Tumba de Borges Cementerio de Plain Palais Ginebra |
Héctor Bianciotti
LA MUERTE DE BORGES
Cuando fui a verlo en el mes de abril, Borges estaba en el hospital cantonal, en cama, y sin embargo, al oírlo, cualquiera hubiera dicho que se hallaba en uno de los cafés de Saint-Germain-des-Prés que tanto le gustaba frecuentar. Si su sapiencia siempre me había impresionado, la tarde en que fui a verlo al hospital permanece como ejemplar en mi memoria, por su sencillez, por esa lección que parecía venir de los antiguos, del fondo de los siglos. Yo pensaba como él, aceptaba que nadie escapa a las leyes y a las pautas que rigen este mundo, que nuestro destino es luchar como si el mundo fuese un proyecto y nosotros sus obreros.
Si tuviera que describir brevemente la sapiencia que emanaba de él durante esas horas pasadas en su compañía, diría que consistía, ese día, en su capacidad de ignorar la enfermedad, de no aludir a ella, de vivir con dulzura, llenando su tiempo, que se había vuelto tan lento, con lo que todavía le quedaba por empezar, o por terminar; el porvenir ya no le concernía, no invadía el presente, donde ayer es todavía y mañana, ya.
Se parecía en eso a lo que tardíamente pude constatar en mi madre: ni añoranza del pasado, ni esperanza o miedo hacia el porvenir, sino una humilde atención al instante. Y la costumbre de imponerse una conducta que no suscitara la preocupación en el testigo, o su compasión: cada compromiso, como si fuese el primero y el único.
Borges trabajaba en un guión sobre Venecia, que le habían encargado, y en el prefacio a la edición de su obra en la Pléiade, que terminaría un mes más tarde, tres semanas antes de su muerte. Recitaba poemas, entre ellos una pieza de Cocteau, para comentarme que el poeta había logrado encontrar una palabra que rimaba con "sífilis", volviendo así aceptable esa palabra que la poesía no ha previsto. Nos hizo reír cuando le trajeron la cena, tres purés cuyos colores nos pidió que le describiéramos, comparándolos con la insipidez común a los tres. E imaginó un paté de conejo en su propia piel, o un fénix cocinado en su propia ceniza.
Ignoro si estos fragmentos de recuerdos, estas migajas, pueden sugerir lo que fue ese rato. A Borges le gustaba reír, aunque a menudo no reía de manera evidente, hasta cuando su risa, siempre dispuesta, ya se había extinguido para decir algo que la provocaba a su vez en el interlocutor.
Estas imágenes, como en el caso de Guibert, me parecen preciosas si no se pierden de vista las circunstancias, la muerte, que él sabía inminente. ¿Se preparaba para entrar en la muerte como se entra, conforme lo deseaba, en una fiesta, o quería permanecer fiel a uno de sus últimos poemas, en memoria del amigo ginebrino que acababa de morir?
María lo incitó a levantarse, era necesario que caminase, que se paseara. Mientras cruzábamos el umbral de la habitación y entrábamos en el vasto, interminable corredor, salió tomándonos del brazo, declamando, con esa voz que le ahuecaba el pecho, buscando la férrea música del idioma sajón, el pasaje de la "Balada de Maldon" en el que un joven soldado que ha ido a cazar, al oír de repente el llamado de su jefe, deja que el bienamado halcón vuele de su mano hacia el bosque, y él entra en la batalla.
Nos sentamos en el fondo del corredor, en la rotonda, bajo la claraboya que a esa hora de la tarde irradiaba una feroz luminosidad química. Borges advirtió su intensidad: "Ahora ya no veo más que ese horrible color violeta". Largo tiempo le había sido fiel el amarillo; al comienzo de la ceguera, distinguía el verde del azul.
Temeroso siempre de expresarme con imprecisión delante de él, de proferir trivialidades -que él cazaba al vuelo, no sin agregar, según su costumbre, esa interrogación monosilábica de cortesía, al final de una frase: "¿No?"-, debí de preguntarle algo sobre las literaturas antiguas que él amaba. Sin responder a mi pregunta, empezó a recitar, escandiendo párrafos rimados en los que creí reconocer sonidos ingleses. "Es horrible, ¿no?" Se trataba de la traducción de la Odisea perpetrada por el prerrafaelista William Morris, que pretendía extirpar del inglés todas las palabras de origen latino.
Sólo por el placer de oírlo repetir una de las frases de él que prefiero, le pregunté por qué había aprendido de memoria algo horrible. "La fealdad es tan memorable como la belleza", contestó, con un tono casi alegre.
Borges, 1963 Fotografía de Alicia D'Amico |
* * *
Cuando llegamos a la callejuela sin nombre y nos detuvimos frente a la puerta sin número, comprendí por qué María había tomado la precaución de citarme en el hotel. Quince días antes, Marguerite Yourcenar había viajado a Ginebra para visitar a Borges. En espera de que la compañía de teléfonos instalara uno en su nueva pero última morada, él todavía estaba en el hotel. Le había hablado a Marguerite del departamento, pidiéndole que fuera a verlo y luego se lo describiera minuciosamente. El guardaba la llave, la tenía en el bolsillo de la bata. Exactamente un año más tarde, en el mes de junio, Marguerite Yourcenar me contará eso, en el transcurso de la única verdadera entrevista que tendremos -y no olvidó añadir que omitió mencionar el vasto espejo que, al abrir la puerta, se alzaba frente al visitante y se prolongaba a derecha e izquierda creando un pasillo: ¿cómo se hubiera atrevido ella a aludir a ese mundo de reflejos inciertos, cuando tantas páginas del poeta hablan del horror que desde la infancia ese mundo le provocaba?
