Edward Hopper Morning Sun |
Antonio Muñoz Molina
Edward Hopper y William Carlos Williams
Dos miradas americanas
"Volver a Madrid y encontrar una exposición de Edward Hopper en el Thyssen es no haber vuelto del todo".
El País, 23 JUN 2012 - 01:00 CET
En su rareza autóctona, en su filo de sarcasmo hacia las modas intelectuales obligatorias del siglo XX, en el precio que hubo de pagar por ir tan a su aire, Edward Hopper se parece a quien fue su coetáneo estricto, un poeta muy sensible a la pintura y a la cotidianidad sin gloria de las vidas americanas, William Carlos Williams. En los cuadros de Hopper hay muchas veces ese atisbo de relato implícito que encuentra su mejor expresión verbal en la concisión de la poesía: “oscura la historia / y clara la pena”, como dice Antonio Machado. Y muchos poemas de Williams son de una visualidad tan literal y tan enigmática por dentro como cuadros de Hopper. El otro día, en el Thyssen, viendo los rojos vibrantes de los surtidores de gasolina que a Hopper le gustaba tanto pintar, me acordé de ese poema de W. C. Williams que consiste en la descripción de una carretilla pintada de rojo y reluciendo en la lluvia, vidriada por ella; y de aquel otro en el que el motivo del éxtasis es un gran número cinco dorado resaltando contra el rojo de la pintura de un camión de bomberos, bajo la luz de las farolas urbanas, en una noche de diluvio.
Como Hopper, Williams vivía una vida bastante al margen, intensamente privada. La punzada de la inspiración le sorprendía también mientras iba en su coche por carreteras secundarias y calles suburbanas, observando esas figuras estáticas y esos fragmentos siempre muy breves de historias que descubre el que pasa de largo conduciendo a poca velocidad. Según se advierte en sus dibujos, Hopper tenía un dominio infalible de las destrezas para la representación de lo real: pero cuando pinta lo hace prescindiendo casi meticulosamente de la tentación del virtuosismo, porque sabe que lo conduciría a la banalidad. Juega a la tosquedad y la aspereza para suprimir ese tipo de detalles que convierten la pintura en ilustración, que segregan el dulzor complaciente de Norman Rockwell o del Andrew Wyeth más trivial. De manera inevitable las reproducciones oscurecen este ascetismo voluntario de un pintor que hacía ademán de desdeñar la modernidad europea pero que muchas veces, al trazar los volúmenes de las cosas, revela que se ha fijado en Cézanne y en sus discípulos cubistas bastante más de lo que está dispuesto a reconocer. Pero en ese juego de manos a quien se parece de nuevo es al doctor Williams, que reservaba su máxima antipatía para el cosmopolitismo estirado de T. S. Eliot y se burlaba de su afectación británica, y que no hizo caso a las invitaciones de su amigo Ezra Pound para que abandonara la provincia americana y se instalara en Europa. William Carlos Williams se quedó en Nueva Jersey y se negó a dejarse seducir por La tierra baldía, pero no lo hizo para refugiarse en un casticismo retrógrado, sino para buscar una forma de modernidad únicamente suya, con los pies en la tierra y el oído en las cadencias singulares del habla americana. Sus poemas se construyen muchas veces mediante una gradual acumulación de pormenores visuales. Así parece que se pintan los cuadros de Hopper, un detalle tras otro, agregándose sin confundirse entre sí, un vocabulario gráfico hecho de las cosas más comunes, ventana, chimenea, esquina, casa de madera pintada de blanco, muro de ladrillo rojo, depósito de agua, verdes de vegetación sumergiéndose en la negrura azulada del interior de un bosque, palco de cine, mesa, cómoda de madera oscura, cuerpo desnudo de mujer, azul en una ventana, amarillo de iluminación eléctrica, etcétera. En un poema de W. C. Williams una mujer parada en una acera hace equilibrios para sostenerse sobre un solo pie, porque se ha quitado el zapato que le hería la planta con un clavo de su suela barata. En otro hay tres figuras tan ajenas entre sí como las de algunos cuadros de Hopper: dos mendigos al sol, una mujer negra acodada en la ventana de una casa amarilla, recibiendo con la boca abierta en un gran bostezo el calorcillo del sol. En la atención a los detalles se detiene el tiempo: el poema y el cuadro aspiran a contener lo fugaz en una duración inmóvil.
A su manera cauta de médico bien considerado por el vecindario, William Carlos Williams fue un notorio adúltero. A Hopper nos cuesta imaginarlo siendo infiel a Jo. Pero sus habitaciones de hotel y sus mujeres desnudas que ya no son jóvenes me hacen acordarme de ese poema de Williams que se titula Llegada, en el que un hombre desabrocha el vestido de una mujer en una habitación ajena, descubriendo her tawdry veined body, su cuerpo venoso y vulgar en el que sin embargo habita el deseo.
EL PAÍS
EL PAÍS
No hay comentarios:
Publicar un comentario