jueves, 26 de mayo de 2011

Darío Jaramillo Agudelo / El último viaje de Lupita López, de Triunfo Arciniegas


Triunfo Arciniegas
El último viaje de Lupita López
Por Darío Jaramillo Agudelo

Cuando esta historia comienza, su protagonista, Guadalupe López, Lupita para todos en su pueblo, ya estaba vieja.
Lupita había vivido en un pequeño pueblo llamado Coyuca. No vayan a creer ustedes, adultos formalistas, despistados mayores de edad, que Coyuca es un invento del mismo que inventó la historia de Lupita López. No, Coyuca es un pueblo mexicano, de 12.445 almas, no lejos de Acapulco, 32 kilómetros al sur, siempre sobre el mar Pacífico. Allá vivió Lupita, allá se casó con Prudencio, allá lo enterró cuando murió de viejo, allá le sobrevivió al perro y al gato, allá se quedó, incluso, cuando los hijos, que de vez en cuando escribían, partieron para otros países.
El caso es Lupita no se quería mover de su Coyuca amado: “¿Y qué iba a hacer doña Lupe lejos del aire perfumado de jazmines y las calles empedradas de Coyuca?”. Llevaba años aplazando un viaje a Vistahermosa para agradecerle a la Virgen algunos milagritos que le había hecho. Pero siempre aplazaba el viaje la procastinadora Lupita. (Al fin encontré la oportunidad de usar esa palabra tan rara, procastinador, que se refiere a la persona que  siempre está aplazando las tareas. Procastinador).
Pero estaba sola y en su Coyuca encontró el remedio para la soledad, un pez llamado Vicente. Vicente era gordo, de rayas de colores, bailaba muy bien el tango y había sido payaso en un circo y animador de fiestas, oficio al que renunció por el peligro que representaban los arañazos de los gatos.
A Vicente le gustaba contarle sus vidas anteriores a Lupita, pero no para presumir, ni por nostalgia, sino por el simple gusto de conversar con ella, de acompañarla, de divertirse. La pasaban muy bien juntos, ya fuera leyendo a Felisberto o a Rulfo, ya fuera en cine, muertos de ese falso terror que no por falso deja de ser terror, que puede producirle una película como Tiburón a una vieja como Lupita o a un indefenso pez como Vicente. A él le gustaba, también, contarle a Lupita su vida en el mar. “El pez recordaba ballenas mansas, caballitos de mar y sirenas de larguísimos cabellos.”  También, por las noches, se trepaban al techo de la casa y contemplaban las estrellas “para sentirse poetas”.
Un día Lupita y Vicente se volvieron famosos porque, viniendo del mercado, un niño tropezó con ellos, pero la pecera no se rompió y Vicente hizo no sé qué piruetas, nadó  -o voló-  por el aire y volvió a descender en el líquido mientras la pobre Lupita caía patas arriba sin hacerse daño, por fortuna. El caso es que por ahí pasaba el fotógrafo del periódico del pueblo y al otro día todos vieron el accidente sin daños. Un empresario de circo fue hasta la casa de Lupita a ofrecerles trabajo como trapecistas pero ella dijo que ya no estaba para esos trotes.

Lupita segùn Henry González

Al final… No, no les voy a contar el final. Sólo les digo que tiene de tragedia, pero después tiene también de milagro. Y, por lo mismo, se lleva a cabo lo que dice el título de este libro, El último viaje de Lupita López.
En el texto, con lo breve, hay muchas más cosas que las que les he contado. Por ejemplo, hay un plomero que se llama Ramón López Velarde, tocayo de nombre y apellidos del poeta nacional de México, autor de un poema que se saben todos los niños mexicanos, a veces no todo el poema ni todos los niños, pero la mayoría de los niños sí. Y del poema. Es decir, la mayoría de los niños se saben parte del poema, no todo porque es muy largo. No todos los niños, pero casi todos. No todo el poema, pero mucha parte. Evidentemente me estoy enredando en algo tan sencillo como que hay dos Ramón López Velarde, o uno solo que llevaba una vida secreta por las alcantarillas de Coyuca como todo fontanero y en Zacatecas o en ciudad de México como un poeta que escribió la Suave patria, un poema del que casi todos los mexicanos se saben alguna estrofa, un poeta que contaba, por ejemplo, que

Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.

