavía le gustó menos: sus propias respuestas. Tanto esfuerzo por juzgar las cosas de manera equilibrada y matizada empezaba a cansarle. En realidad a él tampoco le gustaba lo que estaba viendo con Sarah: la megalomanía y la precipitación con la que se estaba reconstruyendo Berlín sin dejar un palmo libre. Sarah tenía razón: ¿por qué defendía cosas en las que él mismo no creía? ¿Por qué ante las opiniones de su tío había reaccionado con complicadas disquisiciones, en lugar de decirle sin más que le parecían indignantes y ofensivas?
    Al caer la tarde fueron a la Schauspielhaus a escuchar la Misa en si menor de Bach. Ella no la conocía, y él tenía un poco de miedo. No ese miedo que tenemos siempre cuando compartimos por primera vez nuestros libros y nuestra música favoritos con la persona de quien estamos enamorados. Lo que temía era que a ella la música le pareciera demasiado cristiana y alemana. Que se diera cuenta de que aquella música, por más que la escucharan en una sala de conciertos, era ante todo música religiosa, y que se sintiera engañada, como si él pretendiera imponerlesubrepticiamente su mundo eclesial, cristiano, alemán. Le habría gustado hablar con ella de esas cosas. Pero eso también le daba miedo. Habría tenido que explicarle por qué le gustaba tanto aquella música, y no habría sabido cómo. Incarnatus est, crucifixus, passus et sepultus est et resurrexit : el texto no significaba nada para él, y sin embargo la música que lo acompañaba lo llenaba de emoción y gozo como casi ninguna otra. Y si él se lo explicaba, ¿no pensaría Sarah que estaban todavía más alejados el uno del otro de lo que parecía a simple vista, ya que aquello tan ajeno para ella tenía en Andi unas raíces tan profundas que ni él mismo era capaz de entenderlas y verbalizarlas?
    Pero cuando salieron del metro, el Gendarmenmarkt estaba bañado por la luz del sol vespertino. Las catedrales y la Schauspielhaus formaban una trinidad grandiosa y al mismo tiempo humilde, que era testimonio de otro Berlín, un Berlín mejor; y como las tiendas ya estaban cerradas y los paseantes todavía no habían salido a la calle, todo estaba vacío y silencioso, como si la ciudad contuviera el aliento. A Sarah se le escapó un «¡Oh!» y se quedó paralizada.
    Durante el kyrie miró a su alrededor. Luego cerró los ojos, y al cabo de unos instantes le cogió la mano a Andi. Hacia el final apoyó la cabeza en su hombro. Et expecto resurrectionem mortuorum : «Sí», le susurró, como si esperara con él la resurrección de los muertos o la resurrección de su amor de entre todos los obstáculos con los que tropezaban una y otra vez.

8
    Al día siguiente tomaron el avión de regreso a Nueva York. Habían pasado tres semanas juntos día tras día, a veces con una sensación de familiaridad cotidiana y natural, como si siempre hubiera sido así, como si hubiera de ser así ahora y siempre. Y esa sensación se acentuó aún más en el vuelo de regreso. Los dos sabían cuándo el otro necesitaba descansar, cuándo le apetecía un poco de ternura y qué pequeños gestos de cariño le complacerían. Discutieron sobre la película que proyectaron a bordo, pero más que nada porque les apetecía celebrar el ritual de la discusión en torno a un objeto que no fuera explosivo. Cuando llegaron a Nueva York, él se quedó a pasar la noche en casa de ella. Estaban demasiado cansados para hacer el amor, pero Sarah, al dormirse, le cogió el pene con la mano, y el pene se endureció y luego se encogió, y Andi sintió que estaba en casa.
    Era verano en Manhattan. Chinatown y Little Italy, el Village, Times Square y Lincoln Square estaban más poblados que de costumbre. En cambio, en la zona de la Columbia University, donde vivían Sarah y Andi, había menos gente. Los turistas no solían dejarse caer por allí, y los estudiantes y profesores estaban fuera de la ciudad. Hacía bochorno; bastaba dar unos cuantos pasos por la calle para que la ropa se pegara al cuerpo. Al atardecer y por la noche refrescaba un poco. Pero el aire era cálido y húmedo; no era esa cosa ligera y apenas perceptible que suele ser, sino un elemento pesado y denso, que ofrecía al cuerpo una resistencia blanda y sensual. Andi no entendía cómo podía ser que los neoyorquinos abandonaran la ciudad y se perdieran el placer de aquellas tardes y noches. Como no soportaba el zumbido del aire acondicionado en su despacho, se sentaba a trabajar en un banco del parque. Trabajaba hasta el anochecer, con una pequeña lámpara a pilas sujeta al libro o al bloc de notas, y luego se iba a casa de Sarah, impulsado por el amor, por el trabajo, el aire y el reflejo de las luces en el asfalto. El aire le ofrecía resistencia y le hacía sentirse ligero; la pesadez del aire relativizaba la suya. Le parecía flotar con paso fácil y amplio por la Vía Láctea.
