Richard Matheson
LOS HIJOS DE NOÉ
Habían
acabado de dar las tres de la madrugada cuando Mr. Ketchum pasó en su automóvil
junto al letrero que indicaba Zachry: pob. 67. Soltó un gruñido. Otro de esos
pueblos de la interminable costa de Maine. Durante un segundo cerró los ojos
con fuerza; los abrió de nuevo y apretó el acelerador. El Ford avanzó raudo.
Quizá, con suerte, pronto llegaría a un motel decente. Aunque no era muy
probable que encontrara alguno en Zachry: pob. 67. Mr. Ketchum agitó su
corpulento cuerpo en el asiento y estiró las piernas. Habían sido unas
vacaciones tristes. Recorrer la belleza histórica de Nueva Inglaterra, en
comunión con la naturaleza y la nostalgia, era lo que había planeado. Pero en
lugar de eso, sólo había encontrado aburrimiento, cansancio y precios elevados.
Mr.
Ketchum no se sentía contento. La pequeña población parecía dormida mientras él
atravesaba la calle principal. El único ruido era el del motor de su coche; la
única panorámica la de las luces de los faros esparciéndose delante de él e
iluminando otra señal: Velocidad máxima: 25.
-De
acuerdo, de acuerdo -murmuró malhumorado mientras apretaba el acelerador.
Las
tres de la madrugada y las autoridades locales esperaban que se arrastrara por
su asquerosa aldea. Mr. Ketchum contempló los edificios oscuros que pasaban
raudos tras las ventanillas de su coche. «Adiós, Zachry -pensó-. Adiós para
siempre, pob. 67»
Entonces
un vehículo apareció en el espejo retrovisor, como a una media manzana a su
espalda, un sedán con una luz roja que giraba en su techo. Sabía qué tipo de
coche era. Su pie dejó de presionar el acelerador y sintió que el corazón
comenzaba a latirle más rápidamente. ¿Tendría la suerte de que no hubieran
detectado la velocidad excesiva que llevaba?
La
pregunta le fue respondida cuando el coche oscuro se colocó paralelo al Ford y
un hombre con un gran sombrero se asomó por la ventanilla delantera.
-¡Deténgase
junto a la acera! -gritó.
Tragando
saliva, Mr. Ketchum acercó su vehículo al bordillo. Frenó, puso el punto muerto
y esperó. El coche de policía se aproximó a la acera ¡y se paró! La puerta
delantera se abrió.
El
resplandor de los faros de Mr. Ketchum perfilaba la oscura figura que se
acercaba. Puso rápidamente las luces cortas. Tragó saliva de nuevo. Tres de la
madrugada, en medio de ninguna parte, y un policía quisquilloso te detiene por
exceso de velocidad. Mr. Ketchum rechinó los dientes y esperó.
El
hombre de uniforme oscuro y sombrero de ala ancha se inclinó sobre la
ventanilla:
-Carné
de conducir.
Mr.
Ketchum deslizó una mano temblorosa en el bolsillo interior de su chaqueta y
sacó su cartera.
Buscó
el permiso de conducir y se lo entregó, observando la falta de expresión en la
cara del policía. Permaneció allí sentado, en silencio, mientras el agente
sostenía una linterna sobre la documentación.
-De
Nueva jersey.
-Sí,
eso..., así es -repuso Mr. Ketchum.
El
policía continuó escudriñando el permiso. Mr. Ketchum se agitó nervioso en el
asiento y apretó los labios.
-No ha
caducado -dijo finalmente.
Vio que
el policía alzaba la oscura cabeza. Después, dio un respingo cuando el estrecho
círculo de la linterna le cegó. Giró la cabeza a un lado.
La luz
desapareció. Mr. Ketchum parpadeó con los ojos llorosos.
-¿Es
que en Nueva jersey no suelen fijarse en las señales de tráfico? -preguntó el
agente.
-Bueno,
yo... ¿Se refiere usted al letrero que dice población 67?
-No, no
me refiero a esa señal -dijo el policía.
-Ah.-Mr.
Ketchum se aclaró la garganta-. Bueno, es el único indicador que he visto
-explicó.
-En ese
caso, es usted un mal conductor.
-Bueno,
yo...
-La
señal dice que la velocidad está limitada a cuarenta kilómetros por hora. Usted
circulaba a cincuenta.
-Oh,
yo... creo que no la vi.
-La
velocidad máxima es de cuarenta kilómetros por hora, vea usted la señal o no.
-Bueno...
a esta hora de la madrugada...
-¿Es
que ha visto usted algún horario en la señal? -preguntó el policía.
-No,
claro está que no. Quiero decir, que no he visto ninguna señal.
-¿No la
vio usted?
Mr.
Ketchum sintió que se le erizaban los pelillos de la nuca.
-Bueno,
bueno -comenzó débilmente, y después se calló y se quedó mirando al policía-.
¿Puede usted devolverme el permiso? -preguntó, ante el silencio del policía.
El
agente continuó sin hablar. Estaba de pie, inmóvil.
-¿Puedo...?
-comenzó Mr. Ketchum.
-Siga
nuestro coche -ordenó el representante de la ley, y se alejó a grandes pasos.
Mr.
