Ambrose Bierce
EL CASO DEL
DESFILADERO DE COULTER
-¿Cree usted, coronel, que a su
valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? -preguntó el
general.
No parecía que
pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a
ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El
coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en
tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado
demasiado el valor del capitán Coulter.
-Mi general -replicó,
con entusiasmo-, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte
desde la que alcanzara a esa gente -con un gesto de la mano señaló en dirección
al enemigo.
-Es el único lugar
posible -afirmó el general.
Hablaba en serio,
entonces.
El lugar era una
depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era un paso por el
que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su trayecto
serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar,
aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y
medio a la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas,
aunque ocupada por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada
cumbre como mantenida por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la
artillería. El único lugar utilizable era el fondo del desfiladero, apenas lo
bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los confederados, ese
punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación un poco
más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles
de una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro,
estaba emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante
destacada: la casa de un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante
protegido en su exposición porque la infantería federal había recibido la orden
de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le llamó después, no era un
lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le «agradara
emplazar un cañón».
Tres o cuatro
caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos estaban
ordenadamente colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia
atrás, en la pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de
caballería de la vanguardia federal. Uno era Furriel. El general que comandaba
la división y el coronel en jefe de la brigada, seguidos de su estado mayor y
de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del desfiladero para examinar la
batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente tras unas altas nubes
de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se enmascaraban como
las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca distancia del
sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado
parcialmente. «Es el único lugar -repitió el general con aire pensativo- desde
donde llegar a ellos.»
El coronel le miró
con gravedad.
-Sólo hay espacio
para un cañón, mi general. Uno contra doce.
-Es verdad... para
uno solo cada vez -dijo el comandante de la división esbozando algo parecido a
una sonrisa-. Pero, entonces, su bravo Coulter... tiene una batería en él mismo.
Su tono irónico no
dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir. El espíritu
de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita
desaprobación.
En aquel momento, un
joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el camino,
escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de
veintitrés años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su
caballo con algo del aire de un civil. En su rostro había algo singularmente
distinto a los de los hombres que le rodeaban; era delgado, tenía la nariz
grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un largo, bastante
desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de descuido:
la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo
abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa
blanca, bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella
indolencia sólo afectaba a su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos
grises demostraba un profundo interés hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como
faros el paisaje a derecha e izquierda; después se detenían mucho rato en el
cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más alto del
camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus
jefes de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente
y se dispuso a proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.
-Capitán Coulter
-dijo-, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la colina contigua.
Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón aquí e
inicie el combate.
Hubo un inexpresivo
silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante que ascendía
apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en
espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán
Coulter no había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente
esfuerzo:
-¿En la próxima
colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?
-¡Ah, ya ha recorrido
usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.
-¿Y es...
necesario... abrir fuego? ¿La orden es formal?
Hablaba con voz ronca
y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel estaba sorprendido y
mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio en aquel
rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se
alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta.
El coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al
capitán Coulter cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas
a su clarín, saludó y se dirigió cabalgando en línea recta hacia el
desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino, con los gemelos ante los ojos,
se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo dibujaron una nítida
figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y
desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los
cedros y, en increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de
municiones, cada cual tirado por seis caballos y manejado por su equipo
completo de artilleros, apareció traqueteando y arrasando la cuesta en medio de
un torbellino de polvo. Luego, fue empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre
los caballos, que quedaron muertos. El capitán hizo un ademán con el brazo, los
hombres que cargaban el cañón se movieron con asombrosa agilidad y, casi antes
de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado de escuchar el ruido de
las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con un
ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.
No se pretende aquí
relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible combate,
un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de
desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba
su nube de humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre
los árboles que rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una
detonación múltiple resonó como un eco roto. Desde ese momento hasta el final,
los cañones federales lucharon su batalla sin esperanza, en una atmósfera de
hierro candente cuyos pensamientos eran relámpagos y cuyas hazañas eran la
muerte.
Como no deseaba ver
los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no podía impedir, el
coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos metros
a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas
masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó
los cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los
efectos del fuego de Coulter -si Coulter vivía todavía para dirigirlo. Vio que
los artilleros federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo
podían determinar por el humo, consagraban toda su atención al que continuaba
emplazado en el terreno abierto: el césped de delante de la casa. Alrededor y
por encima de este duro cañón explotaron los obuses a intervalos de pocos
segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se pudo ver por unas
delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se veían claramente
formas de hombres y caballos postrados en el suelo.
-Si nuestros
hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón -dijo el coronel a un
ayudante de campo que estaba cerca- deben estar sufriendo como el demonio el
fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por
la eficacia de su fuego.
Se volvió a su
ayudante mayor y agregó:
-¿Observó usted la
maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?
-Sí, mi coronel.
-Bueno, no hable de
esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe de formular
acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en este
modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.
Un joven oficial se
aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la pendiente. Casi
antes de saludar, exclamó, jadeando:
-Mi coronel, me envía
el coronel Harmon para informarle que los cañones del enemigo se hallan al
alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos puntos de
la colina.
El jefe de brigada le
miró sin demostrar el menor interés.
-Lo sé -respondió,
tranquilamente.
El joven ayudante
estaba visiblemente azorado.
-El coronel Harmon
quisiera autorización para silenciar esos cañones.
-Yo también -replicó
el coronel con en el tono de antes-. Salude de mi parte al coronel Harmon y
dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería no abra
fuego.
El ayudante saludó y
se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media vuelta para
continuar mirando los cañones del enemigo.
-Coronel -dijo el
ayudante mayor-, no sé si debería decir nada, pero hay algo extraño en todo
esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?