    Le habría gustado salir a pasear al anochecer con Sarah sin gastar demasiada saliva, o sentarse en la terraza de algún restaurante de Broadway, o ver una película, en el cine o en vídeo. Pero Sarah, que de por sí ya era más habladora que él, sentía una necesidad especial de charlar después de pasarse tantas horas sola delante del ordenador. Quería que él le contara lo que había leído y escrito, y hablarle a él de sus progresos en el trabajo con el videojuego. Mientras programaba se le ocurrían miles de cosas que le apetecía contarle. En cuanto a Andi, cuando se concentraba en el trabajo no podía pensar en otras cosas al mismo tiempo, ni siquiera a intervalos, y por la noche sólo era capaz de hablar de su tesis. Pero no le apetecía. La tesis ya había dado lugar a una fuerte discusión, y no quería arriesgarse a repetirla.
    La tesis versaba sobre la concepción del derecho y del orden legal en las utopías norteamericanas, desde los shakers, los rappistas, los mormones y los huterianos a los socialistas, vegetarianos y activistas del amor libre. A Andi aquel tema le parecía de lo más interesante. Se lo pasaba en grande estudiando los proyectos de los utopistas, rastreando sus cartas, diarios y memorias y descubriendo en periódicos amarillentos cómo reaccionaba el entorno ante sus ideas. A veces aquellas utopías lo emocionaban por lo que tenían de sueño quijotesco colectivo hecho realidad. A veces tenía la impresión de que los utopistas sabían muy bien que sus proyectos no podían tener éxito, y sólo aspiraban a dar forma comunitaria y creativa a una especie de nihilismo heroico. A veces se los imaginaba como niños sabihondos que vivían inmersos en una especie de sátira de la sociedad. La primera vez que le habló a Sarah del tema de su tesis y de su fascinación por él, ella se quedó pensando un momento y dijo:
    -Eso es muy alemán, ¿no?
    -¿El tema de las utopías americanas?
    -No, la fascinación por la utopía. La fascinación por la transformación del caos en cosmos, por el orden perfecto y una sociedad pura. Quizá también la fascinación por las empresas condenadas al fracaso. ¿Te acuerdas de cuando me hablaste de una de vuestras sagas, enla que al final todos se matan los unos a los otros con eso que tú llamas nihilismo heroico? La saga de los Nibelungos, ¿no?
    Andi no vio en aquello un argumento, sino un ataque, y se puso a la defensiva.
    -Pues no sé, pero sobre este tema hay mil veces más bibliografía americana que alemana, y por lo que respecta al suicidio colectivo, los americanos tenéis Little Big Horn y los judíos Masada, que tampoco están mal.
    -Sí, es cierto. Pero creo recordar que me dijiste que esa saga es la más importante de todas vuestras leyendas. En cambio, Little Big Horn y Masada sólo son casos puntuales. Y en cuanto a las publicaciones, no creo que lo importante sea la cantidad. No he leído la bibliografía americana sobre el tema, pero aun así sé de qué va. Son historias sobre experimentos utópicos, sobre personas, sus familias, su trabajo, sus alegrías y sus penas, historias escritas con pasión y compasión. En cambio, la bibliografía alemana es objetiva y minuciosa, se dedica a crear categorías y sistemas, y la única pasión que revela es la pasión por la disección científica.
    Andi lo negó con la cabeza.
    -Es que hay diferentes estilos de investigación. ¿Sabes aquel chiste sobre un francés, un inglés, un ruso y un alemán que presentan un trabajo científico sobre el elefante? El del francés se llama L’éléphant et ses amours , el del inglés How to shoot an elephant , el del ruso…
    -Puedes ahorrarte tus chistes estúpidos.
    Sarah se levantó y se fue a la cocina. Andi la oyó abrir con gestos enérgicos el lavavajillas, sacar los platos y los vasos y dejar caer ruidosamente los cubiertos sobre la mesa de la cocina. Luego volvió y se quedó parada en la puerta.
    -No me gusta que me tomes el pelo cuando hablo en serio. El problema no son los estilos de investigación. Tú te comportas siempre así, aunque no estés investigando nada. Por ejemplo, cuando hablas con mis amigos y con mi familia, no demuestras el menor grado de interés, o por lo menos lo que nosotros entendemos por interés, sino sólo curiosidad, ganas de analizar y diseccionar. No es que eso sea malo; tú eres así, y nos gustas tal como eres. En otros casos y de otras maneras demuestras todo el interés del mundo. Pero cuando hablas…
    -¿Insinúas que tus amigos y tu familia sienten algún interés por mí? En el mejor de los casos es simple curiosidad, y de la más superficial, por cierto. Yo…
    –No tergiverses la realidad, Andi. Los míos sienten por ti curiosidad, pero también interés, igual que tú por ellos, y todo lo que he dicho…
    -Y sobre todo me miráis con prejuicios. Os creéis que lo sabéis todo sobre los alemanes. Y por lo tanto lo sabéis todo sobre mí. Y por lo tanto no hace falta que os intereséis por mi persona.