Ketchum se quedó mirándolo, confuso. Estuvo a punto de gritar: ¡Eh, espere! El
agente ni siquiera le había devuelto el permiso de conducir. Mr. Ketchum sintió
un retortijón en el estómago.
-¿Qué
es todo esto? -murmuró mientras contemplaba al policía meterse en su vehículo.
El
coche policial arrancó, haciendo girar nuevamente la luz del techo.
Mr.
Ketchum lo siguió.
-Esto
es ridículo -dijo en voz alta.
No
tenían ningún derecho a hacer esto. ¿Estaban acaso en la Edad Media? Sus
gruesos labios se apretaron formando una línea recta mientras seguía al coche
patrulla por la calle principal.
Dos
manzanas más allá, aquél giró. Mr. Ketchum vio que la luz de sus faros iluminaba
el cristal de una tienda. Hand's
Groceries, decían unas letras desgastadas por el tiempo.
En la
calle no había farolas. Era como conducir por un paisaje entintado. Delante de
él no había más que los tres ojos rojos de las luces de posición del coche policial
y el foco superior de luz. Más allá, la impenetrable oscuridad. «El final de un
día perfecto -pensó Mr. Ketchum-; detenido por exceso de velocidad en Zachry,
Maine.» Sacudió la cabeza y suspiró. ¿Por qué no había pasado sus vacaciones en
Newark? Habría podido dormir hasta tarde, ir a espectáculos, comer, ver la
televisión.
El
coche patrulla giró hacia la derecha en la siguiente esquina; y una manzana
después volvió a girar, esta vez a la izquierda, y se detuvo. Mr. Ketchum
aparcó detrás mientras el otro vehículo apagaba sus luces. Esto no tenía ningún
sentido. Era un melodrama barato. Podían haberle multado en la calle principal.
¡Esos pueblerinos! Humillar a alguien de una gran ciudad les producía la
sensación de una justa venganza.
Mr.
Ketchum esperó. Bueno, no iba a discutir. Pagaría su multa sin protestar y se
marcharía. Estiró el freno de mano. De pronto, frunció el ceño dándose cuenta
de que podían multarle en la cantidad que quisieran. ¡Podían hacerle pagar
quinientos dólares si les venía en gana! El corpulento conductor había oído
contar historias sobre la policía de las pequeñas poblaciones, y la estricta
autoridad que ejerce. Se aclaró la garganta. «Bueno, esto es absurdo -pensó-.
¿Por qué pienso así?»
El
policía abrió la puerta del coche.
-Salga
-dijo.
No
había luz alguna en la calle ni en ningún edificio. Mr. Ketchum tragó saliva.
Todo lo que podía ver era la negra figura que le conminaba.
-¿Es
esto la... la comisaría? -preguntó.
-Apague
las luces y acompáñeme -dijo el agente.
Mr.
Ketchum hizo lo que se le ordenaba y salió. El policía cerró de un portazo.
Hizo un ruido fuerte, con ecos; como si se hallasen dentro de un almacén a
oscuras en lugar de en una calle. Mr. Ketchum miró arriba. La ilusión era
completa. No había estrellas ni luna. El cielo y la tierra se unían en la
negrura.
Los
dedos acerados del representante de la ley le asieron por el brazo. Por un
momento Mr. Ketchum perdió el equilibrio; después se recuperó y, con rápidas
zancadas, siguió la alta figura del policía.
-Está
oscuro -se oyó decir con una voz irreconocible.
El
hombre que le había ordenado seguirle no respondió.
El
compañero adaptó su paso al de ellos, y se colocó al otro lado de Mr. Ketchum,
quien se dijo: estos malditos nazis pueblerinos van a hacer todo lo posible
para intimidarme. Bueno, pues no se saldrán con la suya.
Mr.
Ketchum aspiró una bocanada de aire húmedo, con olores marinos, y después lo
soltó lentamente. Un pueblo que se está derrumbando, con sesenta y siete
personas, y tiene dos policías patrullando por las calles a las tres de la
madrugada. Ridículo.
Casi
tropezó con el escalón cuando llegaron a él. El agente que estaba a su
izquierda le cogió por el codo.
-Gracias
-murmuró automáticamente Mr. Ketchum.
El
policía no respondió. Mr. Ketchum se humedeció los labios. «Un patán cordial»,
pensó, y consiguió sonreír para sí. Vaya, eso estaba mejor. No servía de nada
dejar que aquello le afectase.
Parpadeó
al abrirse la puerta de golpe y, a su pesar, sintió que su cuerpo se estremecía
de alivio. Era una comisaría, sí señor. Allí estaban el escritorio, detrás del
mostrador, un tablón de anuncios, una estufa panzuda, negra, sin encender, un
banco con marcas junto a la pared; una puerta y el suelo cubierto con un
linóleo mugriento y roto que en otro tiempo había sido verde.
-Siéntese
y espere -dijo el primer policía.
Mr.
Ketchum observó aquel rostro flaco, anguloso, de piel morena. En sus ojos no
sabía distinguir el iris de la pupila: todo era oscuridad. Llevaba un uniforme
también oscuro, demasiado grande para él.
