Por RAFA CERVERA
El País, 19/06/2010
Patti Smith, antigua y eterna compañera del fotógrafo, escribe las memorias de ambos desde que se conocieron en Nueva York en los años sesenta y que el artista le encargó poco antes de morir. El libro es un relato conmovedor del afán de unos seres dispuestos a poner sus almas al servicio del arte, inspirados por Rimbaud, Dylan, Genet y otros nombres idolatrados
Nada está terminado hasta que tú lo ves, le decía Robert Mapplethorpe a Patti Smith cuando, esperando su opinión, él le mostraba las que entonces eran sus primeras fotos. Ambos eran esos niños a los que alude el título, dos talentos intentando florecer en el Nueva York de finales de los sesenta, luchando casi con desesperación por plasmar su arte y obtener un reconocimiento que nadie se atrevería a negarles hoy. Ese Nueva York bohemio, con el hotel Chelsea, el Max's Kansas City, St. Mark's Place y la galaxia Warhol como puntos cardinales, es el escenario por el cual transcurre este deslumbrante texto biográfico. A través de sus páginas, Smith rinde homenaje al que fuera su amante, cómplice y, por encima de todo, alma gemela. Éramos unos niños cuenta ese trayecto vital, tomando la estrecha relación entre Mapplethorpe y la narradora coprotagonista como nudo. Muertos de hambre y también llenos de ambición, se apoyaron mutuamente para encontrar sus propios senderos artísticos. Así, descubrimos cómo Mapplethorpe le hablaba insistentemente a Smith de su potencial como cantante de rock & roll; por su parte, fue ella quien le convenció para que abandonara los collages y comenzara a tomar sus propias fotografías. Los desencuentros -motivados en muchos casos por la progresiva inmersión del fotógrafo en el submundo gay que alimentó el lado más chocante de su trabajo- enrarecieron en ocasiones la relación. La prosa de Smith es firme, no se deja llevar por reproches ni sentimentalismos, y cumple de manera formidable el objetivo buscado: hablar del lado humano de un artista que fue polémico y que en más de una ocasión se ha visto estrangulado por la naturaleza de su propia obra. "Robert elevó aspectos de la experiencia masculina", explica Smith, "imbuyendo a la homosexualidad de misticismo. Como dijo Cocteau de Genet, su obscenidad nunca es obscena".
Smith cumple de manera formidable el objetivo buscado: hablar del lado humano de un artista estrangulado por la naturaleza de su obra
La necesidad de escribir sobre su antiguo aunque en realidad eterno compañero llegó casi en el mismo instante en el que sonó el teléfono de la casa de la familia Smith y Edward Mapplethorpe comunicó el fallecimiento de su hermano, una fría mañana de marzo de 1989. Con una voz tan poderosa como la que brota de sus poemas y canciones, Smith nos muestra ese itinerario compartido, trufado de anécdotas y salpicado por personajes tan irrepetibles como el momento histórico -que va de 1967 a 1978- en el que se desarrolla el núcleo del texto. Las noches en la trastienda del Max's Kansas City, donde el apolíneo Mapplethorpe es deseado por la corte de Warhol, a la vez que la andrógina Smith es completamente ignorada, hasta que decide cortarse el pelo a lo Keith Richards y logra captar la caprichosa atención de los ilustres parroquianos. Los encuentros con Corso, que citando a Mallarmé asegura que los poetas no terminan los poemas, los abandonan; y con Ginsberg, que intentó ligar con ella al confundirla con un muchacho mientras ella se relamía ante un sándwich que no podía pagar. Un encuentro con una desolada Janis Joplin a la que Smith piropea llamándola "perla", palabra que se convertirá en el título del álbum póstumo de la tejana. Pero por encima de estas y otras anécdotas, Éramos unos niños es también el sólido y emotivo relato de la relación simbiótica entre dos personajes que no parecían estar completos el uno sin el otro. Y nos muestra el conmovedor afán de unos seres dispuestos a poner sus almas al servicio del arte, aferrados a sus respectivos sueños, inspirados por Rimbaud, Dylan, Genet y otros nombres idolatrados.
Smith cuenta cómo se turnaban para entrar a las exposiciones museísticas que les interesaban, porque el dinero no alcanzaba para dos entradas. En una ocasión, cuando ella, maravillada, se disponía a narrarle las obras que había visto, él atajó diciendo: "Algún día entraremos juntos a ver las exposiciones y, además, la obra expuesta será nuestra". Ninguno de los dos imaginaba entonces que sus vidas se convertirían en existencias legendarias, una historia digna no sólo de ser contada sino también de ser admirada. Una apasionada y apasionante odisea vivida en una época en la que comprometerse con la necesidad del propio era casi un acto heroico. Consciente, quizá, de que los días en los que intercambiaron sus energías forman también parte de su obra, poco antes de fallecer Mapplethorpe le pidió a Smith que escribiera la historia de ambos. Ahora, aquella vieja frase, nada está terminado hasta que tú lo ves, se revela como algo profético. Porque la historia ha sido contada a través de la mirada y el verbo de la única persona capaz de elevarla al nivel que merece.
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