Sosiego final de Saul Bellow
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
20 NOV 2010
En la última carta que escribió en su vida, un año antes de morir, Saul Bellow se acordaba de unas sandalias que su madre le había comprado cuando tenía seis o siete años, y que le gustaban tanto que las untaba con mantequilla para mantener fresco y flexible el cuero del que estaban hechas. Qué asombroso cómo todo se resume en un par de sandalias de cuero, dice Bellow en la última línea, antes de la despedida. Quizás uno de sus últimos pensamientos o recuerdos antes de perder la conciencia sólo un año después tendría que ver con esas sandalias en las que se resumía su infancia: la cercanía de la madre que iba a morir muy poco tiempo después y el amor de un niño pobre por un pequeño regalo conseguido después de haberlo mirado mucho en un escaparate. En 2004 Saul Bellow era un anciano que vivía retirado en una zona rural de Nueva Inglaterra y tenía una esposa muchos años más joven y una hija de cinco años. La veía jugar cerca de él cuando escribía esa última carta y pensaba que la niña era más pequeña de lo que él había sido cuando se quitaba cuidadosamente sus sandalias de cuero antes de acostarse. Casi nonagenario ahora, sin proyectos de nuevos libros ni de viajes, quizás le dio tiempo a disfrutar una serenidad y un desahogo que no había tenido nunca en su vida, desde que empezó a hacerse adulto en los duros barrios de emigrantes del Chicago de la Gran Depresión, cuando devoraba uno tras otro los libros retirados de la biblioteca pública al mismo tiempo que estudiaba y que intentaba buscarse la vida trabajando en cualquier oficio que se presentara. La mezcla de entusiasmo y penuria de aquellos tiempos iba a alimentar siempre su imaginación y a determinar su actitud hacia el mundo: perseguir contra viento y marea aquello que uno desea o a lo que considera que tiene derecho; pelear si es preciso para que a uno no lo pisen y no dejar ninguna ofensa sin respuesta para ser respetado.
Convertía en literatura de manera inmediata las complicaciones de su vida, y cada libro le complicaba la vida más aún
"Es el oficio el que mantiene cuerdo, bendito sea", escribe en 1969, en medio de alguna de las tormentas usuales
El hijo de emigrantes judíos que no llegaron a hablar nunca bien inglés despertó a la vocación de escribir leyendo las obras maestras de la gran literatura y conversando y discutiendo con amigos tan pobres y tan literarios como él, tan llenos de insensata ambición. Todo lo que más querían era inaccesible en aquella adolescencia de marginalidad y penuria, en una ciudad en la que la crisis económica y la ferocidad de los inviernos revelaban en carne viva la crueldad de un sistema sin misericordia para los débiles o los pusilánimes. Los mejores capítulos de Las aventuras de Augie March tienen un resplandor de calamidad como el de los horizontes de los infiernos de Brueghel o El Bosco: los tranvías alejándose por extrarradios de casas pobres y mataderos industriales en amaneceres batidos por las tormentas de nieve; la sensación de madrugar tanto que todavía es de noche y sentir anticipadamente el frío de la calle y la humedad en los pies calzados con malas botas y chapoteando en la nieve sucia. La alta cultura que veneraba el muchacho demasiado fantasioso para tener sentido práctico era tan ajena a él como el bienestar de las mansiones de los ricos. La cultura literaria tenía su lugar no en Chicago, sino en Boston o Nueva York, o más lejos todavía, en Europa, y sus guardianes eran altivos intelectuales anglosajones que además no ocultaban su antisemitismo.
"Pero un idioma es una mansión espiritual de la cual nadie puede expulsarnos", escribió Bellow toda una vida después, en el homenaje póstumo a un compañero de generación y de origen, Bernard Malamud, que igual que él se había alzado desde la periferia del gueto judío. Esa mansión espiritual la fue ensanchando Bellow con cada una de sus novelas, con sus cuentos y sus ensayos. Pero cuanto más trabajaba y más cerca se creía de haber alcanzado una posición en la que le estuviera permitido tomar un respiro, otros sobresaltos, deseos incontrolados, pendencias conyugales y literarias, le hacían sentir que nunca iba a pisar un terreno firme. Sus personajes masculinos son seres que nunca descansan, que hablan sin parar, que se van de un sitio nada más llegar a él, que se divorcian tan rápidamente como se enamoran y se casan, que se ven enredados en conflictos legales, en diatribas que sólo suceden dentro de sus cabezas o que si se hacen públicas terminan en escándalos. Leyendo las cartas uno confirma lo que sospechaba, aunque no hubiera conocido la extraordinaria biografía de Bellow que publicó hace unos años James Atlas: Saul Bellow convertía en literatura de manera inmediata las complicaciones de su vida, y como lo hacía tan descaradamente cada libro le complicaba la vida más aún. Decía de sí mismo que era un serial marrier: se casó cinco veces y tuvo cuatro hijos de cuatro madres diferentes. Alguna de sus ex esposas lo llevó casi a la quiebra reclamando compensaciones económicas por haber inspirado los personajes femeninos en sus novelas de más éxito. En una carta le da explicaciones y le pide excusas a una antigua amante a la que convirtió en un personaje que muere en un accidente aéreo. Después de cada nueva novela Bellow tiene la tentación de marcharse de viaje para huir de las quejas de ex esposas, ex amantes, amigos o simples conocidos que le piden cuentas por haberlos usado sin ningún disimulo en la ficción. Pero también ha de defenderse de los críticos que lo atacaban con más saña según iba siendo más conocido y expresaba más abiertamente sus opiniones sobre la literatura o la política. Era siempre, incluso en medio del éxito, el advenedizo que ha de abrirse paso a codazos y a fuerza de tesón y arrogancia. En una carta de 1981 le confiesa a Philip Roth, refiriéndose al escándalo provocado por su novela más reciente, El diciembre del decano: "La escribí en una especie de ataque y me ha quedado un residuo peculiar del que no sé cómo librarme. Ni siquiera puedo describirlo... Hace algún tiempo descubrí que no hay nada que me contenga de decir exactamente lo que pienso".
Y cómo lo decía. En la inmediatez de las cartas se nota con más claridad el poderío de un estilo que no necesita los controles de la corrección posterior ni de la cautela para transmitir como una corriente eléctrica el flujo de una conciencia convertida en palabras. Entre viajes y angustias, citas clandestinas, compromisos retrasados, demandas de las ex esposas, exigencias de los hijos, diatribas con colegas, Bellow fue dejando un rastro de cartas escritas a toda prisa que dibujan para nosotros una autobiografía y también una poética, una manera pasional y resabiada, severa y sarcástica a la vez de mirar la vida y la literatura. "Es el oficio el que mantiene cuerdo, bendito sea", escribe a un amigo en 1969, en medio de alguna de las tormentas usuales. "La única curación segura es escribir un libro", le había dicho a otro en 1960. En 2004, después de tantos libros y tantas peleas extenuadoras, quizás lo único que necesitaba era ver jugar a su hija y acordarse de aquel par de sandalias de cuero.
Letters. Saul Bellow. Penguin. 608 páginas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 20 de noviembre de 2010
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