    -¿O sea que no nos interesamos lo suficiente por ti? ¿No nos interesamos tanto como tú por nosotros? ¿Y por qué será que muchas veces da la impresión de que tengas que ponerte guantes para tocarnos? ¿Y por qué todos los alemanes que conocemos son así?
    Sarah estaba gritando.
    -¿Ah, sí? ¿Tú cuántos alemanes conoces?
    Andi sabía que el tono tranquilo de su voz la irritaba, y sin embargo no podía cambiarlo.
    -Los suficientes. Y no a todos nos ha gustado conocerlos, hubo muchos que habría sido mejor no conocerlos jamás.
    Ella seguía de pie en la puerta, con los brazos en jarras, y lo miraba desafiante.
    ¿De qué estaba hablando? ¿Con quién lo comparaba? ¿Con el doctor Mengele y su curiosidad fría, cruel, diseccionadora y analítica? Andi meneó la cabeza. No tenía ganas de preguntarle a Sarah qué había querido decir. No tenía ganas de decir ni oír nada más. Sólo quería estar tranquilo, si era con ella, bien, y si no también.
    -Lo siento -dijo poniéndose los zapatos. Ya nos llamaremos mañana. Me voy a mi casa.
    Se quedó. Sarah se lo pidió con tanto fervor que no tuvo más remedio. Pero decidió no volver a hablar con ella sobre su tesis.

9
    Y así iba recortando cada vez más su amor. Había demasiados temas conflictivos: la familia, Alemania, Israel, los alemanes y los judíos, y hasta el trabajo, porque aunque sólo hablaran del de Sarah, muchas veces la conversación acababa derivando hacia el suyo. Se acostumbró a revisar cuidadosamente lo que iba a decir, a no criticar demasiado el estilo de vida de los neoyorquinos, a callarse cuando los amigos de Sarah se permitían emitir opiniones deformadas y arrogantes sobre Alemania y Europa. Había muchas otras cosas de que hablar, y seguía existiendo la grata intimidad de los fines de semana y la pasión de las noches.
    Se acostumbró de tal modo a la autocensura, que ya no era consciente de ella. Disfrutaba viendo que cada vez les resultaba más fácil y más agradable estar juntos. Estaba contento de que le hubieran prorrogado la beca y la estancia. Durante el otoño y el invierno anteriores se había sentido muchas veces solo en aquella ciudad nueva para él. Los tiempos que vendrían serían más felices.
    Hasta que todo volvió a estallar por culpa de un motivo insignificante. Sarah tenía agujereados todos sus jerséis y pantis. No le daba importancia, y Andi, desde que le llamó la atención sobre uno de esos agujeros, sabía que él tampoco debía dársela. Pero una tarde, cuando iban a salir para ir al cine, Sarah se puso un jersey que tenía agujeros en los dos codos y un panti que los tenía en los dos talones, y Andi se rió señalando hacia los agujeros.
    -¿Qué tienen de gracioso los agujeros?
    -Nada, déjalo.
    -No, por favor, dime por qué te parecen tan interesantes y tan graciosos.
    -Que yo… O sea… -vaciló Andi-. En mi país es así. Si ves a alguien que lleva un agujero o una mancha en la ropa, se lo dices. Piensas que no se debe de haber dado cuenta, porque si no se habría puesto otra cosa, o sea que se supone que le haces un favor. Y lo normal es que se cambie de ropa.
    -Muy bien, ése es el lado interesante. Ahora, el gracioso.
    -Por favor, Sarah.Cuatro agujeros, cuatro. Qué quieres que haga, me parece gracioso.
    -¿También es gracioso si la persona en cuestión no gana bastante para comprarse ropa nueva cada semana?
    -Oye, no cuesta tanto remendar un agujero. No hace falta ser un artista, yo siempre me los zurzo.
    -Estás obsesionado por el orden.
    Andi se encogió de hombros.
    –Sí, sí, lo estás. Tina diría que eso es el nazi que llevas dentro.
    Andi guardó silencio unos instantes.
    -Lo siento, pero no quiero volver a oír eso nunca más. El nazi que llevo dentro, el alemán que llevo dentro… No quiero volver a oírlo más.
    Ella lo miró sorprendida.
    -¿Qué pasa? ¿Por qué te pones así? Ya sé que no eres un nazi, y no tengo nada en contra de que seas alemán. Ya sabes cómo es Tina…
    -Tina no es la única que se dedica a buscar el nazi que llevo dentro, y siempre lo encuentra; son todos tus demás amigos. ¿Y qué es eso de que no tienes nada en contra de que sea alemán? ¿Qué es lo que podrías echarme en cara, y que eres tan generosa para perdonarme?
    Ella sacudió la cabeza.
    -No tengo absolutamente nada contra ti. Ni yo ni mis amigos. Sabes muy bien que te aprecian. Por ejemplo, Tina quiere que en verano vayamos a la playa con ella y Ethan. ¿Crees que diría lo mismo si pensara que eres un nazi? Es normal que a la gente le choque que seas alemán, que se pregunten hasta qué punto lo eres, qué hay en ti de alemán y si eso es bueno o malo; deberías estar acostumbrado.
    -¿Y a ti también te choca?