Mr. Ketchum
no tuvo tiempo de mirar al otro policía porque ambos se metieron en la
habitación contigua. Se quedó de pie, contemplando por un momento la puerta
cerrada. ¿Debería marcharse, huir en el coche? No, tenían su dirección en el
permiso. Pero, quizá, ellos querían que él intentara irse. Uno nunca sabe qué
hay en las mentes retorcidas de estos policías de pueblos pequeños. Incluso
podrían... dispararle si intentaba evadirse.
Mr.
Ketchum se sentó pesadamente en el banco. No; estaba permitiendo que su imaginación
se desbocara. Esto no era más que un pequeño pueblo en la costa de Maine, y
simplemente iban a ponerle una multa por... Bueno, ¿y por qué no le multaban de
una vez? ¿Qué tipo de comedia estaban representando? El hombre corpulento
apretó los labios. Muy bien, que hagan el teatro que quieran. De todos modos,
esto era mejor que estar conduciendo. Cerró los ojos. «Descansaré un poco»,
pensó.
Al cabo
de unos momentos los abrió de nuevo. Todo estaba condenadamente silencioso.
Miró a su alrededor, observando la habitación mal iluminada. Las paredes se
hallaban sucias y desnudas, excepto por un reloj y por un cuadro que colgaba
detrás del escritorio. Era una pintura -probablemente una reproducción- de un
hombre barbudo, que llevaba una gorra de marinero. Sería uno de los antiguos
habitantes de Zachry. No, quizá no era ni eso. Debía de tratarse de una
litografía vulgar: Marinero con barba.
Mr. Ketchum rezongó para sí. No llegaba a
comprender por qué había en una comisaría una reproducción como aquella.
Excepto, naturalmente, que Zachry estaba junto al Atlántico y cabía pensar que
su fuente principal de ingresos proviniera de la pesca. Después de todo, ¿qué
importaba?
Mr.
Ketchum bajó la mirada.
Desde
la habitación contigua llegaban las voces ahogadas de los dos policías. Intentó
oír lo que decían, pero no pudo. Contempló furioso la puerta cerrada. «Vamos,
¿queréis venir de una vez?», pensó. Volvió a mirar el reloj. Las tres y
veintidós minutos. Comprobó la hora en su reloj de pulsera. Casi exacto. La
puerta se abrió y los dos policías aparecieron.
Uno de
ellos se marchó. El otro, que era el que le había quitado el permiso de
conducir, se acercó al escritorio y encendió la lámpara que había encima;
extrajo un gran libro del cajón superior y comenzó a escribir en él. «¡Por
fin!», pensó Mr. Ketchum.
Pasó un
minuto.
-Yo...
-Mr. Ketchum se aclaró la garganta-. Por favor...
Su voz
se quebró cuando la fría mirada del policía se alzó del libro y se posó en él.
-Está
usted... es decir, ¿van a... multarme ahora?
El
agente volvió a ocuparse del libro de registro.
-Espere
-dijo.
-Pero
son más de las tres de la maña... -Mr. Ketchum se interrumpió, intentando
parecer fríamente beligerante-. Muy bien -dijo con sequedad-. ¿Quiere usted
tener la amabilidad de decirme cuánto tiempo tardaremos?
El
policía continuó escribiendo. Mr. Ketchum permanecía allí sentado, mirándole
rígidamente. «Inaguantable», pensó. Ésta sería la maldita última vez que se
acercara a menos de doscientos kilómetros de aquella maldita Nueva Inglaterra.
-¿Casado?
-preguntó.
Mr.
Ketchum se quedó mirándole.
-¿Está
usted casado?
-No.
Yo... está en el permiso -balbuceó Mr. Ketchum. Sintió un escalofrío de placer
ante aquella respuesta, y al mismo tiempo la punzada de un extraño temor por
replicar al hombre.
-¿Familia
en Jersey? -preguntó el policía.
-Sí.
Quiero decir, no. Sólo una hermana en Wiscons...
Mr.
Ketchum no acabó la palabra. Observó cómo el policía lo anotaba. Deseaba poder
librarse de aquella extraña inquietud.
-¿Trabajo?
-preguntó el interrogador.
Mr.
Ketchum tragó saliva.
-Bueno
-dijo-, no... no tengo ningún empleo parti...
-Sin
empleo -dijo el policía.
-De
ninguna manera; ¡de ninguna manera! -protestó Mr. Ketchum muy tieso-. Soy...,
soy vendedor independiente. Compro partidas y lotes de...
Su voz
se desvaneció mientras el policía le miraba.
Mr.
Ketchum tragó saliva tres veces; pero el nudo seguía allí. Se dio cuenta de que
estaba sentado en el borde mismo del banco, como dispuesto a saltar para
defender su vida. Se obligó a apoyarse en el respaldo. Respiró hondo.
«Relájate», se dijo. Deliberadamente, cerró los ojos. Así. Echaría una
cabezadita. «Mejor sacarle a aquello todo el provecho posible», pensó.
La
habitación estaba silenciosa salvo por el débil y resonante tic-tac del reloj.
Mr.
Ketchum sintió que su corazón latía despacio, con pesadez. Movió su pesado
cuerpo, incómodo, en el duro banco. «Ridículo», pensó.
Mr.
Ketchum abrió los ojos y frunció el ceño. Aquel maldito cuadro. Le parecía que
el marinero barbudo le estaba mirando.
Casi...
-¡Oh!
Mr.
