Richard Matheson
HIJO DE SANGRE
Cuando los vecinos de la manzana se enteraron de
la composición que había escrito Jules, decidieron definitivamente que el
muchacho estaba loco. Hacía tiempo que lo sospechaban. Su mirada inexpresiva
hacía estremecer a la gente. Y ese modo de hablar, áspero, gutural, no parecía
normal en cuerpo tan frágil. La palidez de su piel asustaba a más de una
criatura; parecía pender suelta por sobre la carne. Jules odiaba la luz del
sol. Y sus ideas resultaban un poco fuera de lugar para la gente que vivía en
la misma manzana. Jules quería ser un vampiro. Se tenía por cierto que había
nacido en una noche de tormenta, mientras el viento arrancaba los árboles de
raíz. Decían que al nacer tenía tres dientes, y que los usó para prenderse al
pecho de su madre, sacándole sangre junto con la leche. Decían que al oscurecer
ladraba y reía en su cuna. Que caminó a los dos meses, y que se sentaba a mirar
la luna en las noches claras. Eso decía la gente. Los padres estaban muy
preocupados por él. Como era el único hijo, repararon de inmediato en sus
rarezas. Al principio lo creyeron ciego, pero el médico les dijo que se trataba
sólo de una mirada vacía. Dijo que Jules, dado el gran tamaño de la cabeza,
podía ser un genio o un idiota. Resultó ser idiota. Hasta los cinco años no pronunció
una palabra. Entonces, una noche, al sentarse a la mesa, dijo: “Muerte”. Sus
padres se sintieron confusos, entre la alegría y el disgusto. Finalmente
encontraron el punto medio entre ambos sentimientos, y decidieron que Jules no
debía saber qué significaba esa palabra. Pero Jules lo sabía. A partir de
aquella noche, desarrolló un vocabulario tan amplio que cuantos lo conocían
quedaban atónitos. No sólo aprendía de inmediato cuantos vocablos escuchaba,
los que leía en los carteles, en las revistas y en los libros: además inventaba
sus propias palabras. Como “sensanoche” o “matamor”. En realidad, eran varias
palabras mezcladas y fundidas, y expresaban cosas que Jules sentía, sin que le
fuera posible explicarlas con otro vocabulario. Solía sentarse en el porche
mientras los otros niños jugaban a la rayuela o a la pelota. Miraba fijamente
la vereda, y creaba sus palabras. Hasta la edad de doce años, Jules no buscó
ningún tipo de problemas. Hubo, por cierto, una vez en que lo encontraron
desvistiendo a Olivie Jones en un callejón, y en otra oportunidad lo
descubrieron disecando un gatito en su propia cama. Pero transcurrieron varios
años entre uno y otro episodio, y aquellos escándalos cayeron en el olvido. En
general, durante toda su infancia no hizo nada peor que resultarles
desagradable a quienes lo conocían. Asistía a la escuela, pero nunca estudiaba.
Tardaba dos o tres años en aprobar cada grado. Todos los maestros lo conocían
por su nombre de pila. En algunas materias, tales como lectura y redacción, era
casi brillante. En otras, en cambio, no tenía remedio. A los doce años, un
sábado, Jules fue al cine a ver “Drácula”. Cuando la película terminó, salió
convertido en una masa de nervios palpitantes. Volvió a su casa y se encerró en
el baño durante dos horas. Por mucho que los padres golpearon la puerta y
gritaron sus amenazas, no salió. Finalmente apareció, a la hora de la cena, con
un vendaje en el pulgar y una expresión satisfecha. A la mañana siguiente fue a
la biblioteca. Era domingo. Durante todo el día aguardó a que abrieran el
lugar, sentado en los escalones. Al fin volvió a su casa. Pero a la mañana
siguiente, en vez de ir a clase, volvió a la biblioteca. Entre los estantes de
libros localizó el tomo de “Drácula”. No podía retirarlo en préstamo, pues no
era socio; para asociarse tenía que presentarse con el padre o la madre. Por lo
tanto, se limitó a esconder el libro en el pantalón, y se marchó sin
devolverlo. Fue al parque, y allí se sentó a leer el libro. Ya era de noche
cuando terminó. Entonces volvió a empezarlo, mientras volvía a la casa, leyendo
a la luz de las lámparas. De todos los reproches que se le hicieron por haberse
salteado la comida y la cena, no oyó una palabra. Comió, fue a su cuarto y
terminó el libro por segunda vez. Cuando le preguntaron de dónde lo había
sacado, respondió que lo había encontrado en la calle. Pasaron varios días.
