viernes, 23 de junio de 2023

Juan Forn / Ascenso y caída de Bruno Bettelheim

Bruno Bettelheim

Juan Forn
Ascenso y caída de Bruno Bettelheim


Después de una prestigiosa carrera como psicoanalista y escritor, el nombre de Bruno Bettelheim cayó en desgracia. Las versiones opuestas de su vida dan cuenta de los afectos encontrados de sus biógrafos.

Dos semanas antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, llegó a Nueva York un judío vienés de treinta y cinco años que había pasado los últimos quince meses en los lager de Dachau y Buchenwald. Por ese entonces aún era posible lograr la liberación de una persona de los campos, si se contaba con el dinero, los contactos y la suerte suficientes. Ése fue el caso de Edith Buxbaum, prima de Bruno Bettelheim y artífice de su liberación y traslado a Estados Unidos.

Uno de los primeros recuerdos que conservaba Bruno Bettelheim de su infancia vienesa era un comentario que le oyó a su madre, referido a la fealdad física de su hijo: “Por suerte es varón”. El padre de Bettel­heim murió de sífilis luego de una larga y penosa agonía. Bruno, que era el único hijo varón, debió abandonar sus estudios de psicología y filosofía para hacerse cargo de la empresa familiar. Poco después terminó de cumplir el mandato familiar: se casó. Con una mujer que no lo amaba, Regina Alstadt.

Precisamente a causa de los sinsabores conyugales y profesionales, Bettelheim comenzó su psicoanálisis con Richard Sterba, un discípulo directo de Freud. Llevaba casi tres años de terapia y uno de formación como analista cuando los nazis entraron en Austria y comenzaron a enviar judíos a campos de concentración. A mediados de 1938 Bettel­heim fue deportado, como muchos otros burgueses de Viena, al lager de Dachau y luego al de Buchenwald. Fueron quince meses de trabajos forzados hasta que su prima logró sobornar a las autoridades nazis para sacarlo primero del campo y luego de Austria y del continente europeo.

Cuando Bettelheim se reencontró con su esposa Gina al desembarcar en Nueva York, ella le informó que estaba enamorada de otro hombre y que quería el divorcio. Cuando llegó a casa de su prima Edith en Chicago, ella le dijo que no podía alojarlo pero sí ayudarlo a conseguir un trabajo como el suyo, en algún colegio secundario de mujeres. Fue de un establecimiento a otro, haciendo suplencias, y en su tiempo libre escribiendo un ensayo que logró publicar, luego de incontables rechazos en revistas especializadas, en1943. Se titulaba “Comportamiento individual y de masas en situaciones extremas” y fue el primer testimonio de primera mano que se escuchaba en Norteamérica sobre lo que ocurría en los campos nazis (una de las revistas universitarias de psicología que se lo rechazó había fundamentado su decisión diciendo que el autor era “demasiado rencoroso con Alemania”).

En su ensayo, Bettelheim trabajaba una teoría reversible: decía que los prisioneros en los campos sufrían un impulso regresivo que los llevaba a actuar como niños. Curiosamente, decía también que los niños autistas eran como prisioneros en una fortaleza vacía. Con ese ensayo logró atraer la atención del rectorado de la Universidad de Chicago, en cuyo campus funcionaba, un poco a la buena de dios, la Escuela Ortogénica, una institución para niños con problemas de personalidad (del autismo a la violencia). Bettelheim pidió una entrevista, fascinó a las autoridades de la universidad con sus teorías y sus antecedentes académicos vieneses y, en 1944, logró que lo pusieran a cargo de la Escuela Ortogénica (en realidad, las autoridades se la sacaron de encima: el subsidio que le pasaban era tan bajo que obligó a Bettelheim a salir a recolectar fondos, situación que lo llevó a decir años después que la Escuela no era exactamente “un huérfano” pero sí “un hijo no querido” cuando se hizo cargo de ella).