Ketchum cerró la boca de golpe, abrió repentinamente los ojos, centelleantes
sus iris. Se inclinó hacia delante en el banco, y después se echó hacia atrás.
Un
hombre de cara morena estaba inclinado encima de él, con una mano en su hombro.
-¿Qué?
-preguntó Mr. Ketchum, palpitándole con fuerza el corazón.
El
hombre sonrió.
-Comisario
Shipley -se presentó-. ¿Quiere usted venir a mí despacho?
-¡Qué!
-volvió a exclamar Mr. Ketchum-. Sí, sí.
Se
incorporó, haciendo una mueca ante la rigidez de los músculos de su espalda. El
hombre dio unos pasos hacia atrás y Mr. Ketchum se levantó con un gruñido,
dirigiendo automáticamente los ojos hacia el reloj de pared. Pasaban algunos
minutos de las cuatro.
-Oiga
-dijo, todavía no lo bastante despierto para sentirse intimidado-. ¿Por qué no
pago mi multa y me voy?
La
sonrisa del comisario no tenía calor alguno.
-Aquí,
en Zachry, hacemos las cosas algo diferentes -dijo.
Entraron
en una pequeña oficina que olía a moho.
-Siéntese
-ordenó el hombre, dando la vuelta a su escritorio, mientras Mr. Ketchum se
sentaba en una silla de respaldo recto, que crujió.
-No
comprendo por qué no pago mi multa y me marcho.
-A su
debido tiempo -dijo el comisario Shipley.
-Pero...
Mr.
Ketchum se interrumpió.
La
sonrisa que veía daba la impresión de no ser sino una velada advertencia
diplomática. Rechinando los dientes, el hombre corpulento se aclaró la garganta
y esperó, mientras el comisario miraba un trozo de papel que tenía sobre la
mesa. Observó qué mal le sentaba el traje a aquel comisario. «Patanes -pensó el
hombre corpulento-, ni siquiera saben vestirse.»
-Veo
que no está usted casado.
Mr.
Ketchum no respondió. Que se traguen un poco de su propia medicina de silencio,
decidió.
-¿Tiene
usted amigos en Maine? -preguntó el comisario.
-¿Por
qué?
-Preguntas
de rutina solamente, Mr. Ketchum -respondió-. ¿Su única familia es esa hermana
en Wisconsin? Mr. Ketchum le miró sin responder. ¿Qué tenía que ver todo
aquello con una infracción de tráfico?
-¿Señor?
-preguntó el comisario.
-Ya se
lo he dicho; es decir, ya se lo he dicho al agente. No veo...
-¿Está
aquí por negocios?
Mr.
Ketchum abrió la boca con sorpresa.
-¿A qué
vienen todas estas preguntas?
«¡Deja
de temblar!», se ordenó furiosamente.
-Rutina.
¿Está usted aquí por negocios?
-Estoy
de vacaciones. ¡Y no comprendo nada de nada! Hasta ahora he sido paciente;
pero, ¡maldita sea, exijo que se me multe y se me permita marchar!
-Temo
que eso es imposible -dijo el comisario.
Mr.
Ketchum quedó boquiabierto. Era como despertar de una pesadilla y descubrir que
el sueño todavía continuaba.
-Yo...
no lo entiendo -dijo.
-Tendrá
usted que presentarse ante el juez.
-Pero
eso es ridículo.
-¿Ridículo?
-Sí, lo
es. Soy ciudadano de Estados Unidos. Reclamo mis derechos.
La
sonrisa del comisario Shipley desapareció.
-Usted
limitó esos derechos al infringir la ley -dijo-. Y ahora tendrá que pagar por
ello tal como nosotros lo dictaminemos. Mr. Ketchum se quedó mirando al hombre
sin comprender. Se dio cuenta de que estaba completamente en manos de ellos.
Podían imponerle la multa que quisieran o retenerlo indefinidamente en la
cárcel. Todas aquellas preguntas; no sabía por qué se las habían hecho, pero
sabía que sus respuestas lo presentaban como un hombre casi desarraigado, sin
nadie que se preocupara de si vivía o...
La
habitación pareció balancearse. Un sudor frío enfrió su cuerpo.
-Tendrá
que pasar usted la noche en la cárcel -dijo el comisario-. Por la mañana verá
al juez.
-¡Pero
esto es ridículo! -estalló Mr. Ketchum-. ¡Ridículo!
Se
controló.
-Tengo
derecho a hacer una llamada telefónica -dijo de pronto-. Puedo hacer una
llamada. Estoy en mi derecho.
-Lo
sería -le informó el comisario Shipley-, si hubiera servicio telefónico en
Zachry.
Cuando
le llevaron a su celda, vio una pintura en la pared. Era del mismo marinero con
barba. Mr. Ketchum no observó si los ojos le seguían o no.
Mr.
Ketchum se agitó. En su rostro aturdido por el sueño apareció una expresión
confusa.
Percibió
un ruido metálico detrás de él; se incorporó apoyándose en un codo. Un policía
entró en la celda y dejó una bandeja tapada.
-El desayuno
-dijo.
Era más
viejo que los otros policías, incluso más viejo que el comisario. Tenía el
cabello gris acerado, y su rostro pulcramente afeitado presentaba arrugas
alrededor de la boca y los ojos. El uniforme le sentaba muy mal.