Jules leyó aquella historia una y otra vez, y no volvió a la escuela. Por las
noches, cuando el sueño y el cansancio lo vencían, la madre llevaba el libro a
la sala para mostrárselo al esposo. Una noche notaron que Jules había subrayado
ciertas frases con ideas temblorosas: “Los labios estaban rojos de sangre
fresca, el surco había corrido por su barbilla, manchando la pureza de su
mortaja”, o “Cuando la sangre comenzó a manar, me tomó las manos con una sola
de las suyas, sujetándolas con fuerza; con la otra me impulsó por el cuello,
oprimiendo mis labios contra la herida”. Cuando la madre vio aquello, arrojó el
libro al depósito de basura. A la mañana siguiente, Jules descubrió la falta
del libro, lanzó un grito y retorció el brazo a su madre hasta que ella le dijo
dónde lo había escondido. El muchacho corrió al sótano y escarbó entre las
montañas de desperdicios hasta encontrar su libro Con las manos y las muñecas
sucias de borra de café y clara de huevo, volvió al parque y leyó nuevamente el
volumen. Durante todo un mes, no hizo sino leerlo ávidamente. Por último, llegó
a conocerlo tan bien que lo descartó: le bastaba con pensar en él. Los
boletines de la escuela denunciaban sus constantes ausencias, y la madre le
gritó. Por lo tanto, Jules decidió retornar por un tiempo. Quería escribir una
composición. Un día la escribió en clase. Cuando todo el mundo hubo terminado,
la maestra preguntó quién quería leer su composición en voz alta, y Jules
levantó la mano. Fue toda una sorpresa para la maestra, pero se dejó llevar por
la piedad y por el deseo de alentarlo. Le tomó la pequeña barbilla con una
sonrisa, diciendo: —Muy bien. Atención, niños, Jules nos va a leer su
composición. Jules se puso de pie, excitado. El papel le temblaba en las manos.
Leyó. —“Mi ambición”, por… —Pasa al frente, querido. Jules pasó al frente de la
clase. La maestra sonreía con afecto. Volvió a empezar. —“Mi ambición”, por
Jules Drácula. La sonrisa de la maestra se desvaneció. —“Cuando crezca, quiero
ser vampiro”. Los labios de la maestra se curvaron hacia abajo, y sus ojos se
dilataron. —“Quiero vivir eternamente, y arreglar cuentas con todo el mundo, y
convertir en vampiros a todas las muchachas”. ― ¡Jules! —“Quiero tener un
aliento hediondo, que huela a tierra muerta, a criptas y a dulces ataúdes”. La
maestra se estremeció. Sin poder creer en lo que oía, crispó una mano sobre el
secante verde. Los niños estaban boquiabiertos. Se oían algunas risitas, pero
no entre las niñas, por cierto. —“Quiero que mi cuerpo sea frío, y mi carne
esté podrida. Quiero tener sangre robada en las venas”. —Con eso ba… ¡Ejemmmm!
―la maestra se aclaró ruidosamente la garganta—. Con eso basta, Jules —dijo. Jules
siguió hablando, en voz alta y desesperada. —“Quiero hundir mis dientes
blancos, terribles, en el cuello de las víctimas. Quiero que…” —¡Jules! ¡Vuelve
a tu asiento inmediatamente! —“Quiero que se claven como navajas en la carne y
en las venas” —leyó Jules, en tono feroz. La maestra se levantó de un salto.
