Ambrose Bierce
AL OTRO LADO DE LA
PARED
Hace muchos años,
cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía
mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis
negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico,
podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los
compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más
importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien
había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos,
cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa
disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón del
cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata, simple
y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier
como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos,
que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las
cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que,
sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar
nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del
país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado
al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un
poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de
temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud
mental que lo protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus
incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región
conocida y considerada como certeza.
La noche que lo
visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo: una lluvia
incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares
ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El
cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la
playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un
terreno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni
hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal,
parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos,
en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que
tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada.
La apariencia del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio
aumentada por el chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría
a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta
a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había contestado: «No
llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente
iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí
llegar al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la
iluminada estancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se
acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que
me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo,
la idea de su posible inhospitalidad desapareció.
No parecía el mismo.
A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante encorvado. Lo
encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y
pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos,
excepcionalmente grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme
y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y solemne que
estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial durante la
cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que
había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con
una gran sonrisa:
-Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué
decir, al final señalé:
-No, que va, bueno,
no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
-No -dijo-, al ser
una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero, por favor, ten
paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo.
¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su
sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con una
seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme
llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado
que me encontraba por su presagio de muerte.
-Supongo que pasará
mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos útil -observé-, y
para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada
y, como la conversación había tomado un giro desalentador y no sabía qué decir
para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De repente,
en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de un
modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía
del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por
una mano, pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más
bien como una señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una
habitación contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias
de este tipo de comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si
había algo divertido en mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y
observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir, aunque la
recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era desconcertante. Me
levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
-Por favor, vuelve a
sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se
repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
-Lo siento -dije-, es
tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír,
esta vez un poco mecánicamente.
-Es muy gentil de tu
parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es la única
habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin
terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en la pared
de la que provenía el ruido.
-Mira.
Sin saber qué otra
cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de una farola
cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa
que la pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la
ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no
resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de explicaciones
posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me
impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme,
pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación. Había
demostrado que no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no
lo había explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.
-Querido amigo -dije,
me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner en cuestión tu
derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus ideas de
compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre de
negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros
para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes
aún son de carne y hueso.
No fue una alocución
muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción especial hacia
ella.
-Te ruego que no te
vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber escuchado un par de
veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora sé que no eran
ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de lo que te
imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento
toda la historia.
La lluvia volvía a
arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido de vez en cuando
por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante tarde,
pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo
de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
-Hace diez años
-comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de una de las
casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa zona
había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia,
en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el
gusto de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas
la habían afeado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba
un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado
del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión
matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a
la puerta.
»Una mañana, cuando
salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquierda. Era un
caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho sombrero de
paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez
de sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo
sobrenatural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola.
Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado con
anterioridad encontraba su expresión en aquella inigualable imagen viviente,
creada por la mano del Artista Divino. Me impresionó tan profundamente que, sin
pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza, igual que haría un católico
devoto o un protestante de buena familia ante la imagen de la Virgen. A la
doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada con sus
gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa.
Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi
rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza
incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que
debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel
lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la
noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín,
interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes me había
detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.
»A aquella noche de
inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día siguiente,
mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no volví
a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una
mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía
aceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros
una mirada de evidente reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o
coquetería, me sonrojé.
»No te cansaré con
más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces, aunque nunca
le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada por
conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no
resulte claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado,
pero, ¿cómo puede uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio
carácter?
»Yo era lo que
algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados, un
aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella
chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido
citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa
de huéspedes de su tía, una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que
dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficiente como para
casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella
familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros y
estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle.
Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censurables y no me
encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en
estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deberían
ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato
imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de
este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez
que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además,
como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una
relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en
vulgar, y el matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía
yo, podría ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso;
entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?
»El comportamiento
que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi honor, orgullo
y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir, pero me
sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer -y con gran esfuerzo-
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los
encuentros fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que
ella ya se había marchado a sus clases de música, y volvía después de la caída
de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance; daba rienda suelta a
las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual estaba relacionada
con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan clara con
la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo
me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una conversación
desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared
medianera. Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves
en la pared. Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente
para aceptar un rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa
infracción, que de nuevo resultó inútil, por lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde,
mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre el infierno, oí, o
al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y de
un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me
permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres,
una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero
fue suficiente; demasiado, diría yo.
»Aquella locura
continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y siempre
era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en
la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus
contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y
no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y...
Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo
aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue
en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las calles
en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi
ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se
había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la
que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto
del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche
fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me acosté
temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un
poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me
hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír
unos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento
después se repitieron: uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera
vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los recibía. Estaba a punto de
contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis asuntos con una
pícara sugerencia de venganza. Como ella me había ignorado cruelmente durante
mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa
perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto, escuchando y
reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
»A la mañana
siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:
»-Buenos días, señor
Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de
palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo que fuera. No
debió captarlo porque continuó:
-A la chica enferma
de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y ahora...
Casi salto sobre
ella.
»-Y ahora... -grité-,
y ahora ¿qué?
»-Está muerta.
»Pero aún hay algo
más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había despertado de
un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su
último deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que
la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron
a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil
aspiración de intentar restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de
sentimiento entre su inocencia y mi vil monstruosidad, que se empeñaba en
profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo podía reparar
mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas que, en noches como
ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por vientos
caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y
presagios que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
»Esta ha sido su
tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos naturales
el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces
repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal»
de la que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»
Cuando hubo terminado
su relato no encontré nada importante que decir, y preguntar habría sido una
impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de tal forma que
pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento me
dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza
y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
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