Mientras
el policía comenzaba a cerrar la puerta, Mr. Ketchum le preguntó:
-¿Cuándo
veré al juez?
El
policía se quedó mirándolo un momento.
-No lo
sé -respondió y se giró.
-¡Espere!
-gritó Mr. Ketchum.
Los
pasos que se alejaban resonaron con ecos sobre el suelo de cemento. Mr. Ketchum
seguía mirando el lugar donde había estado el policía. De su mente se iban
despejando las sombras del sueño.
Se
sentó, se frotó los ojos con los dedos entumecidos y alzó la muñeca. Las nueve
y siete minutos. El hombre corpulento hizo una mueca. ¡Por Dios, que iban a
escucharle! Se agitaron las aletas de su nariz. Olfateó. Iba a coger la
bandeja; pero retiró la mano.
-No
-murmuró. No cogería su maldita comida. Permaneció sentado, hierático, doblado
por la cintura, mirando con furia sus pies cubiertos con calcetines.
Su
estómago le hacía ruiditos indicativos.
-Bueno
-murmuró después de un minuto.
Tragando
saliva, alargó la mano y alzó la tapadera de la bandeja.
No pudo
reprimir el oh de sorpresa que expresaron sus labios.
Los
tres huevos estaban fritos en mantequilla, brillantes ojos amarillos, que
miraban al techo, bordeados por trozos largos y bien tostados de tocino
carnoso, arrugado, junto a los huevos, había una fuente con cuatro rebanadas,
gruesas como libros, de pan tostado cubiertas con rollitos de mantequilla; y,
apoyado en las tostadas, un vasito de mermelada. Había también un vaso alto con
zumo de naranja, un platito de sanguíneos fresones con nata, y finalmente una jarrita
de la que salía la fragancia fuerte e inconfundible del café recién hecho.
Mr.
Ketchum cogió el vaso de zumo de naranja. Introdujo un pequeño sorbo en su boca
e hizo rodar el líquido por su lengua caliente. El ácido cítrico la hizo
estremecerse de modo delicioso. Tragó. Si estaba envenenado, era una mano
maestra. A su boca afluyó la saliva. De pronto recordó que, justo antes de que
le arrestaran, había tenido intención de detenerse en un bar para tomar algo.
Mientras
comía, malhumorado, pero decidido, Mr. Ketchum intentó imaginarse los motivos
que podía haber tras este magnífico desayuno.
Se
trataba otra vez de la mentalidad pueblerina. Lamentaban su patinazo. Parecía
un concepto vago; pero ahí estaba. La comida era excelente. Al menos había que
admitir una cosa en estas gentes de Nueva Inglaterra: sabían cocinar como
ángeles. El desayuno de Mr. Ketchum solía consistir en un bollo recalentado y
café. Desde que era muchacho, en casa de su padre, no había tomado un desayuno
así.
Estaba
sirviéndose la tercera taza de café cuando resonaron unos pasos en el corredor.
Mr. Ketchum sonrió. «En el momento justo», pensó. Y se levantó.
El
comisario Shipley se detuvo ante la celda.
-¿Ha
desayunado usted?
Mr.
Ketchum asintió. Si esperaba que le diera las gracias, se iba a llevar una
decepción. Mr. Ketchum cogió su abrigo. El comisario no se movió.
-¿Y
qué...? -dijo Mr. Ketchum al cabo de unos momentos, intentando hablar con voz
fría y autoritaria, pero sin lograrlo.
El
comisario Shipley le miró de forma inexpresiva.
Mr.
Ketchum sintió que le fallaba la respiración.
-¿Puedo
preguntar...? -comenzó.
-El
juez no ha venido todavía -dijo Shipley.
-Pero...
Mr.
Ketchum no supo qué decir.
-He
venido solamente para decírselo -explicó el comisario; luego, dio la vuelta y
se marchó.
Mr.
Ketchum estaba furioso. Contempló los restos de su desayuno, como si en ellos
pudiera encontrar la respuesta a semejante situación. Se golpeó la cadera con
el puño. ¡Insoportable! ¿Qué estaban intentando hacer? ¿Intimidarle? Bueno,
pues por Dios... que lo estaban consiguiendo.
Mr.
Ketchum se acercó a los barrotes. Miró a uno y otro lado del vacío corredor. En
su estómago se le estaba haciendo un nudo frío. La comida parecía haberse
convertido en plomo en su interior. Golpeó la fría barra de hierro. ¡Por Dios!
¡Por Dios!
Eran
las dos de la tarde cuando el comisario Shipley y el viejo policía llegaron a
la puerta de la celda. Sin decir palabra, este último la abrió. Mr. Ketchum
salió al pasillo y esperó de nuevo, poniéndose el abrigo mientras volvían a cerrar
la puerta con llave.
Con
pasos cortos, pero firmes, caminó entre los dos hombres, sin mirar ni una sola
vez al cuadro de la pared.
-¿Dónde
vamos? -preguntó.
-El
juez está enfermo -dijo Shipley-. Le llevamos a su casa para que pague usted la
multa.
Mr.
Ketchum contuvo la respiración. No quería discutir con ellos; sencillamente no
serviría.
-Muy
bien -dijo-. Si no hay otra solución.