Los niños temblaban. Ya no había risitas. —“Y después, cuando los retire, la
sangre manará abundante en mi boca, me correrá cálidamente por la garganta y…”
La mujer lo tomó por el brazo. Jules se desasió y escapó hasta un rincón. Allí,
parapetado tras un banquito, gritó: —“¡Y sacaré la lengua, y deslizaré los
labios por la garganta de mis víctimas! ¡Quiero beber sangre de mujer!” La
maestra se lanzó en arremetida, sacándolo a la rastra de su rincón. Jules se
defendió a zarpazos, y gritó durante todo el trayecto hasta la oficina del
director: —“¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición!” Fue
horrible. Con Jules encerrado en su cuarto, la maestra y el director celebraron
una reunión con los padres, relatando la escena en tonos sepulcrales. En todas
las casas de la manzana se discutía el mismo tema. Los padres, al principio, se
negaron a creerlo, tomando la historia como invención de los niños. Pero
acabaron por pensar que, si los chicos eran capaces de inventar tales cosas,
habían estado criando a verdaderos monstruos. Y optaron por creerlo. Después de
aquel episodio, todos observaban a Jules con mirada de gavilán. Evitaban el
contacto con él. Los padres apartaban a sus hijos cuando lo veían aproximarse,
y por todas partes corrían leyendas sobre él. Hubo más partes de ausencias
escolares. Jules comunicó a su madre que no volvería a la escuela, y nada pudo
hacerlo cambiar de idea. Jamás volvió. Cada vez que los funcionarios de
inspección escolar visitaban su casa, Jules escapaba por los techos. Y así pasó
un año. Jules vagaba por las calles en busca de algo, sin saber qué. Lo buscó
en los callejones, en las latas de basura y en los terrenos baldíos. Lo buscó
por el este, por el oeste y en el medio. Y no podía encontrarlo. Pocas veces
dormía, y nunca hablaba. Se pasaba los días con la mirada gacha. Olvidó todas
las palabras de su invención. Hasta que al fin… Un día, en el parque, Jules
pasó por el zoológico. Frente a la jaula del murciélago vampiro, una corriente
eléctrica pareció atravesarle el cuerpo. Los ojos se le dilataron, y sus
dientes descoloridos lucieron en una sonrisa. A partir de aquel día, Jules
volvió diariamente al zoológico, para contemplar al vampiro. Hablaba con él,
llamándole “conde”. En el fondo de su corazón, lo consideraba en verdad como un
hombre que había cambiado de forma. Le atacó nuevamente la sed de cultura. Robó
otro libro de la biblioteca, donde se describía toda la vida salvaje. Encontró
la página donde se hablaba del murciélago vampiro, la arrancó, y descartó el
resto del libro. Aprendió de memoria aquel trozo. Aprendió cómo hace el
murciélago la incisión, cómo lame la sangre, tal como un gatito lame su crema,
cómo camina sobre las puntas de sus alas plegadas y sobre las patas traseras,
tal como una araña negra y velluda. Por qué la sangre es su único alimento.
Pasaron los meses. Jules seguía contemplando al murciélago y hablándole. Se
convirtió en el único consuelo de su vida, el símbolo de los sueños hechos
realidad. Un día, Jules notó que el tejido de alambre que cubría la jaula se
había aflojado en el fondo. Echó una veloz mirada alrededor. Nadie lo miraba.
El día estaba nublado, y no había mucha gente en el zoológico. Jules tironeó
del alambre. Se movía un poco. En ese momento, un hombre salió de la jaula de
los monos. Jules retiró la mano y se alejó a grandes pasos. Desde aquella
noche, Jules esperaba a que todos le creyeran dormido, y pasaba descalzo junto
al dormitorio de sus padres. Escuchaba los ronquidos del interior, y se calzaba
apresuradamente para correr al zoológico. Si el guardián no estaba cerca, Jules
tironeaba del alambre, que iba aflojándose cada vez más. Cuando llegaba el
momento de volver a su casa, volvía a colocar el alambre en su sitio, para que nadie
pudiera sospechar. Pasaba el día entero frente a la jaula, contemplando al
“conde”; reía entre dientes, prometiéndole que pronto volvería a estar libre.
Contaba al “conde” todo lo que sabía. Le contaba que pensaba practicar hasta
poder bajar por las paredes cabeza abajo. Le decía que no se preocupara, que
pronto estaría fuera de allí. Y entonces, juntos, podrían recorrer la zona y
beber la sangre de las muchachas. Una noche, Jules quitó el alambre y se
arrastró por debajo, hasta entrar a la jaula. Estaba muy oscuro. De rodillas,
avanzó hasta la pequeña casilla de madera, y prestó atención, tratando de oír
los chillidos del “conde”. Introdujo la mano por la puerta oscura, susurrando.