Las manos de Borges |
* * *
Una sucesión de habitaciones vacías pero lujosas, a juzgar por los revestimientos de roble. El silencio que parecía reinar en el departamento súbitamente se rompió al abrir la puerta: lamentos que parecían vagidos. En su cama -tan angosta como la que usaba en Buenos Aires, la de toda su vida-, sin duda Borges tenía una pesadilla. Pero María le tomó la mano: "Borges, ya estamos aquí", y de inmediato cesó su desolada queja, los rasgos distendidos, los labios entre la sonrisa y la palabra. No volvería a mostrar señales de angustia, apenas de una ansiedad intermitente, un temblor brusco y ligero, como cuando soñamos.
Nosotros permanecimos atentos al menor signo, al mínimo gesto. "Nosotros" éramos María, uno de los dos médicos que lo habían atendido en el hospital cantonal, la enfermera de día -su lectora en francés-, yo y, más tarde, la enfermera alemana. El médico, sentado al borde del lecho, la mano sobre la rodilla de Borges. Sin duda, uno muere menos solo cuando una mano tranquila y que reconocemos nos toca.
Sobre la mesita baja, junto a la cama, dos libros: una selección de cartas de Voltaire y los Fragmentos de Novalis, que le leía la enfermera de noche, la alemana. Al pie de la cama, que tocaba a la pared, una estrecha ventana contrastaba con el revestimiento de madera, reciente, cuidado. Era el 13 de junio. Hacía calor. El sol se ponía tarde. Un haz de rayos de sol se derramó sobre el lecho, iluminando el hueco en que éste se encastraba, y luego a nuestro pequeño grupo. Borges sacudió el índice sin mover la mano, como quien espanta una mosca. La sábana blanca resplandeció largo rato, pero el tiempo se llevaba consigo la luz, como quien retira un velo. Borges tenía la chaqueta del pijama, que era de color gris perla, desabrochada hasta el tercer botón. Su cuello, alisado por la posición de la cabeza, echada hacia atrás, era ancho y hasta poderoso.
En esta residencia de la ciudad vieja, donde él quería que tuviera lugar la cita con la muerte, el destino le había reservado un lugar tranquilo donde retirarse cuya pequeña ventana debía de crear un vínculo con las casas de antaño, allá lejos -un vínculo para que él muriese un poco en su casa, donde la mecedora de su madre se había inmovilizado muchos años atrás-. Puesto que no podía morir en esa Buenos Aires que, a su entender, ya no existía, quería que el gran encuentro ocurriese allí, en el barrio ginebrino donde él había despertado a la ciencia vagabunda de la literatura.
Sus médicos, que se habían convertido en sus amigos, hablaban de su alegría cuando se encontró por fin en la casa que había elegido. Había pasado el día exultante, con una euforia por momentos convulsiva, y repentinamente se alejaba, inmerso en una suerte de beatitud. ¿Había abandonado ya el universo de las palabras, donde todo ocurría para él? Estaba tranquilo, la gravedad y la dulzura pintadas en el rostro, una mano sobre el pecho, abismado en sí mismo, sustraído al tiempo -¿cara a cara con esos espacios infinitos que aterraban a Pascal?
Hay en la espera de la muerte un no sé qué de fin del mundo. Próximo a la fuente de las lágrimas, el testigo tropieza con sus propios límites, y llega a tener la sensación de hallarse en el lugar del moribundo.
En otro cantón de la Confederación, Joyce. La balsa de la noche avanzaba. Llegábamos al centro de la noche, la noche que respiraba a grandes bocanadas.
Siglos habían transcurrido cuando una luz grisácea tiñó la pequeña ventana. Una luz opaca, glauca, que viraba al amarillo. Y el sol. Adormecido en la sustancia de la muerte, el espíritu resucitaba entre la vigilia y el sueño. De pronto, un rayo de luz atravesó el vidrio, disipando un poco la penumbra. Y vi el pie de Borges que, fuera de la sábana, apuntaba con el dedo gordo hacia el techo. Ese pie que, como a él le gustaba decir, había "fatigado las calles". La desnudez del pie, tan íntima, que evocaba las palabras del poeta: "De sus pies sube entonces en él la muerte azul". De cuando en cuando, Sócrates, glorioso u oscuro, vuelve a morir sobre la Tierra. Cuántas veces habremos oído a Borges recordar que Sócrates no quiso prodigar adioses patéticos a sus amigos, a la hora de la cicuta, sino conversar con ellos tranquilamente, seguir pensando. ¿No había comentado, en el umbral mismo de la muerte, que el placer y el dolor son inseparables, puesto que si las cadenas le pesaban en la prisión, acarreando una forma de dolor, una vez que se las quitaron experimentó un feliz alivio?
También Borges, en su cama del hospital, no había hablado sino de literatura, toda una tarde. La enfermera empezó a friccionarle el pie -el pie que se ponía azul; la sangre carecía de impulso para subir hasta el corazón. Yo había convencido a María de que descansara un rato. Ahora era necesario llamarla. No tuve tiempo de dar un paso: María estaba en el vano de la puerta.
Se sentó a la cabecera de Borges, su mano en las suyas. Moví mi silla un poco hacia atrás. Yo no había advertido movimiento alguno, y sin embargo la cabeza de Borges se inclinaba ahora hacia ella.
Entre las cosas que nos ocurren, algunas son demasiado grandes para ser tan sólo un acontecimiento. El suelo de la realidad no las soporta, el espíritu las rechaza.
Borges murió muy lentamente y en silencio, como un reloj de arena que se vacía.
Era el 14 de junio, un sábado. Mi reloj marcaba las siete y cuarenta y siete.
Nunca le confesé que escribía. Está bien así.
Héctor Bianciotti
Como la huella del pájaro en el aire
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