    Ella lo miró asombrada y con amor.
    -¡Cariño! Sabes muy bien cómo disfruto con la música y los libros que tanto te gustan a ti, y que disfruté muchísimo cuando viajamos juntos por Alemania. Te quiero a ti y a todo lo bonito que has aportado a mi vida, sea alemán o no. ¿Ya no te acuerdas? Cuando nos conocimos me enamoré de ti en tres días, y no me importó que fueras alemán.
    –¿No entiendes qué es lo que me molesta?
    Ahora Sarah lo miró con amor y preocupación. Negó lentamente con la cabeza.
    -¿Te gustaría que te dijera que te quiero aunque seas judía? ¿Te gustaría que mis amigos se dedicasen a buscar lo que hay de judío en ti? ¿Que te apreciasen aunque en realidad no les gustase que yo vaya con una judía? ¿No te parecería lamentable, no dirías que eso es antisemita? Entonces, ¿por qué te cuesta tanto entender que a mí los prejuicios antialemanes me parecen igual de lamentables, y que me molesta que la mujer a la que quiero y sus amigos se dediquen a airearlos?
    -¿Cómo te atreves a comparar las dos cosas? -dijo ella temblando de indignación. Qué sabrás tú del antisemitismo… Los judíos nunca habíamos hecho daño a nadie. En cambio, los alemanes mataron a seis millones de judíos. ¿Te extraña que nos incomode conocer a uno de vosotros? ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? ¿O quizá tan insensible y tan egocéntrico? Pronto hará un año que vives en Nueva York, ¿y de verdad no sabes todavía que la gente no puede olvidar el Holocausto?
    -¿Yo qué tengo…?
    -Tú qué tienes que ver con el Holocausto, ¿no? Muy sencillo: eres alemán, eso es lo que tienes que ver con el Holocausto. Y eso a la gente le incomoda, aunque sean demasiado educados para demostrártelo. Sí, son demasiado educados, y además creen que no hace falta explicártelo, porque tú ya lo sabes. Pero eso no significa que no estén dispuestos a darte una oportunidad.
    Andi pasó la mano por la tela del sofá. Estaban sentados a los extremos, ella en cuclillas y girada por completo hacia él, y Andi con los pies en el suelo y sólo la cabeza y los hombros vueltos hacia ella. Alisó las arrugas de la tela, dibujó arrugas nuevas, en forma de ola y de estrella, y también las alisó. Cuando levantó la vista, miró un instante a Sarah a los ojos y luego a las manos, que tenía plegadas en el regazo.
    -No sé si puedo aguantar más esto de que me aprecien o me quieran a pesar de ser alemán. Comprendo que mi comparación con el antisemitismo te haya indignado. Pero estoy demasiado cansado para inventarme otra, o quizá estoy hecho un lío. Lo entiendas o no, estoy hecho un lío porque veo que aquí la gente no me contempla como lo que soy, sino como un fantasma, una abstracción que es fruto de un prejuicio. Y porque me dan una oportunidad, pero al mismo tiempo me obligan a demostrar mi inocencia. -Hizo una pausa-. No, no puedo aguantarlo.
    Ella lo miró con tristeza.
    -Cuando conoces a alguien, es imposible olvidarte de lo que sabes acerca de su mundo y su pasado y el ambiente del que procede. Yo antes pensaba que todo eso de lo típico americano o italiano o irlandés eran prejuicios nacionalistas. Pero la verdad es que lo típico existe, y la mayoría de nosotros lo llevamos dentro.
    Ella le cogió la mano, mientras él seguía trazando y alisando arrugas en la tela del sofá.
    -¿Estás hecho un lío? Tienes que entender que mis amigos y mi familia también están hechos un lío por lo que hicieron los alemanes, y se preguntan si aquello fue algo típicamente alemán, y qué hay de ello en cada alemán concreto, incluido tú. Pero no te condenan.
    -Te equivocas, Tina me condena, y otros también. Vuestros prejuicios son como todos los prejuicios; tienen tanto que ver con la realidad como con miedos irracionales, y por otro lado hacen la vida un poco más fácil, como todas las etiquetas y cajones en los que archivamos a la gente. Siempre encontraréis en mí algo que confirme vuestros prejuicios: mi manera de pensar, mi manera de vestir, y hasta el hecho de que me ría de los agujeros de tu ropa.
    Sarah se levantó, se le acercó, se arrodilló a sus pies y recostó la cabeza sobre su regazo.
    -Voy a hacer un esfuerzo para no juzgarte con los valores de mi cultura, porque a veces tus afirmaciones resultan… -se interrumpió para buscar un adjetivo que no reavivase la discusión- ajenas a ellos. Procuraré aplicar los de la tuya. Y quiero conocerlos mejor.
    -Eres un encanto.
    Andi se inclinó haciaadelante, apoyó su cabeza sobre la de Sarah y puso los brazos sobre sus hombros.
    -Siento haberme puesto desagradable.
