Ambrose Bierce
EL AMO DE MOXON
-¿Lo dices en
serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?
No obtuve respuesta
inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego del hogar,
revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención
estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él
un hábito creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes
preguntas. Su aire era, no obstante, más de preocupación que de deliberación:
se podía haber dicho que "tenía algo que le daba vueltas en la
cabeza".
-¿Qué es una
"máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí tienes
la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u
organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se
produce un efecto deseado". Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y
debes admitir que él piensa... o piensa que piensa.
-Si no quieres
responder mi pregunta -dije irritado -¿por qué no lo dices?... eso no es más
que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me
refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.
-Cuando no lo
controla a él -dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia afuera por la
ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento más
tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
-Discúlpame, no
deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano como un testimonio
inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar una
respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que
está realizando.
Esa era una respuesta
suficientemente directa, por cierto. No completamente placentera, pues tendía a
confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al estudio y al
trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra
fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado
su mente? La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo
hubiera pensado en forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones
otorgados a la juventud no está excluida la ignorancia. Excitado por el gran
estímulo de la discusión, dije:
-¿Y con qué discurre
y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que
llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus técnicas
favoritas, ya que a su vez me preguntó:
-¿Con qué piensa una
planta... en ausencia de cerebro?
-¡Ah, las plantas
pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer algunas de sus
conclusiones; puedes omitir las premisas.
-Quizá -contestó,
aparentemente poco afectado por mi ironía- puedas inferir sus convicciones de
sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas flores
insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la
abeja que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes
distantes. Pero observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera.
Cuando asomaba muy poco a la superficie planté una estaca a un metro de
distancia. La enredadera fue en su busca de inmediato, pero cuando estaba por
alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta centímetros. La enredadera
alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra vez fue por la
estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como descorazonada,
abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se
dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del
eucalipto se prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy
conocido cuenta que una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió
por él hasta encontrar una rotura, donde la sección del caño había sido quitada
para dejar lugar a una pared de piedra construida a través de su curso. La raíz
dejó el desagüe y siguió la pared hasta encontrar una abertura donde una piedra
se había desprendido. Reptó a través de ella y siguió por el otro lado de la
pared retornando al desagüe, penetrando en la parte inexplorada y reanudando su
viaje.
-¿Y a qué viene todo
esto?
-¿No comprendes su
significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que piensan.
-Aun así... ¿qué
entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas. Suelen estar
compuestas en parte de madera -madera que no tiene ya vitalidad- o sólo de
metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
-¿Cómo puedes
entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?
-No lo explico.
-Porque no puedes
hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la cooperación inteligente
entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los soldados forman
fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos salvajes en
vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de un
mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas
matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas
y hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado
un nombre que disimule tu heroica irracionalidad.
Moxon estaba hablando
con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una pausa escuché en el
cuarto adyacente que conocía como su "taller mecánico", al que nadie
salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa
con la mano abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se
levantó corriendo hacia donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien
más estuviera allí, y el interés en mi amigo -duplicado por un toque de
curiosidad injustificada- me hizo escuchar atentamente, y creo, soy feliz de
decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos confusos como de lucha o
forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y un susurro ronco
que exclamó:
-¡Maldito seas!
Luego todo volvió al
silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una semisonrisa de
disculpa:
-Perdóname por
dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había perdido la
calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre
su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas con rastros de
sangre y dije:
-¿Cómo hace para
cortarse las uñas?
Podía haberme
guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la silla que
había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera
sucedido.
-Sin duda no tienes
que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a un hombre de tu
cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es vida,
sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia
inerte; todo está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo
lo sensible a las mismas fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo
superior y a lo inferior reside en organismos tan superiores como puedan ser
inducidos a entrar en relación, como los de un hombre cuando está modelado por
un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su inteligencia y propósitos... en
proporción a la complejidad de la máquina resultante y de como ésta trabaje.
"¿Recuerdas la
definición de 'vida' de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe de
haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido
incapaz de pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada.
Me parece no sólo la mejor definición sino la única posible.
"Vida -dijo- es
una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos, en
correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'".
-Eso define al
fenómeno -dije- pero no indica su causa.
-Eso -replicó- es
todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills señala, no sabemos
nada de la causa excepto como antecedente... nada, en efecto, salvo un
consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles:
al primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya
visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y
perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.
"Ah, creo que me desvío de la
cuestión principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar
es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la
actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la
maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período
activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de
inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente
cierto".
Moxon quedó silencioso y la pausa
se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de
manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme,
pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada,
totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni
siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el
taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas
intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré
fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.
-Moxon -indagué - ¿quién está ahí
dentro?
Al ver que se echaba a reír, me
sorprendí lo indecible.
-Nadie -repuso, serenándose-. El
incidente que te inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en
funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me
entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes,
por ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
-Oh, ya vuelve a salirse por la
tangente -le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo-. Buenas noches,
Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por equivocación lleve
guantes la próxima vez que intentes pararla.
Sin querer observar el efecto de
mi indirecta, me marché de la casa.
Llovía aún, y las tinieblas eran
muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única
claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que
correspondía precisamente a su taller.
Pensé que mi amigo habría
reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran
en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se
hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con
su destino.