-Es el
único modo -dijo el jefe, con la mirada en el frente y su rostro, una máscara
impenetrable.
Mr.
Ketchum esbozó una sonrisa. Eso ya estaba mejor. Casi habían acabado. Pagaría
la multa y se marcharía.
Fuera,
había niebla, una niebla procedente del mar que rodaba por la calle como humo
encajonado. Mr. Ketchum se acomodó mejor el sombrero y se estremeció. El aire
húmedo parecía filtrarse a través de su carne y quedar en forma de rocío
alrededor de sus huesos. «Un día desagradable», pensó. Bajó los escalones,
buscando con la mirada su Ford. El viejo agente abrió la puerta trasera del
coche policial, y el comisario Shipley le hizo un gesto invitándole a entrar.
-Pero,
¿y mi auto? -preguntó Mr. Ketchum. -Volveremos aquí después de que haya visto
usted al juez -dijo Shipley.
-Oh,
yo...
Mr.
Ketchum vaciló. Luego se inclinó y se introdujo en el coche patrulla, dejándose
caer en el asiento posterior. Tuvo un escalofrío cuando el helado cuero
traspasó la lana de sus pantalones. Se arrinconó al entrar el comisario.
El policía dio un portazo. Otra vez aquel
ruido hueco, como si cerrasen la tapa de un ataúd dentro de una cripta. Mr. Ketchum
hizo una mueca ante el símil.
El otro
policía entró en el auto y Mr. Ketchum oyó que el motor carraspeaba. Permaneció
allí sentado respirando lenta y profundamente mientras el conductor calentaba
el motor. Miró por la ventanilla a su izquierda.
La niebla
era precisamente como humo. Hubieran podido estar en un garaje incendiándose.
Excepto por aquella humedad que se aferraba a los huesos. Mr. Ketchum se aclaró
la garganta. Oyó que el jefe se movía en el asiento, a su lado.
-¡Qué
frío! -dijo Mr. Ketchum, instintivamente.
El
comisario no respondió.
Mr.
Ketchum se apoyó en el respaldo cuando el vehículo emprendió la marcha
separándose de la acera. Giró en forma de U y descendió por la calle borrosa
por la niebla.
Escuchaba
el sibilante ruido seco de los neumáticos sobre el pavimento mojado, el siseo
rítmico de los limpiaparabrisas mientras aclaraban trozos del parabrisas
húmedo.
Miró su
reloj. Casi las tres. Medio día perdido en aquel maldito Zachry.
Observó
por la ventanilla, mientras atravesaban aquella ciudad fantasma. Creyó
vislumbrar edificios de ladrillos a lo largo de la calle; pero no estaba
seguro. Se contempló las blancas manos y después echó una ojeada al comisario,
que estaba sentado, muy erguido, mirando fijamente frente a él. Mr. Ketchum
tragó saliva. El aire parecía estancado en sus pulmones.
En la
calle principal la niebla parecía menos densa. «Probablemente debido a la brisa
del mar», pensó Mr. Ketchum. Observó la calle. Todos los almacenes y oficinas
parecían cerrados. Miró al otro lado. Lo mismo.
-¿Dónde
está la gente? -interrogó.
-¿Qué?
-Digo
que dónde está todo el mundo.
-En
casa -respondió el jefe.
-Pero
hoy es miércoles -dijo Mr. Ketchum-. ¿Es que no abren... las tiendas?
-Mal
día. No vale la pena.
Mr.
Ketchum miró el cetrino rostro del comisario, y se apresuró a apartar la
mirada. Volvía a sentir en su estómago aquella premonición vaga. «¿Qué sucedía,
en nombre de Dios?», se preguntó. Ya había sido bastante desagradable estar en
la celda. Aquí, avanzando a través de aquel mar de niebla, casi era mucho peor.
-Claro
-dijo con voz nerviosa-. Solamente hay sesenta y siete personas. ¿Verdad?
El
comisario no dijo nada.
-¿Qué
antigüedad tiene Zachry?
En el
silencio, oyó crujir secamente las articulaciones de los dedos del comisario.
-Ciento
cincuenta años.
-Tan
vieja... -comentó Mr. Ketchum.
Tragó
saliva haciendo un esfuerzo. Le dolía un poco la garganta. «Vamos -se dijo-.
Tranquilízate.»
-¿Por
qué se llama Zachry?
Las
palabras le salieron incontroladas.
-La
fundó Noé Zachry -dijo el jefe.
-Ah.
Entiendo. Supongo que aquel cuadro de la comisaría...
-Así es
-dijo el comisario Shipley.
Mr.
Ketchum parpadeó. De modo que aquél era Noé Zachry, fundador de la población
que estaban cruzando... Un bloque de casas, después otro y luego otro. En el estómago
de Mr. Ketchum algo se contrajo cuando le vino la idea.
En una
población tan grande, ¿por qué había solamente sesenta y siete personas?
Abrió
la boca para preguntarlo, pero no pudo. Prefería no saberlo.
-¿Por
qué hay solamente...?
Las
palabras brotaron antes de poder pararlas. Su cuerpo tuvo un sobresalto al oír
que se le escapaban.
-¿Qué?
-Nada,
nada. Es decir...
Mr.
Ketchum aspiró fuertemente sin encontrar alivio alguno. Tenía que saberlo.
-¿Cómo
es que solamente hay sesenta y siete habitantes?
-Se
marchan -dijo el comisario Shipley.
Mr.
Ketchum parpadeó. La respuesta surgió como un anticlímax. Frunció el ceño.
Bueno, ¿y qué más?, se preguntó a la defensiva. Remoto y anticuado, Zachry
tendría pocos atractivos para las generaciones más jóvenes. Sería inevitable
una emigración en masa hacia lugares más interesantes.
El
hombre corpulento se apoyó de nuevo en el respaldo. Naturalmente. Piensa en
cuánto deseo yo irme de este basurero, y ni siquiera vivo aquí.
Su
mirada avanzó a través del parabrisas, atraída por algo. Una pancarta que
cruzaba la calle. ESTA NOCHE BARBACOA. «Celebración», pensó. Probablemente cada
quince días se volvían majaras y tenían una retirada de redes bulliciosa o
celebraban una orgía remendándolas.
-¿Y
quién era Zachry? -preguntó, porque el silencio estaba poniéndole nervioso otra
vez.
-Capitán
de barco.
-¡Ah!
-Cazaba
ballenas en los mares del sur -le explicó el comisario.
Bruscamente,
la calle principal se terminó. El coche de policía giró hacia un camino
polvoriento. Por la ventanilla, Mr. Ketchum veía deslizarse los sombríos
arbustos. Sólo se oía el ruido del motor, en segunda, y el de las piedrecillas
escupidas desde debajo de los neumáticos. ¿Dónde vivía el juez, en la cumbre de
una montaña?
Movió
su corpulencia, y suspiró.
La
niebla comenzaba a aclararse. Mr. Ketchum podía ver ahora hierba y algunos
árboles, recubiertos de una capa grisácea. El coche giró y se dirigió hacia el
océano. Mr. Ketchum miró la opaca alfombra de niebla inferior. El coche seguía
girando. De nuevo se dirigió hacia la cresta de la colina. Mr. Ketchum tosió
suavemente.
-¿Está...
hum..., la casa del juez está allá arriba? -preguntó.
-Sí -le
respondió el comisario.
-¡Qué
arriba! -comentó Mr. Ketchum.
El
coche continuó zigzagueando por la sucia y estrecha carretera, tan pronto de
cara al océano, como a Zachry, o enfrentándose a la sombría casa en lo alto de
la colina. Era un edificio blancuzco, grisáceo, de tres pisos y, en cada
extremo, la protuberancia de una torre puntiaguda. «Parece tan vieja como el
propio Zachry», pensó Mr. Ketchum. El coche giró. Volvían a estar de cara al
océano cubierto de niebla.
Mr.
Ketchum se miró las manos. ¿Era por efecto de la luz o estaban temblando
realmente? Intentó tragar saliva pero no había humedad en su garganta, y en vez
de eso, tosió cavernosamente. «Era ridículo», pensó. No había razón alguna para
todo aquello. Vio que sus manos se unían, apretándose. Por alguna razón pensó
en la pancarta que atravesaba la calle principal.
El
coche estaba ascendiendo la última cuesta hasta la casa. Mr. Ketchum sintió que
se le entrecortaba la respiración. «No quiero ir allí», oyó decir a su mente.
Sintió el impulso repentino de abrir de golpe la portezuela y echar a correr.
Los músculos se le tensaron.
Cerró
los ojos. Por el amor de Dios, deja de torturarte, se dijo. No había nada malo
en todo aquello, sino solamente la interpretación negativa que él le daba.
Estaban en unos tiempos modernos. Las cosas tenían su explicación y las
personas sus motivos. También la gente de Zachry tenían su razón: una
desconfianza extrema de los habitantes de la ciudad. Ésta era su venganza
socialmente aceptada. Aquello tenía sentido después de todo...
El auto
se detuvo. El comisario abrió la portezuela y salió. El policía se giró y abrió
la otra puerta para dar paso a Mr. Ketchum. El hombre corpulento se dio cuenta
de que tenía una pierna y un pie dormidos. Tuvo que agarrarse al marco de la
puerta para sujetarse. Golpeó el pie contra el suelo.
-Se me
ha dormido -dijo.
Ninguno
de los dos hombres respondió. Mr. Ketchum dirigió la mirada a la casa; entornó
los ojos. ¿Había visto moverse una cortina verde oscuro? Frunció el ceño y dio
un respingo de sobresalto cuando le tocaron el brazo y el comisario le hizo un
gesto en dirección a la casa. Los tres hombres emprendieron el camino.
-Yo,
ejem..., no llevo mucho dinero encima, me parece -dijo-. Supongo que un cheque
servirá.
-Sí
-repuso el comisario.
Subieron
los escalones del porche y se detuvieron ante la puerta. El policía hizo girar
una enorme cabeza de latón y Mr. Ketchum oyó que dentro sonaba una débil
campanilla. Se quedó mirando entre las cortinas de la puerta. Dentro, podía
vislumbrarse la forma esquelética de un perchero para sombreros. Se apoyó en el
otro pie y el suelo crujió. El policía hizo sonar de nuevo la campanilla.
-Quizá
está... demasiado enfermo -sugirió Mr. Ketchum tímidamente.
Ninguno de los dos hombres le hizo caso. Mr.