-No. ¿Lo era, de
verdad?
-Oí que el verano
pasado, la división que el general comandaba entonces se encontraba en las
cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas y...
-¡Escuche! -le
interrumpió el coronel levantando la mano-. ¿Oye usted eso?
Eso era el silencio
del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de infantería
situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en
la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes
esporádicas procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un
clarín y el ruido débil de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas
detonaciones comenzaron con redoblada actividad. El cañón destruido había sido
reemplazado por otro, intacto.
-Sí -dijo el ayudante
mayor, continuando su historia-, el general conoció a la familia Coulter. Hubo
problemas, ignoro de qué naturaleza... Algo que concernía a la esposa de
Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto
Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general
del ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división.
Resulta extraño que después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a
ella.
El coronel se había
levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de generosa
indignación.
-Dígame, Morrison
-dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor directamente a la cara-,
¿le contó esa historia un caballero o un embustero?
-No quiero revelar
cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso -enrojeció ligeramente-,
pero apuesto mi vida a que es verdad.
El coronel se giró
hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.
-¡Teniente Williams!
-gritó.
Uno de los oficiales
se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:
-Discúlpeme, mi
coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto abajo, al pie del
cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?
El teniente Williams
era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial que comandaba
la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.
-Vaya -dijo el
coronel- y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No... Iré yo mismo.
Bajó a todo correr la
cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero, franqueando rocas y
malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso desorden. Cuando
llegaron al pie de la cuesta, montaron Sus caballos, que los esperaban,
enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron
en el desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí era espeluznante!
En aquel desfiladero,
apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían amontonado los restos
de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de sólo el
último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo
rápidamente por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los
hombres habían logrado mantener un espacio libre en el medio en el que la
quinta pieza estaba ahora haciendo fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del
infierno! Todos sin gorra, todos desnudos hasta la cintura, su piel, humeante,
negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de sangre. Todos trabajaban
como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas y el gancho de
disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus hombros
tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón en
su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y
explosiones de obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de
las astillas que volaban por todas partes, no se hubiera oído ninguna orden.
Los oficiales, si es que quedaban oficiales, no se distinguían de los soldados.
Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba, dirigido por miradas.
Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado, se apuntaba
y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera
militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un
momento en que faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado
la esponja en un charco de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún
conflicto en todo aquel trabajo. El deber del instante era obvio. Cuando un
hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía surgir de la tierra en lugar
del muerto, para caer a su vez.
Con los cañones
deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los restos, por
encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante
procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de
moverse. El coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la
derecha, hubo de pasar con su caballo por encima de los que estaban
definitivamente muertos para no aplastar a aquellos que todavía conservaban un
resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad en medio de aquel infierno,
se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última descarga, golpeó en
la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo que había
muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar su
puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal;
los dientes le brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y
desorbitados, ardían como brasas bajo las cejas ensangrentadas. El coronel hizo
un ademán autoritario señalándole la parte de atrás. El demonio se inclinó, en
señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
Simultáneamente a la
señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo de batalla. La
procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el
enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde
hacía horas; el comandante de la retaguardia, que había mantenido
arriesgadamente su posición con la esperanza de silenciar el cañón federal,
también había hecho callar sus piezas en aquel extraño minuto.
-No era consciente
del alcance de mi autoridad -dijo el coronel sin dirigirse a nadie, mientras
cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.
Una hora más tarde,
su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados examinaban con
respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los cuerpos
de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones
inservibles. Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y
desgarrados hubieran satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el
coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación. Aunque
bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles
estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en
algunas partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios
para la ropa femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos
inquilinos de una noche se instalaron como en su casa, y la virtual
aniquilación de la batería de Coulter les brindó un animado tema de
conversación.
Durante la cena, un
asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y pidió permiso
para hablar con el coronel.
-¿Qué ocurre,
Barbour? -preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado sus palabras.
-Mi coronel, en el
sótano pasa algo raro. No sé qué... creo que hay alguien allí. Yo había bajado
a registrar.
-Bajaré a ver -dijo
un oficial del estado mayor, levantándose.
-Yo también -repuso
el coronel-. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.
Tomaron un candelero
de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente temblaba
visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras
avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el
suelo contra la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía
las rodillas en alto y la cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera
debido verse de perfil, permanecía invisible porque el hombre estaba tan
inclinado hacia delante que su largo cabello lo ocultaba. Y, de un modo
extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una gran masa enredada
y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron involuntariamente.
Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del asistente,
se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la
cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un
bebé muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba
contra su pecho, contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A
medio metro, cerca de una depresión irregular de la tierra fresca que formaba
el suelo del sótano -una excavación reciente, con un pedazo convexo de hierro y
los bordes arqueados visibles en uno de los lados-, se veía el pie de un niño.
El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El piso del cuarto de arriba
se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando en todas
direcciones.
-Esta casamata no es
a prueba de bombas -dijo el coronel gravemente. No se le ocurrió que su resumen
del asunto guardaba cierta frivolidad.
Permanecieron un
momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del estado mayor
pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un
tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían
creído muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la
piel negra como el carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por
irregulares líneas blancas. Los labios también eran blancos, como los de un
negro de teatro. Tenía sangre en la frente.
El oficial del estado
mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.
-¿Qué hace usted
aquí, amigo? -preguntó el coronel, inmutable.
-Esta casa me
pertenece, señor -fue la réplica, deliberadamente cortés.
-¿Le pertenece? ¡Ah,
entiendo! ¿Y éstos?
-Mi mujer y mi hija.
Soy el capitán Coulter.
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