Sí, casi me convencí de que sus
ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso
con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: "La
Conciencia es hija del Ritmo". Y cada vez hallaba en ella un significado
más profundo y una nueva sugerencia.
Sin duda alguna, constituían una
base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del
ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el
movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado,
el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella
trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la
tortuosa senda de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mí, y
las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto
tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la
que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en
medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina "la infinita
variedad y excitación del pensamiento filosófico".
Aquel conocimiento adquiría para
mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si
unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire.
Cediendo al impulso de conseguir
más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y
poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.
Estaba empapado por
la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me impedía encontrar el llamador
e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando, subí las escaleras
que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo estaba
oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto
contiguo... el "taller mecánico". Me deslicé a lo largo de la pared
hasta encontrar la puerta de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces,
pero no obtuve respuesta, lo que atribuí al ruido exterior, pues el viento
estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de lluvia contra las delgadas
paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto sin
revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller
mecánico... en realidad se me había negado la entrada como a todos los demás,
excepto una persona, un diestro operario en metales de quien no sabía nada,
excepto que su nombre era Haley y su hábito el silencio. Pero en mi exaltación
espiritual olvidé la discreción y los buenos modales y abrí la puerta. Lo que
vi expulsó con rapidez todas las especulaciones filosóficas.
Moxon estaba sentado
de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un candelero, que era toda
la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí, estaba
sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de
ajedrez; los hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las
pocas piezas que permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por
concluir. Moxon estaba totalmente interesado... no tanto, eso me pareció, en el
juego sino en su antagonista, sobre el cual había fijado de tal manera la vista
que, parado donde estaba, en la línea directa de su visión, permanecía sin
embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus ojos brillaban
como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente, no
tuve interés en ver su cara.
Aparentemente no
tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que recordaban al
gorila... ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza cuadrada con
una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del mismo
color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento -aparentemente un
cajón- sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El
brazo izquierdo parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano
derecha, que parecía desproporcionadamente grande.
Yo había retrocedido
un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en las sombras. Si
Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera visto
otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la
sensación -no sé cómo llegó a mí- de que estaba presenciando una tragedia
inminente y que podía ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve
una rebelión consciente contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.
El juego fue rápido.
Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y, para mi ojo
inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al
hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su
antagonista, igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento,
uniforme, mecánico y, pensé, casi teatral movimiento del brazo, que era una
dolorosa prueba para mi paciencia. Había algo aterrador en todo eso, y comencé
a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y aterido.
Dos o tres veces
después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la cabeza, y cada
vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la idea de
que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina... un jugador de ajedrez
autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un
mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido.
¿Así que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas
era sólo un mero preludio para la exhibición eventual de este artefacto... un
truco para intensificar el efecto de su acción mecánica sobre mi ignorancia de
su existencia?
Buen fin éste para
mis transportes intelectuales... ¡la infinita variedad y excitación del
pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió
algo que atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de
la criatura, como si estuviera irritada: tan natural era -tan enteramente
humano- que mi nueva visión del asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente
esto, un momento más tarde golpeó la mesa abruptamente con su puño. Este gesto
pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó la silla un poco hacia atrás,
como alarmado.
En ese momento Moxon,
que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó sobre una de sus
piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando "jaque mate". Se
puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció
inmóvil en su lugar.
El viento había
cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el retumbar
cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un
débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más
fuerte y nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco
rumor de ruedas girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que
había escapado a la acción represiva y reguladora de su mecanismo de control...
como si un retén se hubiera zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera
tenido tiempo para esbozar otras conjeturas sobre su origen mi atención se vio
atrapada por un movimiento extraño del autómata. Una convulsión débil pero continua
pareció haberse posesionado de él. El cuerpo y la cabeza se sacudían como si
fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el movimiento fue aumentando a
cada instante hasta que la figura entera se agitó con violencia. Saltó
súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil
seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos
extendidos por completo... la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon
trató de retroceder fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi
las horribles manos de la criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos
aferradas a las muñecas metálicas. Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al
piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el ruido de lucha era espantosamente
nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos, chirriantes sonidos emitidos
por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado por el infernal
alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar
rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un
enceguecedor resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida
imagen de los combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las
garras de esas manos de hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos
desorbitados, la boca totalmente abierta y la lengua afuera; mientras que
-¡horrible contraste!- una expresión de tranquilidad y profunda meditación
aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera solucionando un
problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y silencio.
Tres días más tarde
recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la trágica noche
volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial de
Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.
-Cuéntemelo todo
-logré decir con voz débil-, todo lo que ocurrió.
-En realidad -dijo-
ha estado inconsciente desde el incendio de la casa... de Moxon. Nadie sabe qué
hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen del fuego
también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.
-¿Y Moxon?
-Ayer lo
enterraron... lo que quedaba de él.
Aparentemente esta
persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía estas
horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un
momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:
-¿Quién me rescató?
-Bueno, si eso le
interesa... yo lo hice.
-Muchas gracias,
señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado también al
encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó
a su inventor?
El hombre permaneció
en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza y dijo
gravemente:
-¿Usted lo sabe todo?
-Sí -repliqué-, vi cómo estrangulaba a Moxon.
Eso fue hace muchos
años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría mucho menos
seguro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario