Patti Smith y Robert Mapplethorpe Hotel Chelsea, Nueva York |
Once fragmentos
1
Fue el verano en que murió Coltrane. El verano de Crystal Ship. Los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterrey. AM radio retransmitió Ode to Billie Joe. Hubo disturbios en Newark, Milwaukee y Detroit. Fue el verano de la película Elvira Madigan, el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida.
Fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe. [...]
El primer invierno que pasamos juntos fue crudo. Incluso con mi mejor sueldo de Scribner’s teníamos muy poco dinero. A menudo, nos quedábamos ateridos en la esquina de Saint James Place, cerca de la taberna griega y la tienda de material artístico Jake’s, mientras decidíamos cómo gastarnos nuestros pocos dólares, sin saber si comernos dos sándwiches calientes de queso o comprar material. A veces, incapaces de distinguir qué deseábamos más, Robert montaba nerviosamente guardia en la taberna mientras yo, poseída por el espíritu de Genet, robaba el sacapuntas metálico o los lápices de colores que tanto necesitábamos. Yo tenía un concepto más romántico de la vida y los sacrificios del artista. En una ocasión, leí que Lee Krasner había robado material a Jackson Pollock. No sé si es cierto, pero me servía de inspiración. A Robert le inquietaba no ser capaz de mantenernos. Yo le decía que no se preocupara, que dedicarse a las bellas artes era su recompensa. [...]
3
A mí no me importaba trabajar en el anonimato. Estaba aprendiendo. Pero Robert, pese a ser tímido, poco comunicativo y parecer desconectado de quienes le rodeaban, era muy ambicioso. Tenía a Duchamp y a Warhol como modelos. Bellas artes y alta sociedad, aspiraba a ambas. Éramos una curiosa mezcla de Cara de ángel y Fausto. [...]
4
Había días, grises días de lluvia, en que las calles de Brooklyn eran dignas de una fotografía: cada ventana, el objetivo de una Leica, la vista granulada e inmóvil. Juntábamos nuestras láminas y lápices de colores y dibujábamos como niños salvajes hasta que, agotados, nos derrumbábamos en la cama muy entrada la noche. Yacíamos uno en brazos del otro, aún vergonzosos, pero felices, intercambiando apasionados besos mientras el sueño nos visitaba.
El muchacho que yo había conocido era tímido y tenía dificultad para expresarse. Le gustaba dejarse llevar, que lo cogieran de la mano para entrar sin reservas en un mundo distinto. Era masculino y protector, pese a ser femenino y sumiso. Meticuloso en su vestuario y modales, también era capaz de un desorden atemorizante en su obra. Sus mundos eran solitarios y peligrosos, y vaticinaban libertad, éxtasis y liberación.
El muchacho que yo había conocido era tímido y tenía dificultad para expresarse. Le gustaba dejarse llevar, que lo cogieran de la mano para entrar sin reservas en un mundo distinto. Era masculino y protector, pese a ser femenino y sumiso. Meticuloso en su vestuario y modales, también era capaz de un desorden atemorizante en su obra. Sus mundos eran solitarios y peligrosos, y vaticinaban libertad, éxtasis y liberación.
5
A veces, me despertaba y lo encontraba trabajando a la débil luz de velas votivas. Retocando un dibujo, girándolo en esta o aquella dirección, examinándolo desde todos los ángulos. Pensativo, absorto, alzaba la vista, me veía observándolo y sonreía. Aquella sonrisa primaba sobre cualquier otra cosa que estuviera sintiendo o experimentando, incluso más adelante, mientras estuvo agonizando, fulminado por el dolor. [...]
6
El proceso de creación le parecía pesado por la rapidez con que veía la obra concluida. Se sentía atraído por la escultura pero creía que el soporte estaba obsoleto. Aun así, se pasaba horas estudiando los Esclavos de Miguel Ángel, queriendo acceder a la sensación de trabajar con la forma humana sin el esfuerzo de usar martillo y cincel. [...]
7
Las primeras obras de Robert estaban claramente inspiradas en sus experiencias con el LSD. Sus dibujos y pequeñas construcciones poseían el anticuado encanto del surrealismo y la pureza geométrica del arte tántrico. Poco a poco, su obra dio un giro hacia el catolicismo: el cordero, la Virgen y Cristo. [...]
