Lucian Freud
El animal desnudo
Lucian Freud |
Este miércoles (20 de julio de 2011) ha fallecido Lucien Freud, probablemente el pintor figurativo (plenamente realista) más importante de nuestros días. Freud es uno de los grandes supervivientes del naufragio general de la pintura del siglo XX, con Bacon y Balthus. Si lo comparamos con los artistas figurativos vivos que nos quedan como David Hockney, Antonio López o Gerhard Richter, éstos son aúténticos pigmeos artísticos; permitidme la “boutade”.
Recuerdo todavía hoy la primera vez que vi sus cuadros en la primera exposición antológica dedicada al pintor en el Museo Reina Sofía de Madrid en 1994. Asistí a la exposición con un amigo pintor (¿Te acuerdas Julio?) y ambos salimos emocionados de la misma. Recuerdo la conversación que tuvimos posteriormente y ambos coincidimos en una apreciación sobre la modernidad de sus retratos; Freud era un artista moderno y de nuestra época porque no utilizaba modelos profesionales, sino a familiares y amigos que llegan a tener “una confianza especial con su cuerpo”.
Freud ha sido el pintor vivo que en nuestros días ha sido capaz de redefinir el retrato. Pintó a la gente, pero no siempre retratos. Pintó la vida, pero sus pinturas no eran manifiestamente los momentos de las vidas de aquellos que pintó – modelos, magnates, trabajadores de oficina, galgos, sus muchas amantes, sus hijas – tanto como las escenas de su presencia física en su estudio.
Esa habitación sombría en el oeste de Londres (dirección celosamente guardada), con el suelo desnudo, paredes descoloridas y un montón de trapos de pintura mugrientos, fue el escenario invariable de su arte. Se hizo tan familiar como sus figuras y sus poses: amontonadas, repatingadas, agachadas o tendidas, con los genitales al aire, la cabeza hacia atrás o colgando, a veces en parejas, pero la mayoría de las veces solas, cuerpos despojados
Lucien Freud se planteaba el arte como un dilema: la honestidad emocional frente a las formas de la vida. Pintaba a las personas examinándolas amorosamente, sus ojos registraban su mortalidad individual concentrándose en sus callos, pústulas y venas, ¿ o quería el dominio de sus cuerpos como objetos (sería más justo decir como animales, como declaró alguna vez)?
En sus cuadros la cabeza se convertía en otra extremidad, en vez de pertenecer a la esfera del pensamiento, la superficie del cuerpo se convertía en una mancha varicosa, granulosa, y maltratada. Incluso cuando pintaba a un jóven delgado (incluido él mismo), los órganos adquirirían tanto lastre, materia y sangre, que no se podía separar a la persona de la pintura. Los colores de Freud – el azul amoratado, el naranja pálido, el verde enfermizo, el rojo irradiado de los muslos, el plata de las estrías – no sólo daban sustancia al cuerpo, sino también a la vida de la pintura.
La contribución de Lucian Freud a la pintura del siglo XX por medio del retrato ha sido la de una búsqueda del animal desnudo, desidealizado y representado con una concentración extrema en su esencia física. Su mayor logro, para mí, es lo que él hizo de sí mismo. Freud es el mejor auto-retratista y testigo de este último siglo. Su magnífico compromiso con la presencia física esencial: todo lo que le aportan sus modelos lo potencia girándolo hacia sí mismo. Freud utiliza el espejo como un combatiente, poniéndolo a sus pies y utilizándolo sobre él como un gigantesco inquisidor. Parecería que quisiera utilizar tres espejos en diferentes ángulos, como si intentase atraparse por sorpresa para ver cómo es cuando lo vislumbra alguien más.
La esencia de sus autorretratos estaría en ese cuadro mordaz y monumental que es el “Pintor trabajando, la reflexión” y que lo pintó cuando Freud tenía 71 años. Desnudo, con la paleta en la mano, calzado tan sólo con unas botas de obrero desatadas y aleteando como las pezuñas de un animal, sujeta la espátula como un maestro con bastón: cauteloso, antagónico, se autoparodia, el Rey Lear en el estudio. La identidad surge sin ropa. Esta pintura, sobre todo, convoca toda la fuerza de la presencia mortal del hombre.
Lucian Freud estaba en contacto con su mortalidad. Estaba interesado en la presencia, pero no sólo en la presencia humana: el resplandor de una bombilla, las patas de un perro, el culo de un caballo, un pedazo de la alfombra. El lenguaje con el que describió a las personas y las cosas, a los animales y las amantes, la atmósfera y la futilidad, fue una construcción atemorizante. Creo que compartía más cosas con su abuelo psicoanalista que lo que a él le gustaba admitir.
En el corazón de su obra está el enfrentamiento entre él y los demás, entre él y la pintura. El realismo de su pintura es todo artificio. Hay algo perverso en sus complicaciones, en su teatralidad estudiada. Su arte estaba cercano al comportamiento de Francis Bacon (con quien tuvo un terrible e irrevocable ruptura), y su imagen pública fue prefabricada por él mismo.
<<No quiero que mis cuadros se parezcan a las personas retratada>>, llegó a decir. No quiero que sean como ellas; quiero que las revelen. La pintura como revelación. Como camino para llegar a una epifanía tan imperiosa como inesperada. ¿Cómo premonición, quiza? Como algo, en todo caso, que sólo con el paso del tiempo acaba por mostrarnos su verdadero ser.
A pesar de que llegó a Inglaterra en 1938 y nunca salió de Londres, la pintura de Freud parece haber ido revelando progresivamente su naturaleza esencialmente germánica, o, quizá, por decirlo con mayor precisión, vienesa.
La atmósfera que se desprende de sus cuadros evoca tanto a Durero como a Schiele. Sus primeros trabajos, a menudo con una narrativa implícita, fue fuertemente influenciado por la Neue Sachlichkeit alemana (Nueva Objetividad) pintores como Georg Grosz y Otto Dix, aunque su influencia llegó de nuevo a Alberto Durero y los maestros flamencos como Hans Memling.
Pintora y modelo, 1987 |
Y sin embargo, en la realidad, su carrera pictórica hubiera sido inimaginable fuera de la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XX. Su primer reconocimiento público como pintor se produjo en el Festival of Britain de 1951 y su recepción pública, su desarrollo ulterior están profundamente condicionados por su entorno inglés. La pintura inglesa de las décadas centrales del siglo XX ocupa un papel tan marginal como esencial para la historia del arte moderno. Crece en el polo opuesto de la línea que nace en Nueva York y se desparrama por el continente europeo. Y, sin embargo, cuando en futuro se escriba la historia gobal del período, estoy convencido que será imposible narrarla sin esa componente británica. Y Lucian Freud ocupará en ella un papel central.
La pintura de Lucian Freud debe su original peculiaridad al modo con el que supo abordar la figura humana, fundamentalmente desnuda y haciendo siempre valer su turbadora densidad carnal. En su interpretación del desnudo, Freud unió la peculiar visión forzada con que Edgar Degas espiaba los desnudos femeninos, para obtener un punto de vista insólito, y un sentido matérico que les daba una fuerza táctil, muchas veces de efecto turbador. En realidad, como él mismo declaró, pretendía que la propia pintura tuviese una densidad elástica, como la de la carne: “Quiero que mi pintura funcione como carne. Para mí, la pintura es la persona. Que ejerce sobre mi mismo un idéntico efecto que la carne”. (Francisco Calvo Serraller)
Este post está dedicado a J. Storero, otro animal, donde quiera que estés.
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