Un aguijonazo en el dedo le hizo saltar. Con una expresión de inmenso placer,
atrajo hacia sí a aquel murciélago velludo y palpitante. Salió con él de la
jaula, y huyó a la carrera del zoológico y del parque, por las calles
silenciosas. La mañana avanzaba. La luz iba poniendo un toque gris en los
cielos sombríos. Pero Jules no podía volver a su casa. Necesitaba un lugar
donde ir. Bajó por un callejón y trepó por un cerco, sin soltar al murciélago,
que lamía la sangre del dedo herido. Cruzó un patio, y entró a un pequeño
cobertizo desierto. El interior estaba oscuro y húmedo, lleno de cascotes,
latas vacías, excrementos y cartones mojados. Jules se aseguró de que el
murciélago no pudiera escapar. Después cerró la puerta y colocó un palo a modo
de traba. El corazón le latía furiosamente, los miembros le temblaban. Dejó en
libertad al murciélago. Éste voló hasta un rincón oscuro, y allí se colgó de
unas tablas. Jules se arrancó febrilmente la camisa; sus labios se
estremecieron en una sonrisa demencial. Sacó del bolsillo de sus pantalones una
pequeña navaja que había robado a su madre. La abrió, y deslizó un dedo sobre
la hoja; el filo le cortó la carne. Con una mano temblorosa, lanzó un golpe
contra su propia garganta. La sangre corrió entre los dedos. —¡Conde! ¡Conde!
—gritó, frenético de alegría—. ¡Beba mi sangre roja! ¡Bébame! ¡Bébame! Avanzó a
tropezones entre las latas vacías, resbalando, mientras buscaba a tientas al
murciélago. El animal se desprendió de un salto y voló, raudo, a través del
cobertizo, para colgarse en el otro extremo. Por las mejillas de Jules se
deslizaron dos lágrimas. Apretó los dientes. La sangre le corría por los
hombros, por el pecho angosto y lampiño. El cuerpo entero se le estremecía,
como atacado por la fiebre. Tambaleándose, se volvió hacia el otro extremo del
cobertizo. Tropezó, y el borde agudo de una lata le abrió un tajo en el
costado. Alargó las manos, y aferró el cuerpo del murciélago para ponérselo a
la garganta. Se dejó caer de espaldas sobre la tierra húmeda y fría, y dejó
escapar un suspiro. Con las manos apretadas contra el pecho, empezó a gemir,
presa de náuseas. El murciélago negro, posado sobre su cuello, lamía
silenciosamente la sangre. Jules sintió que la vida se le escapaba. Pensó en
todos los años pasados. La espera, sus padres, la escuela. Drácula. Los sueños.
Todo acababa allí, en esa gloria repentina. Abrió los ojos, y el interior de
aquel cobertizo maloliente dio vueltas a su alrededor. La respiración se le
hacía difícil. Abrió la boca para aspirar una bocanada de aire, pero le resultó
desagradable. Tosió, y su cuerpo desnudo se agitó sobre el suelo frío. El
cerebro se le iba cubriendo de neblinas, una sobre otra, como velos echados
sobre él. De pronto, la mente se le iluminó con una espantosa claridad. Sintió
el dolor agudo en el costado. Supo que yacía medio desnudo entre los desperdicios,
dejando que un murciélago volador le bebiera la sangre. Con un grito ahogado,
se irguió, arrancándose del cuello aquel bulto peludo y palpitante, y lo arrojó
lejos de sí. El animal volvió, abanicándole el rostro con las alas vibrantes.
Jules, con gran esfuerzo, se puso de pie y buscó la salida. Casi no veía. Trató
de detener en parte la hemorragia, y logró abrir la puerta. Salió al patio
oscuro y se dejó caer de boca sobre la hierba alta. Trató de pedir ayuda, pero
sus labios no pudieron pronunciar sino un balbuceo ridículo. Oyó el batir de
alas. Súbitamente, aquello cesó. Unas manos fuertes lo levantaron con suavidad.
Su mirada agonizante se posó en el hombre alto y moreno, cuyos ojos fulguraban
como rubíes. —Hijo mío —dijo el hombre.
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