8
Pero Robert, que deseaba librarse de su yugo católico, habitaba en otra parte del espíritu, regida por el ángel de la luz. La imagen de Lucifer, el ángel caído, terminó eclipsando a los santos que utilizaba en sus collages y cajas esmaltadas. En la tapa de una cajita de madera, pegó el rostro de Cristo; en el interior, una Virgen con el niño y una diminuta rosa blanca; y, en el reverso de la tapa, me sorprendió hallar el rostro del diablo sacando la lengua. [...]
9
A principios de junio, Valerie Solanas disparó a Andy Warhol. Aunque Robert no tendía a ser romántico con los artistas, se disgustó mucho. Adoraba a Andy Warhol y lo consideraba uno de los artistas vivos más importantes. Fue lo más próximo a la idolatría que estuvo nunca. Respetaba a artistas como Cocteau y Pasolini, que fundían vida y arte, pero, para Robert, el más interesante de todos era Andy Warhol, quien documentaba la puesta de escena humana en la Factoría, su estudio forrado de papel de plata.
Yo no sentía por Warhol lo mismo que Robert. Su obra reflejaba una cultura que yo quería evitar. Detestaba la sopa y la lata no me decía apenas nada. Prefería un artista que transformara su época, no que la reflejara. [...]
10
Mirando atrás, el verano de 1968 señaló una época de despertar físico tanto para Robert como para mí. Yo no había comprendido aún que su torturada conducta guardaba relación con su sexualidad. Sabía que me quería mucho, pero pensaba que se había cansado de mí físicamente. En ciertos aspectos, me sentía traicionada, pero, en realidad, fui yo quien lo traicionó.
Huí de nuestro pisito de Hall Street. Robert se quedó destrozado, pero, aun así, fue incapaz de darme una explicación sobre el silencio que nos envolvía. [...]
Huí de nuestro pisito de Hall Street. Robert se quedó destrozado, pero, aun así, fue incapaz de darme una explicación sobre el silencio que nos envolvía. [...]
11
A principios de septiembre, Robert se presentó en Scribner’s de forma inesperada. Vestido con una larga trinchera granate de piel abrochada con cinturón, estaba guapo y parecía perdido. Había [...] solicitado una beca de estudios. Se había comprado la trinchera y un billete a San Francisco con parte del dinero.
Dijo que quería hablar conmigo. Salimos y nos quedamos en la esquina de la calle Cuarenta y ocho y la Quinta Avenida.
-Por favor, vuelve -dijo-, o me voy a San Francisco.
Yo no me podía imaginar por qué quería ir allí. Su explicación fue deslavazada, poco concreta. Liberty Street, había alguien que sabía del tema, un piso en el Castro.
Me agarró la mano.
-Ven conmigo. Allí hay libertad. Tengo que descubrir quién soy.
Lo único que yo conocía de San Francisco era el gran terremoto y Haight-Ashbury.
-Yo ya soy libre -dije.
Él me miró con desesperada intensidad.
-Si no vienes, estaré con un tipo. Me volveré homosexual -amenazó.
Yo solo lo miré, sin comprender. No había nada en nuestra relación que me hubiera preparado para semejante revelación. Todas las señales que él había transmitido de forma indirecta, yo las había interpretado como la evolución de su arte. No de su personalidad.
No estuve nada compasiva, un hecho que terminé lamentando. Por sus ojos, parecía que hubiera estado trabajando toda la noche colocado de speed. Sin mediar palabra, me entregó un sobre.
Vi cómo se alejaba y se perdía entre la multitud.
Lo primero que me sorprendió fue que hubiera escrito su carta en papel de Scribner´s. Su letra, por lo general tan cuidada, estaba plagada de contradicciones: pasaba de ser pulcra y precisa a meros garabatos infantiles. Pero incluso antes de leer las palabras, lo que me conmovió profundamente fue el sencillo encabezamiento: «Patti – Lo que pienso – Robert». Le había pedido, incluso suplicado tantas veces antes de marcharme que me dijera qué estaba pensando, qué tenía en la cabeza. Él no había tenido palabras para mí.
Mientras miraba aquellas hojas, me di cuenta de que había ahondado en sus sentimientos por mí y había intentado expresar lo inexpresable. Imaginar la angustia que lo había impulsado a escribir aquella carta me hizo llorar.
«Abro puertas, cierro puertas», escribía. No amaba a nadie, amaba a todos. Adoraba el sexo, odiaba el sexo. La vida es una mentira, la verdad es una mentira. Sus pensamientos concluían con una herida curativa. «Estoy desnudo cuando dibujo. Dios me tiene de la mano y cantamos juntos.» Su manifiesto como artista. [...]
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Es un hermoso libro, sin duda, uno de mis favoritos.
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