Bettelheim estuvo veintinueve años al frente de la Escuela (desde 1944 hasta 1973). En esas tres décadas logró asombrosos resultados con niños disfuncionales de todo tipo aplicando su Teoría del Entorno, que consistía en que terapeutas y enfermeros convivieran con los pacientes y generaran para ellos una atmósfera de empatía emocional. A lo largo de esos años, Bettelheim formó dos generaciones de terapeutas, a quienes dejó la Escuela cuando decidió dedicarse exclusivamente a escribir.

Su producción literaria atrajo el mismo grado de atención que su práctica clínica: con uno de sus libros (Freud y el alma humana) no sólo forzó una nueva traducción al inglés de las obras de Freud sino que denunció a los psicoanalistas norteamericanos por ignorar el concepto de alma; su Psicoanálisis de los cuentos de hadas fue elegido uno de los Cien Libros Relevantes del Siglo por la Biblioteca Pública de Nueva York; cada vez que escribió sobre un tema atrajo la atención pública hacia él, y no evitó nunca la polémica, ni con su gremio, ni con la comunidad judía, ni con el american way of life. Con los años, llegó a ser visto como una suerte de heterodoxo eminente de raro prestigio mundial, a la manera de Marcuse, R. D. Laing, Erich Fromm o Gregory Bateson.

En 1989 la muerte de su compañera de medio siglo (Gertrude Weinfeld, una enfermera de origen austríaco con quien se había casado en 1943) lo hundió en la depresión. Menos de un año después, Bruno Bettelheim optó por el suicidio: tomó pastillas y whisky y se ató una bolsa de plástico en la cabeza.

En los meses siguientes a su muerte comenzó a hacerse oír un rumor creciente de reproches y acusaciones que desembocarían en una tormenta de mierda que terminaría enterrando la reputación que Bettelheim tuvo en vida. Primero se lo acusó de ser un déspota, como director de la Escuela y como terapeuta. A eso se le sumó la imputación de plagio. A eso se agregó la revelación de que había fraguado no solo sus credenciales profesionales vienesas sino casi todo su pasado. A continuación se lo acusó de golpear y abusar de sus pacientes (la palabra sexual se adosó sigilosa pero definitoriamente a la palabra abuso de la noche a la mañana). Y así se llegó a la última recriminación: que se hubiera suicidado “como un cobarde”.

Newsweek lo llamó “Bruno Brutalheim” desde su tapa; el New York Post lo bautizó “El Satánico Doctor Be”; el resto de la prensa norteamericana no tuvo demasiados pruritos a la hora de tildarlo de plagiario, pedófilo, mentiroso patólogico y estafador. La lista de enemigos que se había hecho Bettelheim en vida permitía entender ese fervor en ajustar cuentas con él: desde los psicoanalistas (que nunca le dieron cabida ni en sus instituciones ni en sus publicaciones) hasta los psiquiatras y neurólogos (que sostenían que el único tratamiento útil para el autismo consistía en psicofármacos), pasando por los psicopedagogos de la línea del doctor Spock (Bettelheim estaba a favor de poner límites y ejercer la autoridad), los sobrevivientes de los campos (que nunca le habían perdonado la acusación de que “la mentalidad de gueto” contribuyó a facilitar el trabajo de los nazis) y hasta los israelíes (ofendidos porque Bettelheim había dicho que los kibbutz producirían una generación despersonalizada y robótica).

Pero su peor enemigo eran sin duda las madres de hijos autistas (a quienes Bettelheim había acusado de ser responsables de la enfermedad de sus hijos, en su libro La fortaleza vacía). Precisamente desde ese flanco vino el último clavo en el ataúd de Bettelheim: de la lapidaria biografía The Creation of Dr B, escrita por Richard Pollak, ex jefe de redacción de la revista The Nation y hermano de un niño autista que había ido a la Escuela de Bettel­heim en los años cuarenta.

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