    Sarah olía bien y era un placer tocarla. Harían el amor. Sería bonito. Estaba deseándolo. Miró hacia las ventanas iluminadas de la casa de enfrente, y vio personas que iban y venían, hablaban, bebían, veían televisión. Se imaginó lo que se vería desde la casa de enfrente: una pareja que acababa de pelearse y reconciliarse. Una pareja de enamorados.

10
    Llega un momento en que uno tiene que darse cuenta de que las discusiones son ya algo más que discusiones. Dejan de ser una tormenta pasajera, o una temporada lluviosa tras la que vuelve a salir el sol, y se convierten en una sucesión de días nublados. Y la reconciliación no resuelve ni sentencia nada, sino que es fruto del agotamiento y sólo da paso a una pausa más o menos larga, tras la cual la discusión seguirá.
    No, se dijo Andi, estoy exagerando. A veces nos cansamos el uno del otro y nos peleamos, pero luego nos reconciliamos y seguimos llevándonos bien. Dos personas que se quieren se llevan a veces bien, a veces mal y a veces no se aguantan la una a la otra. Es del todo normal. No hay una norma que diga cuántas veces a la semana conviene pelearse. Pero lo que cuenta no es llevarse bien, sino soportarse el uno al otro. Lo que cuenta es si uno soporta al otro porque es de los suyos, o no lo soporta porque no lo es, y si uno está dispuesto o no a renunciar a lo que lo separa del otro.
    Todas las utopías empiezan con conversiones. La gente se despide de sus antiguas creencias religiosas, convicciones y modos de vida y se entrega a otras nuevas, las que constituyen la utopía. Despedirse y entregarse: eso es convertirse. No hay rayos enviados desde el cielo, caídas del caballo, estados de éxtasis ni todas esas tonterías. Esas cosas también existen, desde luego; pero a Andi lo asombraba ver que en la mayoría de los casos la conversión a la utopía era una decisión vital tomada con la cabeza fría. Sobre todo, para las mujeres y los maridos de aquellos que se entregaban a una utopía. El amor, el deseo de vivir juntos, la imposibilidad de vivir al mismo tiempo en el mundo normal y en el de la utopía, la oportunidad de una vida mejor para los hijos, la oportunidad de mejorar profesional y económicamente: ésas eran las claves. No bastaba con comprender el entusiasmo utopista del otro, y tampoco era realmente necesario. Lo que hacía falta era renunciar al mundo normal que se interponía entre uno y su pareja.
    Un día Andi les preguntó a los compañeros con los que compartía despacho:
    -Si un hombre adulto quiere convertirse al judaismo y no está circuncidado, ¿tiene que circuncidarse?
    Uno de los compañeros se incorporó en su asiento y se recostó hacia atrás.
    -¿Es verdad que los europeos no se circuncidan?
    El otro compañero siguió inclinado sobre sus libros.
    -Sí, tiene que circuncidarse aunque sea adulto. Abraham se circuncidó a los noventa y nueve años. Pero el converso no puede circuncidarse a sí mismo; de eso se encarga el mohel.
    -Una especie de médico, supongo.
    -No es médico pero es especialista. Hace un corte en la parte superior y otro en la parte inferior del prepucio, estira el pellejo por debajo del glande y sorbe la herida. Para eso no hace falta un médico.
    Andi se echó la mano a la entrepierna para protegerse el pene.
    -¿Sin anestesia?
    –¿Sin anestesia? –repitió el compañero volviéndose hacia él. ¿Nos has tomado por unos salvajes? No, cuando el circuncidado es adulto se aplica anestesia local. ¿Qué pasa, has encontrado una sociedad utópica judía que renunció a la circuncisión? En el siglo  XIX había judíos empeñados en modificarla o suprimirla.
    Andi le preguntó a su compañero de dónde había sacado esa información, y éste le contestó que su padre era rabino. También le dijo que si el converso ya está previamente circuncidado se realiza una circuncisión simbólica.
    -Lo que ya está cortado no se puede volver a cortar. Pero siempre tiene que haber un ritual.
    Andi captó la clave del asunto. Tenía que haber un ritual. Pero dejarse cortar la parte superior e inferior del prepucio, dejarse estirar la piel por debajo del glande y dejarse sorber la herida, poner su cuerpo a disposición de un ritual religioso, sacar el pene delante de alguien al que no le unía nada, ni el amor ni la confianza del paciente en el médico ni el compañerismo de un amigo, dejárselo toquetear y mutilar, exhibirse seguramente no sólo delante del mohel, sino también del rabino y algún notable, testigo o padrino, todo ello con los pantalones bajados o quitados, en calcetines, y luego quedarse quieto y esperar a que acabara el ritual mientras el efecto de la inyección empezaba a remitir y el pene hinchado, vendado y embutido dentro de los pantalones empezaba a doler, y el prepucio cortado reposaba sangriento en una bandeja ritual: no, no estaba dispuesto a eso. Si tenía que circuncidarse, lo haría a su manera. Lo organizaría de manera que no fuera vergonzante ni doloroso. Si iba a convertirse al judaismo, lo haría estando ya circuncidado.
