sábado, 22 de junio de 2024

Benjamín Prado / Consejos que matan

 



Consejos que matan

Si nadar en un mar de dudas fuera deporte olímpico, todos los grandes escritores de este mundo habrían ganado una medalla



Benjamín Prado
10 de marzo de 2014

Si nadar en un mar de dudas fuera deporte olímpico, todos los grandes escritores de este mundo habrían ganado una medalla, porque el verdadero talento es perfeccionista y nunca las tiene todas consigo. Por eso cuando un autor deja leer su manuscrito a alguien, la opinión que le den puede ser muy beneficiosa o muy dañina. Hay consejos que matan y afortunadamente también hay quien no los sigue: por ejemplo, Gabriel García Márquez cuando Guillermo de Torre, director literario de la editorial Losada, le mandó, tras leer su primera novela, La hojarasca, una nota en la que le recomendaba “que se olvidase de las novelas y se dedicara a la poesía”. No es el único: el premio Nobel francés André Guide rechazó En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, por aburrida; a George Orwell le devolvieron Rebelión en la granja argumentando que “es imposible vender historias de animales en Estados Unidos”, y a Rudyard Kipling, su obra más célebre, El libro de la selva, con esta nota: “Lo lamentamos, señor, pero usted, sencillamente, no sabe inglés”.


El poeta W. H. Auden no fue tan lejos cuando su amigo J. R. Tolkien le entregó el original del último tomo de El señor de los anillos, pero sí que le envió una carta en la que le aconsejaba eliminar del final del relato la historia de amor entre el rey Aragorn y la elfa Arwen, por considerarla “absolutamente innecesaria y superficial”. Esa carta, hasta ahora inédita, se va a subastar el 19 de marzo en Londres y hará pensar a los seguidores de Tolkien: ¿qué habría ocurrido si hubiera hecho caso a su ilustre colega? No lo hizo, porque, según se puede leer en otra carta que el creador de El Hobbit le mandó a su editor, Rayner Unwin, él consideraba ese episodio “una conmovedora alegoría de la esperanza”.


Otra de sus editoras, Janet Johnson, nos dice desde Londres que en las oficinas de George Allen & Unwin estuvieron de acuerdo: “Rayner Unwin era mi jefe, lo conocí bien y estoy segura de que la reverencia que sentía por Auden no le habría llevado jamás a considerar que tenía razón al pedirle a Tolkien que quitase del libro justo el pasaje más humano que tiene esa epopeya tan intensamente masculina y marcial. Por mi parte, creo que suprimirlo le habría restado a la obra profundidad y emoción”.


Janet Johnson está convencida de que “a pesar de lo mucho que quería y admiraba a Auden”, Tolkien tampoco aceptó su propuesta porque sospechaba que “las propias inclinaciones del poeta”, que era homosexual, no le hacían ver con agrado que toda la camaradería que expresa la obra “se resolviera con un romance entre Aragorn y Arwen, un hombre y una mujer”; y en segundo lugar, “no hubiera renunciado a esa historia que, en realidad, es un eco de la que protagonizan Beren y Luthien en otro de sus libros, El Silmarillion”.

En cualquier caso, la aparición de esa carta de Auden vuelve a poner sobre la mesa una pregunta sobre lo que pudo ser y no fue que vale para Tolkien y para otros, desde Virgilio, Kafka o Emily Dickinson, que les exigieron a sus allegados que destruyeran todas sus obras, hasta Vladímir Nabokov, que solo publicó Lolita por la insistencia de su esposa, tras quemar dos veces aquel manuscrito que habían desechado muchas editoriales por inmoral. Rafael Alberti desobedeció a Federico García Lorca cuando, tras leer este sus primeros poemas, le dijo: “Primo, no están mal, pero mejor sigue pintando”. James Joyce, sin embargo, destruyó su obra de teatro Una brillante carrera porque el dramaturgo William Archer le dijo que era incomprensible. A veces, el mejor amigo es el peor apostador. Otras veces es mejor no preguntar.


EL PAÍS


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