Los años de esplendor. Joyce en Trieste
John McCourt
Trad. J. J. Utrilla. Turner
Fondo de Cultura Económica. 360 págs.
Darío VILLANUEVA | Publicado el 24/10/2002 |
Recién declarada la primera gran guerra, el inspector de educación de Trieste escribió a sus superiores del Ministerio en Viena que el profesor de inglés de la Scuola Superiore di Commercio merecía que se le renovara su contrato pese a las circunstancias, puesto que era “una persona tranquila, que se preocupa, ante todo, por ganarse la vida”.
Y ese fue, aparentemente, el oficio principal de James Joyce en aquella ciudad fronteriza, multilingöística, multicultural, multiétnica y multirreligiosa, a la que había llegado en 1904 con Nora Barnacle por pura carambola, pues la plaza de la Berlitz School en Zurich a la que aspiraba había sido cubierta inopinadamente. Desde entonces y hasta 1920, con interregnos en que Joyce se traslada a Roma y a la citada ciudad suiza o viaja a Dublín, aquel irlandés italianizado hace de la ciudad adriática su segunda patria y constituye allí un núcleo familiar al que, amén de sus dos hijos Giorgio y Lucia, se incorporan sus hermanos Hielen, Eva y Stannie, del que se conserva un interesantísimoTriestine Book of Days 1907-1909 en el archivo de Richard Ellmann, el mejor biógrafo de Joyce y editor de su epistolario.
John McCourt pretende, por su parte, “revaluar la influencia de Trieste en la formación artística de Joyce”, y lo hace con buen tino y dominio de la obra de quien sería reconocido póstumamente como una de las figuras primordiales de la literatura contemporánea, a lo que añade aportes de erudición, que no ocultan el origen doctoral de su libro, acerca de la historia y la sociología de esa fascinante ciudad, medio eslava medio italiana y entonces incorporada al imperio austrohúngaro.
El Joyce al que los triestinos llamaban Zois, y del que un buen número de ellos aprendió inglés, era un caballero dipsómano y buen cantor que se buscaba la vida ejerciendo como profesor de academia o promotor de cinematógrafos, vendiendo a comisión telas de tweed, escribiendo cartas para bancos o consig- natarios, pero también publicando artículos en la prensa irredentista triestina, traduciendo textos de los maestros irlandeses o pronunciando conferencias. Alguien, pues, plenamente identificado con la vida efervescente, más que meramente bulliciosa, de aquella metrópolis cosmopolita, cumplida en teatros y actividad operística, en cuya orquesta oficiaba como director el propio Mahler, y en la que confluían todas las incitaciones de la literatura, el arte, la política y el pensamiento modernistas. En este escenario, toreando a sus numerosos acreedores, chuleando a su hermano Stannie y soportando los malos humores de la depresiva Nora, Joyce escribió, a veces en la mesa de la cocina, muchos de los cuentos de Dublineses, el Retrato del artista adolescente, su pieza teatral Exilados y algunos episodios de Ulises. Allí se inspiró no sólo para pergeñar su babélico estilo y robustecer sus convicciones de exiliado, crítico tanto con la dominación inglés cuanto con el fenianismo, sino también para crear personajes inolvidables como Molly, Anna Livia Plurabelle o Leopold Bloom, sosia de uno de sus alumnos judíos, Ettore Schmitz, más conocido como escritor bajo el seudónimo de Italo Svevo. Aquel apellido, por cierto, puede proceder de los numerosos Blum triestinos, y es bien sabido que el propio Joyce jugaba con el significado literal el patronímico como lo hace también aquí Juan José Utrilla al traducir The Years of Bloomcomo “Los años de esplendor”.
Sobre todo, aquel esplendor deslumbró creativamente a Joyce revelándole, frente al resentimiento anticolonialista irlandés, la riqueza del crisol cultural y la posibilidad de distanciarse de su lengua metropolitana taraceándola con muchas otras, como incluso los triestinos iletrados sabían hacer magistralmente. El estilo de Joyce es el de un genial profesor de inglés consciente de los juegos que el idioma permite y convencido, como Wittgenstein, de que los límites de su lenguaje venían a coincidir con los de su mundo. Esos límites eran en Trieste, y lo serían consecuentemente para el escritor, laxos y fecundos. Pero no menor importancia tuvo para él el conocimiento preciso del universo judaico que allí pudo alcanzar, y su inmersión en la órbita de la vanguardia futurista. Si aquella ciudad era solo comparable a Salónica y Odesa en lo que a la comunidad hebraica se refiere, Marinetti, en su manifiesto titulado “Trieste: nuestro bello polvorín” la había consagrado como una de las tres capitales del futurismo, junto a Milán y París.
EL CULTURAL
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