Ketchum sintió que sus músculos se tensaban. Miró hacia atrás por encima del
hombro. ¿Podrían cogerle si intentaba huir corriendo?
Volvió
la mirada al frente con desagrado. «Paga tu multa y vete -se dijo
pacientemente-. Eso es todo: pagas la multa y te vas.»
Dentro
de la casa hubo un movimiento. Mr. Ketchum alzó los ojos, sorprendido a su
pesar. Una mujer alta se acercaba. La puerta se abrió. La mujer era delgada, y
llevaba un vestido negro, largo, que la cubría hasta los tobillos, con un
broche blanco, ovalado en la garganta. Su cara era morena, cruzada por numerosas
arrugas. Mr. Ketchum se quitó el sombrero automáticamente.
-Pasen
-dijo la mujer.
Mr.
Ketchum penetró en el recibidor.
-Puede
dejar usted su sombrero ahí.
La
mujer señaló el perchero que parecía un árbol destrozado por las llamas. Mr.
Ketchum colocó su sombrero sobre uno de los oscuros colgadores. Al hacerlo, su
mirada quedó prendida en una gran pintura que estaba al pie de la escalera.
Iba a
hablar; pero la mujer dijo:
-Por
aquí.
Se
adentraron en el pasillo; Mr. Ketchum miró el cuadro al pasar junto a él.
-¿Quién
es esa mujer -preguntó- que está de pie junto a Zachry?
-Su
mujer -dijo el comisario.
-Pero
ella...
La voz
de Mr. Ketchum se interrumpió bruscamente mientras, desde el fondo de su
garganta, pugnaba por brotar un gemido. Sorprendido, lo ahogó con un
aclaramiento repentino de la garganta. Se sentía avergonzado de sí mismo. Sin
embargo..., ¿la esposa de Zachry? La mujer abrió una puerta.
-Esperen
aquí -dijo.
El
hombre corpulento entró. Se volvió para decir algo al comisario. Justo a tiempo
para ver cómo se cerraba la puerta.
-Oiga,
eh...
Se
acercó a la puerta y puso la mano en el pomo. No se podía girar.
Frunció
el ceño. Ignoró los latidos cada vez más fuertes de su corazón.
-Eh,
¿qué pasa aquí?
Falsamente
alegre, su voz retumbó en las paredes. Mr. Ketchum se volvió y miró a su
alrededor. La habitación estaba desierta. Era una estancia cuadrada, vacía.
Se
volvió hacia la puerta, moviendo los labios mientras buscaba las palabras apropiadas.
-De
acuerdo -dijo de pronto-. Es muy... -Giró bruscamente el pomo-. De acuerdo, es
una broma muy divertida. -¿Se había vuelto loco?-. Ya he aguantado todo lo que
soy...
Dio
media vuelta en redondo ante el sonido, mostrando los dientes.
No
había nada. La habitación seguía vacía. Miró a su alrededor aturdido. ¿Qué era
aquel ruido? Un ruido pesado, como de agua corriente.
-¡Eh!
-dijo instintivamente volviéndose hacia la puerta-. ¡Eh! -aulló-. ¡Acabemos!
¿Quiénes se creen ustedes que son?
Giró
sobre sus debilitadas piernas. El sonido aumentaba. Mr. Ketchum se pasó una
mano por la frente. La tenía cubierta de sudor.
Allí
dentro hacía calor.
-Muy
bien, muy bien -dijo-. Es una buena broma; pero...
No pudo
proseguir; su voz se había estrangulado y convertido en un sollozo terrible,
entrecortado.
Mr.
Ketchum se tambaleó un poco. Se quedó mirando fijamente la habitación. Se
tambaleó y cayó hacia atrás, contra la puerta. Su mano extendida tocó la pared
y se apartó rápidamente. Estaba caliente.
-¿Qué
sucede? -dijo incrédulo, con un hilo de voz.
No
podía ser cierto.
Debía
de ser una broma.
Tenían
un concepto demencial de lo que era una broma. Asustar al «listillo de la
ciudad» era el nombre del juego.
-¡De
acuerdo! -vociferó-. ¡De acuerdo! Es divertido. ¡Es muy divertido! ¡Y ahora
déjenme salir de aquí o va a haber problemas!
Golpeó
la puerta con fuerza. De repente, la pateó. La habitación cada vez estaba
calentándose más. Parecía casi tan caliente como un...
Mr.
Ketchum quedó petrificado, aturdido.
Las
preguntas que le habían formulado. Los vestidos tan holgados que llevaban todas
las personas que había visto. La comida tan excelente que le habían dado. Las
calles vacías. El color cetrino de la piel, casi salvaje, de los hombres, de la
mujer. La manera en que todos le habían mirado. La mujer del cuadro. La esposa
de Noé Zachry, una mujer de otra raza, con los dientes puntiagudos. La
pancarta: ESTA NOCHE BARBACOA.
Mr.
Ketchum chilló. Pataleó y golpeó la puerta con los puños. Lanzó su pesado
cuerpo contra ella. Gritó y suplicó a los de fuera:
-¡Dejadme
salir! ¡Dejadme salir! ¡DEJADME... SA...LIR...!
Y lo
peor era que él, realmente, no podía creer que aquello le estuviera sucediendo.
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