    Andi pensó en el bautismo, en las monjas y en la costumbre de afeitarles la cabeza a los reclutas, en los tatuajes de los soldados de las SS y los prisioneros de los campos de concentración, y en las marcas del ganado. El pelo vuelve a crecer, los tatuajes pueden borrarse, y en el bautismo lo sumergen a uno en el agua y vuelve a asomar fuera, por lo menos exteriormente. ¿Qué clase de religión era aquella que no se conformaba con una ofrenda simbólica, sino que exigía que la ofrenda fuera física e irrevocable, de modo que, aunque la cabeza se eche atrás, el cuerpo permanece fiel eternamente?

11
    Eso mismo le preguntó su amigo, que ya era cirujano, y al que fue a visitar el mismo día que llegó a Heidelberg.
    -¿Quién te manda meterte en una religión que lo primero que te pide es que te cortesla picha?
    -Sólo es el prepucio.
    -Ya lo sé. Pero si se escapa el cuchillo… -replicó con una sonrisa sarcástica.
    -Déjate de chistes. Quiero a esa mujer, y ella me quiere a mí, y no veo otra manera de reconciliar su cultura con la mía. Así formaré parte de su mundo.
    -¿Así, tan fácil?
    –¿Es que no hay alemanes que se vuelven americanos y protestantes que se vuelven católicos? Una vez vi en la sinagoga a un negro que antes era adventista y ahora es judío. Si soy cristiano sin necesidad de tener fe ni rezar, también puedo ser judío de la misma manera. Cuando voy a la iglesia hago examen de conciencia, pero ¿por qué no voy a poder hacer lo mismo en la sinagoga? La liturgia judía es igual de bonita que la cristiana. Y en cuanto a los rituales domésticos, en mi casa no había muchos, ¿sabes?, y no me importaría tener alguno.
    El amigo meneó la cabeza.
    -Entiéndelo. O ella se vuelve como yo, o yo me vuelvo como ella. Sólo se soporta a los que son como uno mismo.
    Estaban en el restaurante italiano en el que solían quedar cuando eran estudiantes. Entre los camareros había alguna que otra cara nueva, y en las paredes algún que otro cuadro que antes no estaba, pero todo lo demás seguía igual. Como entonces, Andi pidió una ensalada, espaguetis a la boloñesa y vino tinto, y su amigo una sopa, una pizza y una cerveza. Como entonces, el amigo tuvo la sensación de que él era el más sereno y pragmático de los dos y asumía la responsabilidad que una mentalidad serena y pragmática debía hacer suya frente a los románticos y los utópicos. ¡Qué cantidad de ideas raras le habían pasado a Andi por la cabeza durante todos aquellos años!
    -Una mujer que te exige que…
    –Sarah no me exige nada. Ni siquiera sabe que quiero circuncidarme y que he venido para eso. Le he dicho que venía a presentar una ponencia en unas jornadas.
    -De acuerdo. Pero ¿para qué quieres una mujer con la que ni siquiera puedes hablar sinceramente?
    -La sinceridad requiere un terreno común. Uno tiene que decidir si quiere colocarse en ese terreno común, y no hay más que hablar.
    El amigo volvió a menear la cabeza.
    -Imagínate que tu novia está embarazada y cree que tú no quieres el niño, y aborta sin habértelo dicho antes. Menudo cabreo cogerías.
    -Sí, porque en ese caso ella me quitaría algo que es mío. Yo en cambio no le quito nada a Sarah, al revés, le hago un regalo.
    –¿Tú qué sabes? ¿Y si resulta que le gusta tu prepucio? A lo mejor no comparte tu excéntrica teoría y quiere vivir contigo no porque seas igual que ella, sino porque eres diferente. A lo mejor ella no se toma vuestras discusiones tan en serio como tú. Quizá simplemente le gusta discutir.
    Andi lo miró con tristeza.
    -Tengo que hacer lo que creo que es correcto. A ti mi teoría te parece excéntrica, pero dondequiera que mires, en la historia, en el presente, en lo grande, en lo pequeño, se confirma.
    -¿O sea que piensas aplicar una teoría basada en una mentira?
    -¿Por qué dices eso?
    -Estás dispuesto a hacerte judío por Sarah, pero prefieres evitarte el ritual que se exige para ello. Te daría vergüenza, te dolería demasiado, no quieres hacerlo -insistió el amigo con tono burlón-. Empiezo a entender por qué los judíos se inventaron lo de la circuncisión. No quieren capullos que…
    -No quieren capullos sin circuncidar, y punto -bromeó Andi. Por eso te pido que me lo recortes. ¿Lo harás o no?
    El amigo también se rió.
    -Imagínate que…
    Así era como discutían cuando eran estudiantes. Imagínate que tu amigo es terrorista, lo busca la policía y te pide que lo ocultes en tu casa. Imagínate que tu amigo es tetrapléjico y quiere matarse, y te pide ayuda para hacerlo. Imagínate que tu amigo te confiesa que se ha acostado con tu novia. Imagínate que tu amigo triunfa como pintor: ¿le dirías que sus cuadros son malos? Si te enteras de que su mujer lo engaña, ¿se lo dirías? Si ves que por hacer una buena obra corre peligro, ¿le avisarías?