Hablando de poesía, ciertos momentos del cuento de Lupita parecen parte de un poema, como las frases enamoradas que le dirige Lupita a Vicente, su amado pez: “Mi Vicente del agua, mi flor de las inmensidades, mi arco iris sumergido”.

Triunfo Arciniegas y Henry Gonzàlez
Corferias, Bogotà
13 de mayo de 2011
Fotografía de Julio Caycedo

La historia de Lupita la escribió Triunfo Arciniegas y fue ilustrado por Henry González. Esta es la segunda vez que trabaja con Arciniegas este experimentado dibujante que tiene una larga historia de colaboraciones con los más conocidos autores de textos para libro ilustrado en Colombia, como Jairo Anibal Niño, Celso Román y Evelio Rosero. Con El último viaje de Lupita López, González a veces se monta en una grúa y mira a Lupita desde arriba, por ejemplo en las primeras escenas, en otras ocasiones se les acerca y captura detalles de ella o de él, de Lupita o de Vicente, y no falta la oportunidad al ilustrador de meterse dentro de las calles de Coyuca y narrar la escena como desde el ángulo de algún desprevenido habitante del pueblo.
Conozco poco a Triunfo Arciniegas y nos hemos visto pocas veces en la vida. Pero estoy aquí porque me gusta todo lo que he leído de él y me gusta por una razón que encontré en algo que él escribió recordando el montaje teatral de una obra suya, Lucy es pecosa: “Al día siguiente, camino a una escuela, acordándome de situaciones del estreno, seguía riéndome. Los niños se reían en el escenario. El público se reía. El amigo de las luces se reía. Los amigos que vieron la obra se reían. No sé con certeza qué tan bien salimos, pero nos reímos mucho. La felicidad me interesa más que la sabiduría”. Sí, esta es la razón principal que hace de Arciniegas un excepcional contador de cuentos, porque “La felicidad me interesa más que la sabiduría”.
Como sabía poco de Triunfo, con motivo de esta lectura me puse a averiguar cosas de él y descubrí otra de las cualidades de Triunfo, muy apreciable por ser meramente humana, y es la manera desenfada y reveladora con que habla de sí mismo, por ejemplo en una entrevista que le hizo Yolanda Reyes para la Revista  Espantapájaros hace ya casi veinte años: “Soy un imaginador, es mi oficio, un soñador que tropieza con la vida cotidiana, un despistado. Me inquieta el amanecer como a los vampiros, temo a la soledad y el olvido. De pocos amigos y pocas palabras, busco la niebla y los lugares solitarios. Quisiera volar de noche, tocar el saxofón y conocer París con una mujer. Soy piscis y detesto los cumpleaños. Tengo infinidad de gustos: dibujar, escribir cartas, leer historias de amor, coleccionar libros y revistas, el jugo de mandarina, el chocolate con galletas y el ron con Coca Cola, la comida de mar. Me gusta perder el tiempo. Quisiera ser un gato”.
Más tarde, cuando presentó su libro La media perdida, Triunfo Arciniegas dijo de sí mismo:  " me encantan los gatos y los unicornios, los libros y Pink Floyd, Marilyn Monroe, Woody Allen y Flaubert, la lluvia desde la ventana y las tardes de niebla, los barcos de papel y las cometas. Escribo y dibujo historias para niños. Nací en Málaga en el año del gallo, y vivo en una casita de dos pisos de las afueras de Pamplona. La encontrarán porque es amarilla con dos ventanas sin barrotes arriba y otra de hierro abajo, la más bonita de por ahí. La puerta es de madera pintada de marrón, para más señas. No lo olviden. Si escuchan el rumor de la máquina de escribir, que no debe confundirse con el vuelo de los colibríes que bajan a almorzar, aléjense en silencio porque paso a limpio mi próxima historia y, por favor, vuelvan otro día".
Triunfo Arciniegas nació en Málaga, Santander, y allí se terminó su infancia, antes de irse con su familia a Pamplona. Es maestro y ha ejercido como tal, se licenció y se doctoró en literatura en la Universidad Javeriana y ha publicado, no sé, más de 20 libros ilustrados. Dice: “Vengo de los libros, pero no de una familia de intelectuales. Mis abuelos no aprendieron a leer, mis padres no terminaron la educación primaria y fui el primero de la familia que asistió a la universidad. La timidez me hizo solitario y la soledad me hizo escritor”.
Lo interesante aquí es que ese primer oficio, el de maestro de escuela y esa vocación profunda e irrenunciable, la de escritor, lo han conducido a otros menesteres, como montar obras de teatro con niños o a ilustrar sus propios libros. A este propósito, en alguna parte dice Arciniegas que quisiera hacer algún día un libro sin palabras. Desde muy joven, Arciniegas toma fotos y es un magnífico retratista. Hablando de oficios, y dejando bajo sospecha los múltiples talentos laborales de Triunfo Arciniegas, debo añadir que también aprendió el oficio de su padre y que conoce la herrería hasta el punto de no tener azadón de palo.


