martes, 17 de mayo de 2011

Cioran / El último delicado



París, 10 de diciembre de 1976

Querido amigo:

El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus "admiradores", de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.
Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.
Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio "cultural" de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.
Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.
Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schlegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.
Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.

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