    -Quieres resolverlo rápido, ¿no?
    -Quiero volver lo antes posible a Nueva York para estar con Sarah.
    -Pues ven mañana al mediodía. Te pondré una pequeña anestesia general, y cuando te despiertes la herida ya estará cosida, y además con unos puntos que no se tienen que sacar porque se deshacen solos. Tendrás que renovar el vendaje de vez en cuando y ponerte pantenol y gasas. Al cabo de tres semanas volverás a estar entero.
    -¿Qué quiere decir eso?
    -¿A ti qué te parece? Pues que volverás a tener la picha en condiciones.

12
    La operación no fue demasiado molesta. El dolor era soportable y sólo duró unos días. Pero Andi no podía evitar estar a todas horas pendiente de su pene, que se había convertido en una parte herida y delicada de su cuerpo. Percibía dolorosamente su presencia cuando se lo vendaba, cuando se lo metía, con todo cuidado, dentro del pantalón al vestirse, o cuando hacía algún movimiento brusco o se rozaba, y procuraba protegerlo de todo movimiento o roce. En fin: su pene reclamaba su atención.
    Estaba en su ciudad natal, en la que había crecido y trabajado antes de marcharse a Nueva York, y en la que volvería a trabajar a su regreso. Se alojaba en casa de sus padres, que estaban encantados de tenerlo allí, pero lo dejaban en paz, y quedaba con compañeros y amigos para reanudar las conversaciones en el punto en que las habían dejado antes de su partida. A veces se encontraba a algún antiguo compañero de escuela, a un antiguo profesor o a una exnovia, que no sabían que había estado un año fuera y pronto volvería a marcharse, y lo saludaban como si fuera un habitante más de la ciudad. Podía moverse por su ciudad como pez en el agua.
    Pero se sentía como un náufrago, como si hubiera llegado a un lugar que no era el suyo, como si la ciudad y el valle rodeado de montañas, el río y la llanura ya no fueran su tierra. Cuando andaba por la calle tropezaba con un recuerdo tras otro: laventana de un sótano ante la que de pequeño jugaba a canicas en la acera con un amigo, o un cobertizo para bicicletas en el portal de un edificio, bajo cuyo techo se refugió de la lluvia con su primera novia y la besó por primera vez. En aquel cruce, yendo a la escuela en bicicleta, había metido una rueda en el raíl del tranvía y había ido a parar al suelo. A aquel parque había ido un domingo por la mañana con su madre a pintar a la acuarela. Y ahora también podía pintar la ciudad con el pincel de su recuerdo y los colores de un pasado de alegrías, esperanzas y tristezas. Pero había una diferencia: ahora no podía entrar dentro del cuadro. Cuando sentía el deseo de hacerlo, cuando el recuerdo lo invitaba a vivir en esa mezcla de pasado y presente que llamamos nuestra tierra, algún movimiento, un roce involuntario con el monedero o el llavero en el bolsillo del pantalón traían a su mente algo muy distinto: la circuncisión, y con ella la cuestión de cuál era el lugar al que pertenecía.
    ¿Era Nueva York? ¿La sinagoga Kehilat-Yeshurun? ¿Sarah? La llamaba por teléfono cada día, a primera hora de la tarde, cuando en América era primera hora de la mañana, y ella todavía estaba en la cama o desayunando. Se inventaba anécdotas que pudieran haber sucedido en unas jornadas, y le hablaba de sus paseos y de sus encuentros con los amigos, los compañeros y los familiares a los que ella había conocido en las bodas de mármol.
    - I miss you -decía Sarah. I love you .
    Y él decía:
    - I miss you too. I love you too .
    Le preguntaba qué hacía y cómo estaba, y ella le hablaba de los perros de sus respectivos vecinos, de un partido de tenis con un exprofesor y de una compañera que trabajaba en otro juego y se dedicaba a sembrar intrigas y rencillas en la editorial. Él entendía cada una de sus palabras, pero al mismo tiempo no entendía nada. Se había dejado olvidada en Nueva York la manera neoyorquina de entender las insinuaciones, la ironía, la broma y la seriedad. ¿O es que la había perdido con el prepucio? Sospechaba que en las palabras de Sarah había dosis de sarcasmo. De hecho, casi todo lo que decía era de algún modo irónico. ¿Pero qué pretendía con la ironía?
    En Nueva York, mientras trabajaba, siempre se imaginaba haciendo el amor con Sarah. Aquellas fantasías no lo distraían cuando estaba en medio de un pensamiento o de una frase. Pero en cuanto acababa de pensar o de escribir la frase, levantaba la mirada y veía fuera la lluvia y se imaginaba haciendo el amor con Sarah mientras oían caer la lluvia; o, si estaba sentado en un banco del parque y veía unos niños, se imaginaba que hacía el amor con Sarah y la dejaba embarazada; o, si veía una mujer apoyada en la pared contemplando el Hudson de espaldas a él, se imaginaba que era Sarah y que se le acercaba por detrás, le levantaba la falda y la penetraba. Cuando estaba cansado, se imaginaba que se dormían después de hacer el amor, con su vientre pegado al trasero de ella y cogiéndole los pechos, envueltos los dos en el olor del amor. Pero esas fantasías y anhelos también se habían quedado en Nueva York, aunque sólo fuera porque las erecciones que provocaban eran dolorosas.