A su obra escrita y dibujada se han referido personas muy conocedoras del tema. Y creo que han hecho el buen trabajo de fijar los elementos esenciales de sus narraciones, es decir, lo abstracto de su mundo tan concreto. No lo han dicho como lo voy a decir pero es lo mismo: la magia que tiene para sembrar cierta euforia en sus lectores, su mundo sin héroes, su mundo lleno de libros en donde un potro se puede llamar Felisberto Hernández, su mundo con humor. Carlos Sánchez Lozano dedica un excelente ensayo al humor en la obra de Triunfo Arciniegas, Galia Ospina escribe sobre la búsqueda de la felicidad en los personajes de sus narraciones, Carlos José Reyes estudia en un ensayo su ya extensa obra teatral y Margarita Valencia hace un estudio panorámico en donde dice: “¡Felicidad! Ese es el regusto (tan impreciso, tan inexpresable) que le queda al lector después de leer la mayoría de las obras de Triunfo Arciniegas, y que debería ser la única vara de medir la literatura infantil: un estado del ánimo que es más bien un estado de gracia y que no tiene que ver tanto con la alegría de que las cosas resulten como deberían ser, sino con la satisfacción que sentimos al descubrir que las cosas son como son, y así están bien.  Lo cierto es que la escritura de Triunfo no es particularmente alegre. Su tono es más bien melancólico —aunque en su caso el intento de uniformar es un ejercicio crítico inútil, porque lo que prevalece es la sutileza que domina particularmente bien a la hora del humor, siempre matizado, nunca caricaturesco, y que da siempre el toque final a los personajes y las atmósferas. (…). En realidad, Triunfo no nos ahorra (ni a sus lectores ni a sus personajes) ni una sola amargura, pero tampoco nos escatima el contento tonto, el de todos los días. Y puede hacer lo uno y lo otro porque ha trabajado hombro a hombro con sus lectores, ha dominado sus caprichos, ha reído con ellos, y sabe que no debe mentirles, que no puede suavizar, ni acomodar, ni endulzar si quiere que permanezcan a su lado. Por eso en sus historias no hay héroes (…), no hay niños que deban superar pruebas increíbles, (…) no hay amores perfectos (…) y no hay enemigos imbatibles”.

Bogotá, 13 de mayo de 2011

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