    ¿O quizá todo aquello era normal? ¿Era lógico que ya no fuera de su tierra, pero tampoco todavía de la otra? ¿Cambiar de bando significa necesariamente pasar por la tierra de nadie?

13
    Un avión cruzando el Atlántico también es tierra de nadie. El viajero come, bebe, duerme, vela, holgazanea o trabaja, pero todo lo que hace tiene por fuerza carácter provisional, pues al cabo de un tiempo más o menos largo el avión aterrizará y se acabará el viaje. La saciedad, el descanso y el trabajo hecho no se vuelven reales hasta que uno se los lleva a tierra firme. A Andi no le habría sorprendido que el avión se estrellara.
    Al llegar a Nueva York salió del fresco edificio del aeropuerto al aire espeso y caliente del exterior. Había mucho ruido; los coches se arremolinaban y se peleaban por un lugar en el asfalto, los taxis hacían sonar la bocina, y un portero de uniforme ponía orden a toque de silbato entre los taxis y los pasajeros que esperaban. Andi buscó con la vista a Sarah, aunque ella le había dicho que no iría a buscarlo al aeropuerto; en Nueva York la gente no tenía la costumbre de hacerlo. En el taxi hacía demasiado calor cuando cerraba la ventana y demasiada corriente cuando la abría.
    -Coge un taxi y vente enseguida a mi casa –le había dicho Sarah. En realidad Andi no podía permitirse pagar un taxi. No entendía por qué tenía que ir enseguida a ninguna parte. ¿Qué importaba si llegaba una hora más tarde? ¿O tres, o siete? ¿O un día? ¿O una semana?
    Sarah había comprado flores, un gran ramo de rosas rojas y amarillas. Había puesto a enfriar champán y había cambiado la ropa de la cama. Lo esperaba vestida con una camisa de hombre de manga corta que la cubría justo hasta el trasero. Lo miró seductora y lo hechizó antes de que él pudiera sentir el miedo que esperaba sentir la primera vez después de la circuncisión: el miedo al dolor, o a alguna sensación extraña y desagradable, o a la impotencia.
    - I missed you -dijo ella-, I missed you so much .
    Sarah no se dio cuenta de que Andi estaba circuncidado. Ni cuando hicieron el amor ni luego, cuando él se levantó, abrió la botella de champán y volvió a la cama con las copas llenas, ni cuando se ducharon juntos. Salieron a comer, fueron al cine y volvieron a casa por el asfalto refulgente. Andi la sentía muy cercana: su voz, su olor, sus caderas, que rodeaba con la mano. ¿Estaban más próximos el uno al otro que antes? ¿Pertenecía más que antes a ella, a su mundo, a aquella ciudad y a aquel país?
    Durante la cena, ella le habló de un viaje a Sudáfrica que tenía que hacer con su cliente, y le preguntó si quería acompañarla. Él lamentó no haber estado nunca en la Sudáfrica del apartheid y no habervisto un mundo del que había sido contemporáneo y que nunca más volvería. Ella lo miró, y él supo lo que pensaba. Pero se dio cuenta de que ahora le era indiferente. Buscó en su interior la antigua indignación y la antigua necesidad de llevar la contraria y puntualizar, pero no encontró nada. Ella guardó silencio.
    Antes de dormirse se estiraron en la cama dándose la cara el uno al otro. Él la veía a la luz blanca de la farola.
    -Estoy circuncidado.
    Ella le echó mano al pene.
    -¿Antes ya lo estabas? No, no estabas… O quizá… ¡Oye, ahora sí que me has pillado! ¿Por qué me lo dices?
    -No, por nada.
    –Pensaba que no estabas circuncidado. Pero si lo estás… -continuó meneando la cabeza-. Allí no es tan corriente como aquí, ¿verdad?
    Él asintió en silencio.
    –Antes tenía ganas de saber cómo sería hacer el amor con un hombre que no estuviera circuncidado, si sería diferente, mejor o peor. Una amiga me había dicho que no se notaba ninguna diferencia, pero yo no estaba muy segura. Luego empecé a pensar que seguramente daba lo mismo, ya que la sensación diferente, si es que existe, puede deberse a muchos motivos. De hecho, los hombres circuncidados también son muy diferentes entre sí. Lo que importa es que tú me das tanto placer… -acabó Sarah arrebujándose contra él.
    Él asintió en silencio.
    A la mañana siguiente se despertó a las cuatro. Intentó volver a dormirse, pero no pudo. Al otro lado, en su tierra, era pleno día, las diez de la mañana. Se levantó y se vistió. Abrió la puerta del piso, dejó los zapatos y el equipaje en el rellano y cerró la puerta con tanta suavidad que sólo se oyó un leve clic. Se puso los zapatos y se fue.


Bernhard Schlink
"La circuncisión"
Amores en fuga



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